EL MUNDO - Domingo, 22 de octubre de 2000 - Número 262
EBOLA | VIAJE A UNA ALDEA DIEZMADA
En la aldea del Ebola
Los Odgon son una familia de Uganda, víctima del virus del apocalipsis. Cuando usted lea el reportaje pueden estar muertos
 
  JAVIER ESPINOSA
Enviado especial

Voluntarios de la Cruz Roja de Congo desinfectan a un hombre muerto por el virus Ébola, durante la epidemia de 1995
El nombre de Rwot Obillo estremece a los residentes de Gulu. Es algo así como la aldea maldita, marcada por los hechizos. «¡Kiroga, kiroga!» (¡Brujería, brujería!), grita en la lengua local una señora cuando se le pregunta por el recóndito camino que conduce a este poblado.
Ocurrió también cuando el sida comenzó a diezmar a sus residentes. La plaga apareció en 1982 en Rakai, junto al Lago Victoria. Llegó al norte en 1986. El pueblo Acholi -el mismo que habita en torno a Gulu- continúa creyendo en sus dioses, en los jogis, que dictaminan su destino. «Los más ancianos achacaron la desgracia al incremento de la hechicería», escribe el antropólogo Heike Behrend en Cambiando Uganda.
En esta remota esquina de Uganda, la población no entiende por qué sus familiares son devorados por un mal que desconocen. «Tu boca sangra, y sangras alrededor de los dientes, y puedes tener hemorragias en las glándulas de la saliva. La superficie de la lengua se torna roja brillante y entonces se desprende. Te la tragas o la escupes. Debe ser extraordinariamente doloroso». Así mueren los enfermos de Ébola en Zona caliente, la famosa novela de Richard Preston.
Rwot Obillo es el epicentro de la zona caliente. Un villorrio devastado por la epidemia del temido virus al que se llega por un complicado camino de tierra. Los últimos cinco kilómetros hay que recorrerlos a pie, a través de la maleza. El sendero de acceso está controlado por la patrulla de Max Luguawoe. Rwot Obillo es también una población cerrada. Una de las tres que han aislado los militares. «Cinco pacientes contagiados permanecen atrapados en Pangar (otro de los poblados) sin esperanza de sobrevivir», alertaba el jueves el diario The New Vision. «No pueden salir. Contagiarían al resto», explica el uniformado.
Terrible destino. Condenados a morir de Ébola en la espesura.
En Gulu, el teniente coronel Walter Ochora matizaría el alcance del cerco. «Sólo se les ha aconsejado que no se muevan. Por ejemplo, que no vayan a Kampala (la capital), pero sí pueden venir a Gulu», dice.
Luguawoe acepta escoltar al periodista hasta la localidad aislada. «Para evitar que nadie le toque», asegura. La verdad es otra. Rwot Obillo, doblemente maldita. Éste es el terreno preferido de actividad de los desquiciados guerrilleros de Joseph Kony, el Profeta. Los llaman otongtong. Significa, literalmente, «la gente que corta». Kony es un iluminado que dice estar poseído por los espíritus y que demuestra su poder mutilando horriblemente a los civiles que captura. «Te puede liquidar el Ébola o el machete de los rebeldes», resume Luguawoe.
Resulta curioso, pero la antecesora de Kony, Alicia Lakwena, sostenía que la plaga de sida era un castigo del Supremo contra «el mal comportamiento de los acholi». Y el mismo Profeta ha prometido una cura contra el VIH similar al brebaje hecho de serpientes, ranas, escorpiones, camaleones y carne de soldado -sí, pedazos de ser humano- con el que se untan sus seguidores para hacerse invisibles a las balas. «A lo mejor ahora inventan un supuesto remedio contra el Ébola», suelta Luguawoe con cierto tono irónico.
Los análisis del Centro para la Prevención de Enfermedades Contagiosas (CDC) de Atlanta (EEUU) aseguran que el virus que actúa ahora en Uganda se relaciona con la cepa procedente de Sudán, donde se encuentra el cuartel general de Kony.

