Domingo, 4 de febrero de 2001 - Número 277

INFANCIA | HISTORIA DE UNA INJUSTICIA

Diego, atrapado en el laberinto
EL CENTRO donde ha ido a parar el niño de El Royo es inaccesible al periodista; también lo es el cerebro del pequeño con el enorme lío familiar en el que está sumido

ANA MARÍA ORTIZ
Diego tiene dos años y ha conocido a tres madres distintas.
El silencio reina en el chalé rosa salmón, coronado de tejas y salpicado de ventanas verdes. El muro que lo rodea, tres metros de granito y verjas verdes, da paso a un patio de arena. No hay ninguna pista que indique que aquí viven niños: ni césped, ni columpios, ni juguetes, ni ropa de bebé en el tendedero. La placa de la entrada disipa las dudas: «Hogar de acogida María Dolores Pérez-Lucas». Tras las coloridas cortinas debe corretear Diego, el niño de El Royo (Soria). Esta la tercera vivienda que habita el pequeño en tan sólo dos años de ajetreada vida: tres familias y ahora, huérfano de hogar, un centro de acogida.
Miércoles. Una de la tarde. Salamanca. Un murmullo de risas infantiles irrumpe en el desértico jardín. Tres renacuajos entran en el centro dando saltitos. Vienen de dar un paseo con sus tutoras. Diego también tiene una. «Su historia es tan triste...». Apenas entreabierta la puerta de entrada, el lamento se escucha tras el umbral de su nueva casa. Todo viene seguido: preguntar por el pequeño de El Royo, tornar el rostro en gesto lastimero y pronunciar unas palabras que invitan a la compasión: «Pobrecito». Las puertas se cierran bruscamente. Está prohibido hablar sobre Diego.
Dicen que es un niño sonriente y feliz, que el pequeño inocente permanece ajeno a la magnitud de su propio drama, a un historia escrita por jueces y agentes sociales y contada en documentos oficiales. Al día siguiente de nacer (4 de enero de 1999), fue arrancado del nido del hospital y trasladado a este mismo centro. Se estimó que sus padres enfermos -Margarita Bernal, 44 años, sufre un trastorno bipolar y Luis Lucas, 49 años, esquizofrenia- no podían cuidarlo. Cinco meses después era dado en acogimiento a Raquel Gómez y Carlos de Francisco, 37 y 39 años, funcionarios de El Royo.

