Domingo, 11 de febrero de 2001 - Número 278

RACISMO | LA CACERÍA

La tragedia de los niños náufragos
EL SUEÑO de Mohamed encalló en Tarifa, entre cadáveres. Él sí pudo ser identificado y no acabar aquí en un nicho marcado con la «D» de desconocido

ILDEFONSO OLMEDO. JAVIER ESPINOSA
La letra «D» marca los nichos de Algeciras donde están enterrados inmigrantes sin identificar muertos en pateras.
Se imaginaron enseguida a su madre, la sufrida Mouloud, golpeándose la cabeza contra las piedras, arañándose el rostro de dolor... Ellos lo han visto otras veces: mujeres que se martirizan mientras esperan -a veces días, a veces semanas, meses en el peor de los casos- la llegada de los cadáveres de sus hijos, niños todavía. Por eso Mourad, 22 años, y Hamadi, 18, braceros marroquíes en el campo en Alicante, hicieron un pacto de silencio. No dirían nada a sus padres hasta que el furgón fúnebre con el cadáver del pequeño Mohamed, su difunto hermano de 16 años, estuviera a las puertas de Zouair, una aldea del Marruecos de tierra adentro que ellos mismos habían dejado atrás para convertirse en inmigrantes en Europa. Cuerpos jóvenes de la provincia de Beni Melall, que a fuerza de tanta tragedia, de más de 60 vecinos dados por desaparecidos estos años en aguas del Estrecho, se ha convertido en un nombre premonitorio de naufragio. De allí procedía también el joven inmigrante muerto de un disparo de un guardia civil durante un forcejeo en la orilla tarifeña, el pasado 3 de diciembre.

«¿Ha golpeado una maldición a Beni Melall?», se preguntaba ya el semanario marroquí Hebdo Maroc en 1997. Entonces, el pequeño Mohamed, tercer hijo del agricultor Bouzkri Hamami y de Mouloud, tenía sólo 13 años. El niño creció pobre oyendo historias llegadas del otro lado del mar de las pateras. Las contaban por carta sus dos hermanos mayores desde España, y otros parientes y vecinos que habían alcanzado las costas de Italia. El domingo pasado decidió escribir la suya propia. Era todo un hombrecito de 16 años. Y se echó al Atlántico cerca de Tánger, dicen que por Punta Zires. La embarcación, una zódiac tipo valiant con motor Yamaha de 60 caballos, enseguida se llenó de pasajeros. Hombres, mujeres y niños como él o más imberbes incluso. Parecía mentira que allí entraran hasta 55 personas. Nadie protestó por tanto hacinamiento. Ya era la madrugada del lunes cuando avistaron, bajo la luna en cuarto creciente y a ras de un agua helada que congelaría sus miradas de horror para siempre, la costa de Tarifa.

Al alba, cuando la policía judicial de la Guardia Civil enumeró, para su posterior identificación, a los 10 cadáveres rescatados de las rocas de cala Jabonera, cerca de la paradisiaca playa de Bolonia, a Mohamed Hamami le adjudicaron un papel con el número uno. A su lado, sin pantalones, estaba tendido el cuerpo lampiño de otro infortunado de apariencia aniñada. Y el de una muchacha (identificada luego como Oued Zem, también de Beni Melall) que, aunque la posición de los brazos dejaba entrever un intento postrero de taparse la cara, ha dejado su rostro de horror clavado en la retina de quienes pasaron la noche buscando cadáveres.

«No sabemos cómo consiguió el dinero para venirse. Se escapó de la escuela de la aldea, Zouair, se fue a Tánger y murió en la patera... Ésa es la historia de mi hermano Mohamed», resumía Mourad el viernes con la lacónica del dolor, en el tanatorio del Campo de Gibraltar donde embalsamaban al crío para el viaje de regreso. Unas pocas horas después, un coche fúnebre zarpó rumbo a África en uno de los ferrys que hace la travesía del Estrecho. Llevaba dos cuerpos: el del niño Mohamed y el de un pariente de 23 años de un alto cargo del Gobierno marroquí, fallecido en el mismo naufragio. También el anuncio de una llamada telefónica ya inaplazable.

