Domingo, 26 de noviembre de 2000 - Número 267

TERRORISMO | ÚLTIMAS HORAS CON ERNEST

EL «CULÉ».- El ex ministro socialista durante la presentación de la candidatura a la presidencia del Barcelona F.C.
14.00 horas
EL PROFESOR SALE A COMER CON SU HIJA
Después de una larga reunión con el catedrático emérito Jordi Nadal, Lluch abandonó por unas horas el despacho para comer con la mayor de sus hijas, Rosa. Juntos fueron a pie hasta el restaurante Sal i pebre (Sal y pimienta). El día anterior, el ex ministro bajó solo al comedor de la Facultad. «Era de los pocos catedráticos que regularmente come en el bar», dicen tres alumnos a los que un día invitó a cenar, y a los que contó con erudición el origen castellano de la palabra Donostia. Ahora les asalta, con lágrimas en los ojos, la imagen del profesor con apariencia de sabio despistado que encontraron con una maceta en la mano por los pasillos. «Sin preámbulos empezó a contarnos», relatan, «que la planta se estaba secando en su despacho, que iba a llevarla a la terraza para que le diera el sol... Se quemó».

Al regresar del restaurante, a las cuatro de la tarde, Lluch volvió a reunirse con su ayudante Elsa Bolado. La tarde se prestaba para la confidencia. Le habló de varios libros que tenía que prologar, y especialmente de uno que le intranquilizaba. Era, explicó el tutor a Bolado, del análisis que un sociólogo vasco había realizado sobre el tratamiento informativo que los periódicos (desde el Gara a La Razón) dieron a la tregua. El autor, con quien Lluch habló por teléfono esa misma tarde, dudaba si ahora era el momento de publicarlo. Había demasiados periodistas, le dijo, en la diana. «Lluch me comentó que le daba miedo tanto odio», recuerda la joven discípula.

No era la primera vez que él hablaba a sus compañeros de docencia «del problema de mi querida tierra vasca». Ernest, ni mucho menos, se sentía ajeno. «Estoy en el punto de mira, lo sé», dijo a sus más allegados. Incluso a su familia le habló de cómo debían actuar si le mataban. Sus buenos propósitos de diálogo para la resolución del conflicto no eran garantía ninguna contra las balas etarras. Ni haber asistido a un polémico homenaje en Irún a Lluís Companys (presidente de la Generalitat republicana fusilado en 1940) junto a representantes de EH, o a la conferencia que Otegi pronunció en febrero de 1999 en Barcelona. No tenía más que acordarse de su buen amigo Juan Mari Jáuregui, ex Gobernador Civil de Guipúzcoa. Ahora se sabe que intentaba contactar con Josu Ternera cuando fue asesinado, el 29 de julio en Tolosa.

«La muerte de Juan Mari», escribió Lluch en un artículo en La Vanguardia, «hace que me estremezca con un acento especial: ha muerto alguien por pensar exactamente lo que yo pienso». Aunque -como dice su maestro Fabián Estapé- Ernest Lluch «iba por la vida sin escolta mental», también estaba preparado para lo peor: «Cuando como en restaurantes, siempre me siendo junto a la pared, de cara a la puerta, porque si alguna vez vienen a por mí al menos quiero verles la cara».

Su último veraneo en San Sebastián fue arriesgado. Siempre que salía lo hacía con guardaespaldas prestados por alguno de sus amigos (las más de las veces, Odón Elorza, el alcalde). Hasta acercarse a la playa de La Concha, le advirtieron, era peligroso. Y a él, costero de nacimiento, le cautivaba el mar. Por eso, en su diminuto apartamento sin vistas, colocó en el exterior de la cocina un espejo retrovisor que le reflejaba el movimiento de las olas.

19.15 horas
COMPRÓ UNA NOVELA... QUE YA NUNCA LEERÁ
No fue en su primera visita del día a la librería de la Facultad cuando el profesor compró su último libro. Estuvo por la mañana y volvió por la tarde, aprovechando que bajaba a la máquina de chucherías para sacar una bolsa de palitos de pan integral. Buscaba un texto (Domicilio desconocido) que no encontró y otro que sí se pudo subir a su despacho. El título de la novela es La herencia de Esther, del raro novelista húngaro emigrado a EEUU Sándor Marài. Porque a Lluch pocas cosas no le interesaban. Ahora preparaba la publicación de textos inéditos de un memorial de Luis Ortiz del siglo XVI, con recomendaciones al rey de España para salir del atolladero financiero que daban ilustrados de la época. Y casi salido de imprenta, pendiente de su presentación, está otro libro suyo: Derechos históricos y constitucionalismo útil. Lo firma con Miguel Herrero de Miñón, compañero junto con Santiago Carrillo en la tertulia del programa radiofónico La Ventana, que dirige en la Ser Gemma Nierga.