PROPORCION MORTAL
Sin embargo, los misioneros combonianos que habitan en Gulu y regentan el principal hospital del área niegan esta hipótesis. «Fueron los soldados ugandeses que venían de luchar en la guerra de Congo los que contagiaron a la población local», precisa el religioso italiano Victorio Marzoca. Los uniformados se defienden. «No hemos detectado ni un solo caso entre los militares. La epidemia de Kikwit (Congo) ocurrió en 1995 y los soldados que han regresado ahora de ese frente llevaban muy poco tiempo allí», responde el teniente coronel Walter Ochora.
Caminamos por una senda estrecha, embarrada. Imágenes muy diferentes a las de aquellos investigadores norteamericanos embutidos en trajes de astronauta que luchan contra el Ébola en Estallido, la película protagonizada por Dustin Hoffman. Aquí los militares caminan en zapatillas de plástico. Vestidos con pantalones cortos. Nadie les ha explicado que este virus alcanza la categoría 4, la más peligrosa en el ranking de enfermedades contagiosas conocidas. Nadie les dijo que cuando se descubrió en 1976 en Sudán y en lo que entonces se llamaba Zaire -en 1997 recuperó su antiguo nombre de Congo- murieron 397 de las 602 personas que se infectaron. Que en una de las regiones de este último país llamada Kikwit, en 1995, fueron 244 víctimas entre los 316 casos registrados. Que según esa media, sólo tres de cada 10 enfermos sobrevive. Para ellos es, simplemente, kiroga.
En un principio, las autoridades ugandesas creyeron que la actual epidemia se había originado precisamente en Rwot Obillo. Después adujeron que la primera víctima, Esther Aweta, había muerto el 17 de septiembre en el barrio de Kabedo Opong, en Gulu. Pero la madre de Aweta era natural de Obillo. Sus familiares asistieron al funeral. Regresaron a la aldea con una carga letal.
Los entierros acholi siguen siempre una tradición que data de siglos. «Tienen que enterrar a los muertos según esa usanza o su espíritu no descansará y les perseguirá», explica el religioso Marzoca, residente en Gulu. «Los veneran durante toda la noche, lavan el cadáver con agua y, tras sepultarlo, comparten un recipiente donde todos se enjuagan las manos en señal de unidad», añade el miembro de la orden comboniana. Ocurrió lo mismo en Kikwit (Congo) en 1995. Allí los dolientes se despedían del cadáver contagiado acariciándolo. El Ébola no respeta los ritos.
Una hora agotadora de camino por la trocha. Las primeras chozas, simples habitáculos circulares de barro y caña, aparecen deshabitadas. «Han huido hacia Gulu», reconoce Luguawoe. Algunos sí conocen la negra fama del microorganismo.
Repentinamente, aparecen los primeros residentes. Una chavalina, casi una cría, con un recién nacido a la espalda, que se alimenta de hojas de una enorme planta. «Muchos escaparon hacia Pangaa (otro pueblo cercano). Tenían miedo de ser tocados por el mal», explica.
En el camino se multiplican los rastros de la epidemia. Una mascarilla de quirófano enganchada entre los hierbajos. Dos guantes antisépticos que sobresalen del barrizal. «Ayer (miércoles) llegó un equipo de doctores, los primeros, para intentar averiguar por qué se muere la gente», advierte el uniformado ugandés que guía al grupo.
Otra vez las cabañas desiertas. Frente a ellas se observa una tumba tapada con una cobertura de cañas y maleza. «Los mató el mal», apunta el escolta.
Finalmente llegamos a una explanada donde se agrupan casi una veintena de habitantes. Uno de los niños rompe a llorar ante la visión del muzungu (blanco). Son los integrantes de la familia Odgon. El virus los está exterminando. Ya han muerto 14, según aclaran.
«¡Cada uno a vigilar una esquina!¡Atención!». Luguawoe despliega a sus hombres. No se sabe si le preocupa más el Ébola o los rebeldes de Kony.
Los atormentados pobladores de Rwot Obillo miran asustados a los visitantes. En realidad están aterrorizados. «Esa cosa viene del aire. Es un embrujo», dice Richard Oyet. Intentan aproximarse, pero el soldado les conmina a permanecer alejados.
Richard, de 28 años, es el único que se atreve a hablar. Explica que la primera fatalidad ocurrió el 27 de septiembre. Un bebé que ni tan siquiera tenía nombre. Así es África. Los niños no reciben un patronímico hasta que superan la criba de la naturaleza. «Con ello evitan encariñarse, porque muchos mueren antes de los cinco años», precisa el militar. Elis Languen, la madre del pequeño, fue la siguiente víctima. «Comenzó a sangrar por la boca, a vomitar sangre. No sabíamos que pasaba, pero estaba empapada en sangre y no podíamos detener las hemorragias. Se murió muy rápido».
Una agonía atroz, en la que los órganos internos parecen disolverse. El científico Gary Nabel, del Instituto Nacional de la Salud de Maryland (EEUU), publicó el pasado mes de agosto en la revista Nature Medicine un descriptivo relato de sus hallazgos respecto a esta enfermedad. De cómo una proteína agregada al virus, la glycoproteína, se encarga de destruir las células de los vasos sanguíneos. «Se contorsionan, cambian de forma. A los tres días explotan y liberan partículas virales que colonizarán otras células», afirmaba.
Lenguas que se desprenden, células que explotan... Alguien denominó al Ébola, el virus del Apocalipsis. Para los que han luchado contra él, resulta una experiencia difícil de erradicar. «Había sangre en todas partes, en los colchones, en las paredes. Vómitos, diarrea.. las salas estaban llenas. Y los familiares caminaban alrededor como si nada. Era surrealista», comentó el especialista norteamericano David Heymann sobre su participación en las epidemias de 1976 y 1995.
Lo singular es que el Ébola resulta tan feroz que en último término sus estragos son menores, ya que no dispone de tiempo real para propagarse: mata en dos días. Pero el virus sigue siendo un enigma científico del que se desconoce incluso donde dormita. «Podría ser en más de una especie, o un animal migratorio, pero resta el misterio», escribía la revista Scientific American en agosto de 1996.
El Gobierno de Kampala no admitió la existencia de un brote de la enfermedad hasta el 8 de octubre. Demasiado tarde para Rwot Obillo. Para esa fecha ya habían muerto 30 de las 500 personas que viven en este paraje.
«Imploramos a Dios, rezamos a nuestros espíritus, pero no nos escuchan. La gente sigue muriendo. No sabemos de dónde viene ni cómo se cura. Además, no nos dejan salir de aquí. Estamos atrapados», añade Richard.
El miércoles les entregaron los primeros guantes y una botella de lejía. Un lujo en una zona donde se defeca al aire libre. Sin electricidad, ni agua corriente. Sin nada, en definitiva. «Las medidas sanitarias de prevención y la pobreza son dos conceptos que no se repelen entre sí», advierte el religioso Victorio Marzoca. «Nos recomendaron quemar la ropa de las víctimas», añade Paul Odgon, vecino de Rwot Obillo. En Estallido incineraban hasta las chozas.
Los combonianos no se sorprenden de la eclosión del Ébola en esta remota región ugandesa. La nación que Winston Churchill definió como «la perla de África», la que tenía en la década de los 60 «uno de los mejores sistemas sanitarios» del continente -según Susan Reynolds (Cambiando Uganda)-, ha sufrido una degradación pavorosa desde que el delirante Idi Amín acaparó el poder en 1971. «Sida (el 8% de la población está contagiada y existe más de un millón de huérfanos por este azote), malaria, cólera, tifus... Este país simboliza para algunos los desastres del Tercer Mundo. Entre 1968 y 1974 el número de doctores se redujo a la mitad y el de farmacéuticos, en un 87%», precisa Joan Vicente en el mismo libro.

