Domingo, 14 de enero de 2001 - Número 274

PENSAMIENTO | EN EL 400 ANIVERSARIO

El criticón más famoso del mundo
LOS ESCRITOS de Gracián han triunfado hasta en Wall Street. Anticipó los duros tiempos de la modernidad

CÉSAR VIDAL
EL JESUITA FILÓSOFO.- La obra cumbre de Baltasar Gracián, El Criticón (1657), ha sido considerada por varios filósofos, como Schopenhauer, el mejor libro del mundo.
Se hallaba el siglo XVII en su quinta década cuando un sacerdote jesuita subió al púlpito de una iglesia valenciana y anunció que había recibido una carta del Infierno. Ante el explicable pasmo de los feligreses que asistían a tan sobrecogedora revelación, el clérigo añadió que tenía además intención de leer la peculiar misiva en el curso de su próximo sermón.
Como es fácil suponer, la noticia del infernal anuncio no tardó en extenderse por la ciudad del Turia. Acabó provocando por añadidura una reacción fulminante de los superiores del predicador que, a esas alturas, estaban cansados de lo que consideraban sus extravagancias. De manera terminante, se le ordenó que se retractara desde el púlpito del anuncio que había llevado a cabo.
Así lo hizo el personaje en cuestión, pero de mala gana y refunfuñando. Tanto fue así que en adelante aún crecería más el exacerbado rencor hacia la región de Valencia y sus habitantes que padecía desde su juventud. De hecho, no iba a perder ocasión para vilipendiarlos.
El protagonista del extraño episodio era un sacerdote aragonés llamado Baltasar Gracián que había sido bautizado -se desconoce con precisión la fecha exacta de su nacimiento- el 8 de enero de 1601 en la aldea de Belmonte, cercana a Calatayud, en la provincia de Zaragoza. Hijo de un médico al que, muy erróneamente, se le ha atribuido la condición de hidalgo, creció en un ambiente de tanta religiosidad que todos sus hermanos -tres varones y una mujer- profesaron en distintas órdenes religiosas.
Cuando todavía era niño, Baltasar fue enviado a Toledo a criarse al lado de un tío paterno que era capellán en San Pedro de los Reyes. Poco se sabe de aquellos años, pero debieron ser buenos, ya que Toledo es uno de los escasísimos lugares no pertenecientes a Aragón de los que Gracián no habla mal en sus obras.
En 1618 regresó a su tierra y al año siguiente ingresó en la casa de aprobación que la Compañía de Jesús tenía en Tarragona, perteneciente a la provincia de Aragón. Durante los siguientes años, su carrera discurrió entre diferentes lugares de Aragón, Cataluña y Valencia. En los primeros se encontró bien; los segundos, los toleró; los últimos, los contempló con una aversión que no le abandonaría nunca.
Ordenado sacerdote en 1627, seis años después enseñaba filosofía en una institución «con título y honores de universidad» que los jesuitas tenían en la población valenciana de Gandía. Los roces con sus compañeros valencianos fueron continuos hasta el punto de que cuando le enviaron a Huesca en el verano de 1636 lo vivió como una liberación.
Era joven entonces Gracián y en sus venas hervía una ambición y un deseo de independencia que, muy pronto, le iban a crear más de una complicación. Intentó satisfacer la primera trabando amistad con el prócer oscense Vincencio Juan de Lastanosa, un curioso personaje que lo mismo coleccionaba armaduras de monarcas como Pedro el Cruel o Carlos V, que contrataba a ocho jardineros franceses para atender sus plantas o levantaba un exótico zoológico. Lastanosa mantenía contactos con los personajes más variados y, por un tiempo, abrió camino a Gracián hacia lugares más elevados.
Por lo que se refiere a su deseo de vivir a su aire, quedó de manifiesto al año siguiente de llegar a Huesca, cuando brindó públicamente apoyo al padre Tonda, un jesuita expulsado de la Compañía por tener «flaquezas con mujeres». Gracián llegó incluso a pedir ayuda para un hijo bastardo de su antiguo compañero. Aquella manera de comportarse, ligada al hecho de que Gracián, en contra de las normas vigentes en la Compañía, escribía lo que se le antojaba sin someterlo al examen previo exigido por San Ignacio de Loyola, le convirtieron en «cruz de sus superiores y ocasión de disgustos y menos paz».
