Domingo 28 de octubre de 2001 - Número 315

GUERRA QUÍMICA | LA BACTERIA QUE NACIÓ EN EL CAMPO

Los supervivientes del ántrax

PACO REGO
Antonia cogió el ántrax en la posada de su padre. Hoy tiene 78 años y una cicatriz en el párpado izquierdo que la dejó marcada de por vida. Cree recordar que acababa de cumplir seis años cuando el médico del pueblo, don Luis García, ya fallecido, le quemó el mal a hierro candente. «Antes había mucho de eso, pero matar, mataba a pocos», responde como queriendo restarle importancia al asunto la vecina de Valdefuentes. Por las calles de este próspero pueblo cacereño, rodeado de pastizales interminables, aún hoy se puede ver a mucha gente de 50 años para arriba con el cuerpo tatuado a fuego a causa de la enfermedad. Nada extraño para los lugareños. Lo que le sorprende a esta mujer fortachona y de aspecto saludable es que alguien se interese por lo sucedido hace tanto tiempo.

¿Ántrax dices?

El carbunco, Antonia.

¡Ah!...¿Y desde cuándo le llaman así?

Les cuesta trabajo imaginar que la bacteria que destrozó su piel y arruinó ganaderías en media España sea la misma que provoca una ola de pánico en el país más poderoso del planeta. Tres víctimas mortales; las últimas, dos carteros de Washington a cuyas manos llegaron unos sobres envenenados a la atención del senador demócrata Tom Daschle.

El ántrax, aquí siempre llamado carbunco, nunca fue arma de guerra en Extremadura ni viajó de estafeta en estafeta postal. «Era tan familiar como un resfriado. Nadie lo ocultaba ni se avergonzaba por llevarlo grabado en el cuerpo», explica el veterinario José Luis Alvarado, quien también sufrió la fiebre de la enfermedad después de contagiarse cuando le hacía la necropsia a un cordero.

La verdadera batalla de aquellos años, en los que el hambre empujaba a muchos paisanos a comerse los animales muertos (quién sabe si infectados o no), distaba mucho de ser biológica. Fue bien lejos, en tierras inglesas, donde unos científicos a sueldo del ejército empezaron a cavilar sobre la posible utilización del bacilo como arma de destrucción masiva. Si podía acabar con las ovejas, ¿por qué no iba a hacer lo propio con el pastor? Y a lo mejor, sin levantar sospechas. Tras aniquilar varios rebaños en la isla escocesa de Gruinard, los militares británicos pusieron en pie, en 1942, lo que se conocía como fábrica de microbios, un laboratorio ultrasecreto, en Port Down, de donde saldrían las primeras bombas con carbunco, armadas con las mismas bacterias que durante décadas infectaron a los habitantes de Valdefuentes.Mucho antes, allá por el siglo XIV, los temibles guerreros tártaros utilizaron cadáveres de animales enfermos para catapultarlos contra las tropas enemigas. Hoy, el mortífero microbio es una pesadilla en forma de polvo blanco que viaja por correo y está sirviendo, supuestamente, a los correligionarios de Bin Laden para poner en jaque a medio mundo. Aquí, el carbunco creció en las zonas ganaderas y entre matarifes y curtidores al amparo de la pobreza, la falta de higiene y la escasez de penicilina.

En Valdefuentes, familias enteras lo sufrieron hasta bien entrados los años 50. Corrió por la sangre de cuatro de los siete hermanos de Antonia Rodríguez, además del padre. Todos sobrevivieron.«Le teníamos más miedo a una gripe», asegura ella sentada en la salita de la casa donde antaño se levantaba la posada de sus padres. Por este mismo lugar, que ahora preside un cuadro de La última cena, correteaban los hermanos entre las pieles frescas de ovejas y cabras traídas en mulas por los comerciantes de la zona. Fue allí, a escasos pasos de la habitación en la que dormía, donde Agustina sufrió el aguijonazo del mal. «Se conoce que la mosca que me picó en la cara estaba infectada y al día siguiente me salió como un grano muy feo, medio negro, que me dolía mucho.Al verme, un vecino le dijo a mi padre: "La niña ha cogido el carbunco". Me llevaron a don Luis y, cuando vi que sacaba del brasero un hierro incandescente, creí que me iba a matar», recuerda la mujer de 83 años.

A golpe de fuego se curaron varias generaciones. En Galicia, Extremadura, Castilla-La Mancha... El carbunco plantó su veneno por todos los campos españoles. Muchos de aquellos prados, convertidos en improvisados cementerios de bestias infectadas, quedaron sembrados de muerte. La gente los llamaba «campos malditos» porque debajo de la hierba, en las capas más profundas del suelo, las semillas del mal permanecían dormidas con su poder destructivo intacto.Cuando la tierra se removía o el ambiente era propicio, despertaban de su letargo y, como bombas biológicas, volvían al ataque. «Ya no hay nada de eso», reconoce Felipe Roncero, ganadero de Valdefuentes, que también se salvó a golpe de hierro.

El año pasado en España sólo se detectaron 35 casos no mortales en humanos, todos cutáneos, la versión más leve y frecuente de la enfermedad. La cifra, muy por debajo de los 270 declarados en 1985, avala las opiniones de los expertos que consideran improbable que el ántrax de origen animal, el de toda la vida, sea una amenaza para la salud.

«Si no fuera así, estaríamos todos muertos». Todavía en buena forma a sus 85 años, Pedro Vicente se acuerda hasta de la hora en la que le mataron el carbunco. Eran las 10 de la mañana de un día de hace 78 años. «Tenía la garganta tan hinchada que me asfixiaba». Para salvarlo, le aplicaron la misma medicina que a Antonia y Agustina. A otros, el ántrax les dejó una huella más profunda.

Manuel Cea Iglesias, un curtidor de Arzúa, villa ganadera de la Galicia profunda, se encontró de frente con él una mañana de 1946, mientras desollaba una res. A media faena, una mosca le picó en la mejilla, debajo del ojo izquierdo, y Manuel se rascó instintivamente. Ahora, con 95 años y en silla de ruedas por una artrosis, el coruñés sólo conserva una pequeña marca en la cara y el recuerdo del puro dolor. «¡Uuuuyyy!», es lo único que acierta a decir cuando se le pregunta si el carbunco le hizo sufrir.

Es uno de sus hijos, Luis, niño por entonces, el que describe los detalles de aquellos aciagos días. «La cabeza le abultaba más que la anchura de los hombros y los dientes se le veían a una cuarta». Y de ahí al delirio. «Se escapaba, quería atacar a la gente y daba puntadas en el aire como si estuviera trabajando el cuero». Aunque nadie en el pueblo pudo resistir la tentación de ver a aquel agónico cabezudo de carne y hueso, sus vecinos también supieron ser solidarios con él. En especial sus patronos, que no repararon en gastos para pagar el tratamiento de la entonces incipiente penicilina. Tras una semana luchando contra el tiempo, llegó el ansiado remedio. Manuel se salvó y volvió al trabajo hasta que las piernas y la cabeza empezaron a fallarle.

Pero no todas las curas se hacían con métodos científicos. José de Cándido, el mítico curandero de la zona, nunca confesará sus trucos para sanar a hombres y animales, ni qué hay de cierto en las historias de piernas cubiertas de tierra purificada. «Enfermaba una vaca, después otra y, a veces, moría el dueño una semana más tarde», cuenta José mirando, desde el porche de su casa, hacia el cementerio. «Es todo lo que le puedo decir».

Con información de Esther Alvarado y Miguel Ángel Vergaz




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