COLAPSO SANITARIO
Como apunta el comboniano español Guillermo Casas, «la salud pública sufrió un tremendo colapso. Ahora tenemos un doctor por cada 25.000 habitantes, mientras que en España creo que andan en uno por cada 3.000. Para nosotros ya es habitual tratar un brote de cólera al año, por no citar el batallón de personas que mueren a consecuencia de la malaria».
La orden italiana es una de las pocas que no se ha dejado contagiar por otra epidemia, el pánico, que se ha propagado incluso más rápido que el Ébola. «No hay ninguna razón para marcharse. Llevamos aquí desde principios de siglo», acota Casas.
Ninguna razón. Ni tan siquiera el hecho de que tres asistentes del hospital comboniano hayan muerto ya infectados por el virus. «Dios decide nuestra suerte», afirma Marzoca encogiéndose de hombros. La misma resignación con la que aceptaron hace tres semanas el espeluznante asesinato del misionero Rafael di Bari. Los locos de Kony dispararon un lanzacohetes contra su vehículo. Después, le robaron el reloj y lo quemaron dentro del coche. «El sueño de nuestro fundador (Daniel Comboni) era venir a Uganda. Él murió en Sudán, pero sus herederos continuaron la obra. No le vamos a defraudar ahora», declara Casas.
En Kikwit fueron las monjas de la orden de Poverella, de Pérgamo (Italia), las que decidieron quedarse. Cayeron una tras otra, reventadas por la enfermedad. Dinarosa, Clarangela, Albarrosa, Floralba y, la última, Annelvira Ossoli. «Dios decide nuestra suerte».
Después de semanas de batallar en solitario, los combonianos han recibido ya la asistencia de 21 expertos internacionales de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y del Centro para la Prevención de Enfermedades Contagiosas (CDC), el equivalente al equipo de especialistas que lideraba Hoffman en Estallido. «Hay que ser optimistas. Aunque parezca que se está actuando con muchos días de retraso, no es cierto. En Kikwit, la reacción fue mucho más lenta y, por ello, fallecieron más personas», aclara Mike Ryan, el responsable del grupo de expertos de la OMS.
El CDC ha aportado otro signo de esperanza. El virus de Gulu pertenece a la cepa procedente de Sudán, mucho menos virulenta que la registrada en Kikwit en 1995. De hecho, las víctimas ugandesas no representan ni el 40% de los contagiados, un porcentaje especialmente magro para el carácter asesino del Ébola. «El truco de estas crisis es identificar a los posibles infectados y aislarlos. Colocarlos en observación. Eso es lo que estamos haciendo ahora», añade Mike Ryan.