20.00 horas
LA ÚLTIMA CHARLA Y EL ADIÓS DE SUS HIJAS
«Creo que su última conversación, aparte de con sus hijas, la mantuvo conmigo», dice el profesor Gaspar Feliu. «Hablamos de la explotación de minas de carbón, de música, de cómo se emocionaba viendo los Stradivarius del Palacio Real... Fue una charla de amigos de final de tarde». Pasaban unos pocos minutos de las ocho, porque a esa hora llegó a la Facultad la hija pequeña de Lluch,Mireia. Y Feliu la acompañó hasta el despacho de su hermana Rosa, donde también estaba su padre. Allí transcurrió la conversación. Otro profesor, Josep María Benault, se había despedido antes: «Iré el jueves a escuchar tu conferencia sobre el País Vasco en Sabadell». Lluch hizo una mueca: «Seré duro, porque la situación es dura».

Ahora, nadie sabe a ciencia cierta a qué hora cogió el abrigo y la cartera, en qué minuto exacto arrancó el coche y pasó por el lateral del Camp Nou camino del aparcamiento mortal. Quizás las nueve en punto. Nadie mira el reloj los días sin citas inexcusables... «Si tenéis aún cosas que hacer, yo entonces me voy para casa, que estoy cansado», dijo a Rosa y Mireia, sus hijas. Fuera, al otro lado, aguardaban tres pistoleros que llevaban una semana acechando en secreto al profesor. Dos disparos pararon el tiempo. ¿Qué hora era?



¿POR QUÉ MATAN A LOS BUENOS?, por CRISTINA L. SCHILICHTING

Desde que el Partido Nacionalista Vasco se echó al monte de HB, la ruptura ente el PP y el PNV ha dividido a los protagonistas del problema en palomas y halcones.

Los halcones, encabezados por Mayor Oreja, condenan cualquier concesión al nacionalismo violento. Han trazado una frontera y se han colocado a un lado, dejando del otro a ETA, HB y a sus socios en Lizarra y Udalbiltza. Son halcones los que Arzalluz llama «michelines» de su partido, esto es, los peneuvistas partidarios de una ruptura con el mundo radical. Son halcones los más destacados representantes del llamado Foro de Ermua. Es halcón Nicolás Redondo. Era halcón nuestro compañero López de Lacalle.

Las palomas están por el diálogo. Para ellos la solución del problema pasa por el aislamiento de ETA desde un gran pacto democrático vasco que incluya al PNV. Palomas son muchos dirigentes socialistas, como Felipe González o Manuel Huertas. Paloma es Ibarretxe cuando no habla como Arzalluz, y palomas fueron Juan Mari Jáuregui y Ernest Lluch.

El 4 de agosto pasado, tras el asesinato de Jáuregui, escribía Lluch en La Vanguardia: «Me estremezco con un acento especial porque ha muerto alguien por pensar exactamente lo que pienso». Macabra premonición. Por obra y gracia de ETA, la despedida de un amigo se convirtió en el testamento ideológico del propio e inolvidable rector de la Menéndez Pelayo. En él se declaraba partidario de defender «el diálogo en la solución del tema de ETA hasta llegar a propugnar una reforma constitucional».

«Ernest», me dice Baltasar Porcel, «estaba en contra de la demonización del nacionalismo». Lo mismo le dijo a Manuel Huertas: «No aprobaba que no hubiese contacto entre los Gobiernos de Madrid y Vitoria».

Ahora bien, la pregunta es ¿y por qué mata ETA a las palomas? Desde el punto de vista del asesino, los halcones deberían ser los malos y las palomas los buenos...

La lógica (la hay, no se equivoquen) es muy otra. Para el materialismo dialéctico, la revolución adviene por la exacerbación de las contradicciones. A un revolucionario no le compete suavizar el choque entre la clase explotadora (España, en este caso) y la clase explotada (Euskadi), sino profundizar esas diferencias para acelerar la revolución salvadora.

A ETA no le interesan ni el diálogo con los nacionalistas conservadores ni la creación de un gran consenso democrático de gente dispuesta a hablar de todo con todos. Le interesan la lucha y la confrontación.

Por eso mata a las palomas lo mismo que a los halcones, y seguramente con más gusto. Porque matándolas, mata la duda de sus seguidores, mata la ambigüedad, los matices. Dibuja un escenario blanquinegro, apto para fanáticos de encefalograma plano.

Nosotros seguiremos dividiéndonos en halcones y palomas. Discutiendo si la solución es la firmeza o la flexibilidad. La vía policial o la negociación. Ellos seguirán matando a todos. Democráticamente.


CRONICA | EL MUNDO