Cinco días después de que su cuerpo apareciera entre rocas, había llegado la hora de que los padres de Mohamed supieran de su trágico final y se prepararan para recibir el féretro. En cierta manera, eran unos afortunados. No todas las familias marroquíes tienen la suerte de poder enterrar a sus difuntos. A veces porque nunca saben con certeza, como ocurre a las madres de los desaparecidos de las dictaduras chilenas o argentinas, si sus parientes están vivos o muertos. Otras porque, en el caso de que las autoridades españolas averigüen la identidad de los cuerposindocumentados que el mar arroja, no pueden reunir el dinero suficiente para el costoso traslado del difunto (ronda el medio millón de pesetas).

Un reguero de tumbas sin cruz se extiende a lo largo de la costa española del Estrecho. Los primeros náufragos no pasaron de Tarifa, punto de destino de la mayoría de las pateras. Allí, en su cementerio, sobre una parcela rectangular hoy llena de hierbajos y marcada por cuatro cuerdas, descansan para siempre dos tripulaciones clandestinas casi completas, de 1988 y 1991. A partir de entonces, todos los cadáveres sin identificar terminan en el camposanto de Algeciras. Y desde 1995, cuando se acabó con los enterramientos en fosas comunes, cada cuerpo tiene su propia tumba.

SIN LÁPIDA
En muchos nichos de la quinta fila, los menos solicitados por estar demasiado altos, no hay flores ni lápidas de mármol. Una letra garabateada sobre el cemento que tapa los féretros, la «D» de desconocido, identifica a los sin nombre. Cada vez son más las sepulturas, que costea la empresa municipal. En total, 135 en toda la comarca. Y en muchas de ellas, se sospecha, reposan menores. Lo que nadie puede contar son los cientos de cadáveres que el mar nunca devuelve.

«Hasta el 95, las pateras estaban llenas de hombres de entre 25 y 40 años. Hoy es difícil encontrar una en la que no viajen mujeres y niños», explica el profesor de árabe afincado en Córdoba Mohamed Dahiri. Él es miembro del foro Las dos orillas, constituido el pasado mes de diciembre en Tánger y entre cuyos propósitos fundacionales está el investigar -con nombres, fotos...- las desapariciones en el Estrecho de Gibraltar. La noticia del último naufragio mortal le sorprendió el pasado lunes, cuando regresaba a Córdoba desde Tánger de repatriar el cadáver de otro compatriota menor, el primero del que se hace cargo el foro.

El adolescente, de 17 años, se llamaba Mohamed Said Ahattach y pasó dos meses en la cámara frigorífica de la morgue de Algeciras porque su familia no tenía dinero para la repatriación (ha costado finalmente 620.000 pesetas). Murió atropellado, cuando hacía autostop en la carretera N-340, dos días después de llegar en patera a territorio gaditano. Pudo ser identificado gracias a un papel con un número de teléfono de un familiar en Barcelona que le fue encontrado entre las ropas.

Pateras y camiones, como el que atropelló al joven marroquí, son los vehículos de los que se valen los menores magrebíes para su odisea -a veces mortal- en pos de Europa. La mayoría, al no poder reunir el dinero para el pasaje que le exigen las mafias de las zódiac, elige los trailers.

En los últimos tres años han superado la difícil travesía más de 2.000 jóvenes sin cumplir los 18 años. «La emigración ha dejado de ser cosa de sus mayores», tiene estudiado el citado profesor Dahiri, experto en movimientos migratorios. Según sus estimaciones, en sólo un año -el transcurrido del 98 al 99- los preadolescentes llegados de Marruecos aumentaron en un 400%. «La tendencia es que seguirá creciendo el flujo. De cada cuatro jóvenes de mi país, tres quieren emigrar. Y entre los que no tienen la carta de identidad por ser menores, la relación es de uno de cada tres».

El pequeño Mohamed Hamami, que ya nunca cumplirá los 17 años, se encontraba entre ellos. Ayer, también de madrugada, como la noche en que creyó alcanzar el sueño de Europa, volvió sobre sus pasos. A bordo de un furgón mortuorio de Sefuba, la funeraria de Martín Zamora -quien ha llegado a peinar Marruecos buscando a familiares de desaparecidos-, el hijo del agricultor de la aldea de Zouair hizo su último viaje.



LA CACERÍA, por BERTA GONZÁLEZ DE VEGA y CRISTÓBAL G. MONTILLA


CRONICA | EL MUNDO