ALDEA SENTENCIADA
Rwot Obillo está efectivamente clausurada. Y si alguien no actúa con rapidez, sentenciada. De entre la maleza surge un chavalín que se apoya en una rama. Tiene los ojos inyectados en sangre. El cuerpo sacudido por los temblores. Su presencia provoca un respingo de los militares y del propio periodista. Es un enfermo de Ébola, dicen.
«Me duele la cabeza, los músculos y me sale sangre de los dientes. Comenzó ayer (el miércoles)». Se llama Martin, tiene 15 años y es miembro de la familia Odgon, que ya ha perdido a 14 de los suyos. Sus familiares acercan una singular carretilla metálica que utilizan como una suerte de camilla móvil. Pretenden que nos lo llevemos al hospital en el coche. Pero la aprensión, el miedo, nos puede. «Un simple apretón de manos puede contagiarte», habían señalado los doctores del Hospital de Lacor (Gulu), donde se acumulan los enfermos de esta epidemia. ¿Egoísmo, cobardía? Martin se quedó observando desde su choza como la comitiva emprendía el camino de regreso. El Ébola mata en 48 horas. Es muy posible que cuando se publique este reportaje Martin ya no viva. En la epidemia de cólera de Goma (Congo, 1994) un fotógrafo regresó a su país al comprobar que le resultaba muy difícil enfocar con los ojos llenos de lágrimas.


El dispositivo español contra el Ebola ugandés

ANA MARIA ORTIZ
«Todos los servicios sanitarios y de vacunación internacional están sobre aviso». Óscar González, subdirector de sanidad exterior del Ministerio explica el aparato preventivo que se ha puesto en marcha en nuestro país ante el brote de ébola ugandés: «Hemos solicitado una lista de los medios de transporte que vienen directamente de la zona para proceder a su inspección y control. Hasta ahora no ha habido ninguno. En todos los aeropuertos españoles emitimos notas informativas para que los pasajeros que lleguen de Uganda (aunque no sea directamente) o que se dirigan a la zona sepan de la existencia de un brote de ébola y de los síntomas de la enfermedad. No deben acercarse a personas con la siguiente patología: fiebres, temblores, diarreas, vómitos... Y si se presentan estos síntomas hay que acudir inmediatamente al médico».
En España nunca se ha producido una muerte por esta enfermedad pero sí hay previsto un dispositivo de actuación que se basa fundamentalmente en el aislamiento del individuo/s infectados. Sucedió no hace mucho. El pasado 17 de agosto el Sanjiangkou, un barco chino, llegaba a las costas de Cádiz con un cadáver, víctima de la malaria en plena travesía, y cuatro enfermos más. Toda la tripulación estuvo en cuarentena hasta que el brote se consideró totalmente controlado. Un segundo marinero murió.
Se actuó conforme a las normas internacionales de sanidad: Todo capitán de un transporte internacional debe declarar (nada más aterrizar o desembarcar) cualquier anomalía que se haya producido en el estado de salud de los viajeros durante el trayecto. Todo el pasaje quedará en cuarentena hasta que un médico asegure que no hay por qué preocuparse.
Sólo en estos casos, cuando hay algún motivo de sospecha, los turistas e inmigrantes son sometidos a un control sanitario. «Para entrar en España», explica Óscar González, «sólo se exige que si la persona viene de un país donde la fiebre amarilla es endémica esté vacunada contra ella». Incluso cuando se declara una epidemia como la de Uganda.
La única enfermedad tropical que se ha desarrollado en España es el paludismo que quedó definitivamente erradicado en 1965. «Se daba en Levante y Sevilla sobre todo y era transmitido por un mosquito que vivía en aguas estancadas», especifica Fernando Alameda, doctor del Instituto de Enfermedades Tropicales.
Pese a ello en 1999 en nuestro país 369 personas sufrieron fiebres palúdicas (75 más que en 1997). Eran turistas o inmigrantes que lo contrajeron en otro país. «Epidemiológicamente», explica Fernando Alameda, «el paludismo no tiene interés. Sólo puede transmitirse a través de la picadura de un mosquito y en España no hay mosquitos que transmitan enfermedades». Aunque hay alguna excepción: «Hace tres o cuatro años, un señor muy mayor que vivía cerca del aeropuerto de Barajas enfermó de paludismo. ¡Y jamás había salido de España!», cuenta el doctor Alameda. Fue víctima, como en otros 12 casos descritos por la medicina española, de la picadura de un mosquito. El insecto había resistido al insecticida con el que se fumiga a los aviones que proceden de zonas de riesgo.


CRONICA