Sin embargo, las agarraderas del peculiar clérigo protegido por Lastanosa resultaban ya demasiado fuertes como para atacarle de manera frontal. A mediados de 1639, se permitía publicar una segunda edición de El héroe sin ningún tipo de autorización y muy poco después se convertía en confesor del virrey de Aragón, Francisco de Carafa, duque de Nocera, con el que realizó su primer viaje a Madrid.
Por esa época, Gracián abrigaba la ambición de alcanzar puestos más elevados y sabía que la adulación de los poderosos podía convertirse en un camino seguro hacia la gloria. Así, a inicios de 1642, publicó su Arte de ingenio que, muy hábilmente, dedicó al príncipe Baltasar Carlos. Sin embargo, el éxito que Gracián había ido labrándose en ciertos medios aragoneses fue incapaz de revalidarlo en Madrid. La villa y corte le gustó pero sus ambientes, que le parecieron inaccesibles, le provocaron una amargura que no le abandonaría nunca.
Por una de esas paradojas en que tan pródiga es la Historia, la mezcla de dolorosa frustración y de refinamiento intelectual cristalizó en un conjunto de sazonadísimas obras literarias en las que, no tan extrañamente, han encontrado motivo de inspiración hasta los yuppies neoyorquinos.
En paralelo a la aparición de algunos de los mejores escritos del siglo, Gracián comenzó a sufrir una creciente hartura de sus superiores ante su pertinaz desafío de las normas de la Compañía en materia de escritos. La publicación de El Comulgatorio (1655) y del tercer volumen de El criticón (1657) sólo sirvió para exacerbar unos ánimos caldeados por un tira y afloja que había durado décadas.
El padre Piquer, un catalán que desempeñaba el cargo de nuevo provincial de Aragón, acabó reprendiendo a Gracián en el refectorio del colegio donde se encontraba, lo condenó a ayunar a pan y agua, le destituyó de su cátedra de Escritura y lo envió desterrado al colegio de Graus. El episodio se ha venido explicando como una muestra de intolerancia hacia el escritor cuando la realidad es que éste no había dejado de despreciar altaneramente el cumplimiento de unas reglas que, de manera voluntaria, había abrazado años atrás.
Como en otras ocasiones anteriores, no faltaron compañeros ni personas de peso que intercedieron en favor de Gracián. Éste solicitó incluso autorización para abandonar la Compañía de Jesús y pasar a una orden monacal. No se le concedió pero, rehabilitado en parte, se le permitió marchar a Tarazona. Allí fallecería el 6 de diciembre de 1658.
Sus obras irían cayendo en el olvido con relativa rapidez y, sin embargo, el caudal que se encerraba en las mismas en poco o nada desmerece de escritos como los salidos de la pluma de Maquiavelo o Sun-Tzu. Así lo reconocerían, ya en pleno siglo XX, autores como Robert Greene y Joost Elffers, que lo señalaron como uno de los maestros para conseguir el poder, un poder que Gracián ambicionó y que, realmente, no alcanzó jamás.



LAS MÁXIMAS

- ¡Oh, varón candidato a la fama! Tú, que aspiras a la grandeza que todos te conozcan; ninguno te abarque; que con esta treta, lo moderado parecerá mucho, y lo mucho, infinito, y lo infinito más. (El Héroe).

- No se ha de descubrir ni lo que mortifica ni lo que vivifica: uno para que se acabe, otro para que dure.

- Tanto importa una bella retirada como una bizarra acometida.

Tener escudos contra la malevolencia, gran treta de los que gobiernan.

- Nunca acompañarse con quien le pueda deslucir: tanto por más cuanto por menos. (Oráculo manual y arte de prudencia)

- No quiera uno ser tan hombre de bien que ocasione al otro el serlo de mal: sea uno mixto de paloma y de serpiente; no monstruo sino prodigio.

- No se da en el mundo a quien no tiene, sino a quien más tiene. (El Criticón).


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