POLÉMICA SENTENCIA
Allí vivió durante 16 meses hasta que las idas y venidas de la madre biológica a los tribunales gritando «devuélvanme a mi hijo» surtieron efecto. Una polémica sentencia establecía que el niño debía estar cerca de la mujer que le dio la vida porque su presencia le ayudaría a superar la enfermedad. Diego volvería al centro de acogida en Salamanca y allí recibiría las visitas de sus padres. Además, se fijaba la fecha en la que el niño estaría preparado para volver para siempre con su familia biológica: «Cuando el menor alcance los 8 u 9 años de edad, haya desarrollado los mecanismos de defensa y tenga autonomía personal». Mecanismos para poder convivir con un padre esquizofrénico que sólo sale del psiquiátrico los fines de semana y una madre que se va de la euforia a la depresión.
Un nuevo vuelco en los despachos y una solución intermedia: la tía de Diego, María Antonia Bernal, hermana de Margarita, se haría cargo del bebé hasta que estuviera preparado para afrontar la desestabilidad de sus padres. El 30 de octubre de 2000 recibía a Diego, el 15 de enero de 2001 renunciaba a él. María Antonia no pudo soportar las presiones de una hermana celosa de protagonismo materno. Diego volvía al centro.
Jueves. Siete en punto de la tarde. Paradojas de la vida, la avenida frente a la que se levanta el centro de Diego se llama del Rollo. Se pronuncia igual que aquel pueblecito soriano donde Raquel y Carlos aguardan a que el Tribunal Constitucional revoque la decisión judicial y les devuelva a Diego.
Fiel a su estricto horario de visitas, Margarita Bernal, la madre biológica, ha cruzado todo Salamanca en autobús y ya toca el timbre de la puerta. Tiene una hora y media para estar con su hijo. Espera en la sala de visitas, primera puerta a la derecha, sentada en el sofá estampado a que le traigan a Diego. Es la única estancia del centro en la que tiene permitido estar. Si acaso, puede salir con el pequeño al patio. Nada más. Fuera de la habitación, pasea la guardia de seguridad, vestida de paisano, que vigila el centro y supervisa las visitas. El pequeño tragoncete ha cogido unos kilos y es un niño mofletudo. Su cabello rubio se ha oscurecidoy ahora lo luce más largo. «A mí me gusta así, no rapado como lo tenían en El Royo. ¡Está tan guapo...! Parece una niña, igualito que yo cuando era pequeña», dice Margarita. Mientras la madre admira el parecido, Diego corretea con su caballito de madera o hace garabatos en un papel. A las nueve menos cuarto, Margarita abandona el centro triunfal. Ha logrado estirar en 15 minutos la visita. Vuelve a coger el autobús. Probablemente, nada más llegar a casa descolgará el teléfono para asegurarse de que en la última media hora no le ha pasado nada a Diego. El día anterior, miércoles, lo hizo en cuatro ocasiones. Puede llamar a cualquier hora del día. O de la noche.
Junto a Diego, en el hogar de acogida viven otros 17 niños de entre 0 y 18 años. La mayoría tienen a sus padres en prisión o han sido separados de ellos por su adicción a las drogas, al alcohol... Treinta profesionales entre educadores, técnicos de jardín de infancia, seguridad y personal médico cuidan de ellos. El centro está concebido para menores que en situaciones de crisis necesitan un alojamiento de urgencia. En teoría se trata de estancias de corta duración -de hecho, el año pasado entraron en el él tantos niños como salieron: 26- pero algunos casos, como el de Diego -«hasta los ocho o nueve años dice la sentencia»-, se eternizan.
El pequeño comparte habitación con un bebé de nueve meses. Son los benjamines de la casa. Por eso sus cunas están rodeadas de muñecos y las paredes decoradas con motivos infantiles. Entre sus escasas posesiones Diego conserva los recuerdos que cada uno de sus padres le metió en la maleta. Así, todos los días, después de comer, se ve al disciplinado pequeño dirigirse hacia su cuarto. Se quita los zapatos y arrastra hacia la cuna el oso blanco con el que aprendió a dormir en El Royo. No puede conciliar el sueño si no es abrazado a él. Otras veces entona un «roooom, rooomm» y desliza por el suelo las motos que le compró tía María Antonia.
Cuando se sienta delante del teléfono de juguete, es impredecible qué ser querido puede acudir a su confundida memoria. Tan pronto llama a los yayos -sus abuelos de El Royo-, como pregunta por Beto -el hijo de su tía María Antonia-, o articula un ambiguo «papi, mami». «Es impredecible establecer cómo puede afectarle todo esto», explica José Luis Pedreira Massa, presidente de la sección de psiquiatría infantil de la Asociación Española de Pediatría, «los vínculos de afecto, no sólo con la familia sino también con los amigos y el entorno, se desarrollan en la primera infancia, que llega hasta los tres años». Más crudo dibuja su porvenir José Luis Calvo, presidente de la Asociación de defensa de los derechos del niño: «Es un arbolito al que le están podando las ramas, privando de las posibilidades de crecer afectivamente. Será un niño infeliz».
Del carácter inquieto y travieso de Diego saben ya en el centro de acogida. La semana pasada dio un mal golpe con la raqueta e hizo añicos el cristal de la entrada. Se pasa el día encendiendo y apagando las luces y es aplaudido su dominio del mando a distancia a la hora de encender y apagar el televisor. Todas las mañanas y tardes su tutora lo saca a pasear en el cochecito. El resto del día lo pasa jugando, durmiendo o participando en las actividades concebidas para su edad: aprender a hacer pis en el orinal, a comer solo, a vestirse...
Si el Tribunal Constitucional no dice lo contrario (además de la familia de El Royo, la Junta de Castilla y León ha presentado recurso de amparo), el niño vivirá en el centro al menos hasta que cumpla ocho años. Comenzará a ir al colegio, podrá invitar a sus amigos al centro para su cumpleaños... pero no vivir con una familia. Nadie se resigna a ello. Ni Raquel y Carlos quienes, con la secreta esperanza de que recuperarán a su hijo, dicen estar dispuestos a abrir sus puertas a Margarita para que vaya a visitarlo. Ni la tía María Antonia, que repasa nostálgica las fotos del renacuajo que añora. Ni la madre biológica: «Digo yo que cuandomi psiquiatra emita un dictamen favorable me lo tendrán que dar. Sólo pido una oportunidad. Que no me hayan dejado ejercer de madre ni un día... Mataría si me lo vuelven a quitar».


CRONICA | EL MUNDO