Domingo, 20 de mayo de 2001 - Número 292

TESTIMONIO | EN LA MUERTE DE AMPARO ILLANA

La primera dama que no quiso serlo
DURANTE AÑOS se resignó a ser «la esposa del presidente». Cuando enfermó, Suárez devolvió el sacrificio. El periodista que la entrevistó en varias ocasiones reconstruye la relación

JAIME PEÑAFIEL
En julio habrían cumplido 40 años de matrimonio. En la foto, tomada por Peñafiel, aparecen juntos en 1979.
Al igual que la de Jesús Aguirre, duque de Alba, la muerte de Amparo Illana, esposa del ex presidente Adolfo Suárez, no ha dejado, por esperada que fuera, de causar impacto y emoción.Pocas personas han sabido mantener como ella, con tanta entereza y dignidad, una lucha contra la enfermedad que ha acabado con su vida, una vida entregada, por entero, a su familia.

Hasta tal extremo se dio a los suyos que, cuando en 1993, a su hija Marián se le diagnosticó un cáncer de mama, Amparo, que no había cumplido entonces 60 años, se rebeló «contra» Dios (dada su profunda fe y religiosidad lo de la rebelión es un decir) por no haber sido ella la víctima del mal, en lugar de su hija que, además, se encontraba embarazada. Ese Dios tan infinitamente misericordioso escuchó sus súplicas y, un año después, en 1994, Amparo supo que también ella padecía la misma cruel enfermedad.

No se hundió en la depresión. Aparcó el dolor, la angustia y el temor para dedicar a Marián toda la vida que a ella se le estaba marchando. Posiblemente con tanta entrega que, por ayudar a su hija, llegara a descuidar su propia salud. El esfuerzo no cayó en saco roto y Marián decidió luchar. Ambas se ayudaron, ambas supieron sobreponerse intentando evitar tanto dolor, tanta angustia, tanta preocupación al marido y al padre a quien la vida, que le ha dado tanto, ha terminado por quitarle lo que más quería.

En el fondo, el sacrificio de estos últimos años de un Adolfo Suárez que, en la cúspide de su prestigio social y político, rompió todo contacto con el mundo externo y la vida pública para dedicarse por entero a su hija y a su esposa, era algo que les debía. Sobre todo a Amparo, esa mujer ejemplar que no quiso ser nunca la primera dama de España la Reina no concursa , sino sólo, y como mucho, la esposa del gobernador civil de una pequeña capital de provincias como Segovia.

Fue la época más feliz de mi vida, la época en la que Adolfo y yo pudimos estar más tiempo juntos y llevar una existencia más tranquila me dijo en la primera entrevista que mantuve con ella, tres días después del nombramiento de su esposo como presidente del Gobierno de la nación y que se publicó en un ¡Hola! de julio de 1976.

El triunfo político de su marido le agradaba por él, por el éxito y el honor que suponía, ya que se convertía en el jefe de Gobierno más joven de Europa.

Pero a mí me disgusta por la servidumbre que conlleva. Porque yo soy una mujer sencilla que me gusta hacer una vida sencilla y con el nombramiento de Adolfo esto va a ser un poco complicado.

Bien lo sabía ella cuando, aquel sábado de julio, estando en Ibiza, supo que a su marido le habían nombrado nada menos que presidente del Gobierno. Tal cosa no sucede todos los días en una familia. Y si a ella la noticia le cogió en la isla, fue por puro azar.

Hacía tiempo que no me encontraba bien. Tenía dolores de espalda debido a una artrosis. Había pasado una mala temporada. Este invierno había muerto mi madre y estaba muy cansada. Por ello, a mi marido se le ocurrió, hablando con unos íntimos amigos nuestros, que me fuera 10 días de vacaciones para descansar y reponerme un poco.

Aquel primer encuentro de los numerosos que mantuve con Amparo Illana tuvo lugar en el que era su hogar de la calle de San Martín de Porres, en Puerta de Hierro, una zona residencial de Madrid, tres horas después de su llegada de Ibiza y cuando ya habían transcurrido tres días desde el nombramiento de Adolfo.

Es que en vez de volver en avión, que no me agrada me comentó entonces , he regresado en barco. Me encantan los barcos. Los viajes por mar me descansan mucho. Además se lo pregunté a mi marido. «Si es imprescindible salgo ahora mismo en avión», le dije. «Mujer, conviene que estés cuanto antes pero, completamente imprescindible, no es».

Amparo, mujer sensible e inteligente, sabía que era imprescindible que estuviera. Pero también sabía que el nombramiento de Adolfo como presidente iba a «destrozar» su vida, la vida que ella, en su sencillez, siempre había soñado con llevar. Pienso que fue una manera de intentar lo imposible, de retrasar el inevitable enfrentamiento con la dura realidad.

Yo le pedía a Dios que siguiéramos siendo, poco más o menos, la familia de siempre aunque sé, que desde ahora, se producirán algunos cambios. Espero que no sean excesivamente grandes.

Hablaba por experiencia. Sabía que Adolfo era político casi desde que nació. Y conocía esa terrible servidumbre que acarrea la vida pública y que ella llevaba mal, muy mal.

Cuando aquel importante día le pregunté si la carrera política de su marido había arrebatado muchas horas a su vida familiar, me respondió textualmente:

Mu-chí-si-mo, y otra vez, mu-chí-si-mo. Yo procuro llevarlo con la mayor paciencia posible, pero algunos días estoy más enfadada que otros.

A pesar de ello me reconoció que su vida matrimonial, hasta entonces, había sido ajetreada.

Gracias a Dios no ha habido problemas serios porque nos hemos llevado muy bien y hemos estado muy enamorados... Reconozco que me dedica poco tiempo. Pero siempre puedo confiar en él.

Por aquel entonces Amparo, que acababa de cumplir, el 25 de mayo, 43 años, y su marido, que tenía 44, estaban a punto de celebrar 15 años de casados. El próximo 15 de julio de este año harían 40.

Su marido y sus hijos eran lo primero para ella. Y sus convicciones religiosas se reflejaban en todos los actos de su vida. Recuerdo que en aquella ocasión le pregunté también si era partidaria de la planificación familiar.

Realmente, no he demostrado serlo porque, en ocho años, tuve siete hijos. Lo que sucedió es que dos murieron por nacer antes de tiempo.

Me despedí de ella deseándole que su familia, de vida y gustos hasta ese día sencillos, siguieran siendo poco más o menos la familia de siempre.

Difícil va a ser, aunque hermoso sería que así fuese.

Desgraciadamente no lo fue. Los cinco años escasos en que ejerció como la primera dama que nunca quiso ser no estuvieron presididos, precisamente, por la felicidad. Pienso que en La Moncloa nadie ha sido completamente feliz. En una entrevista que mantuve posteriormente con ella en junio de 1977 reconoció:

Viviendo aquí, tengo la ventaja de que muchos días mi marido sube a comer conmigo. Generalmente cenamos juntos, aunque muy tarde. Él siempre está rodeado de papeles o hablando por teléfono.Y esto es una jornada normal; de las anormales mejor no le hablo.Pero sé que Adolfo está ahí.

Y volvió a recordarme la época que siempre guardó en la memoria con más agrado, los días en los que Adolfo había sido gobernador civil de Segovia.

Ésa fue en la que tuve un poco más de marido, por eso la recuerdo siempre con mucho cariño. Hoy, hablar y disfrutar de paz y tranquilidad es un sueño imposible.

No sería hasta febrero de 1981, con la dimisión de Adolfo Suárez como presidente del Gobierno, cuando Amparo lograría tener no un poco más de marido, sino todo entero para ella.

En la isla panameña de Contadora me reencontré con ella años después. Y conocí a una Amparo diferente a la de todos esos meses en los que se sacrificó para ser, con toda la dignidad, la primera dama de España. Aquellos días en los que conviví con ellos, Amparo estaba feliz, como una novia de luna de miel, en un paraíso en el que no existía más distracción que amarse y contemplar juntos el mar.

Yo le había prometido a Amparo que, si algún día podía disponer de un tiempo auténticamente mío, se lo dedicaría, plena y totalmente, haciendo un viaje como si de una luna de miel se tratara. Le debía esta satisfacción, le debía este viaje, le debía estos días me confesó un Adolfo Suárez alejado de la política, relajado y feliz.

Y desde entonces, todos los días fueron para Amparo hasta que, como se prometieron el día de la boda, hace casi cuatro décadas, la muerte los ha separado.



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