Domingo 28 de abril de 2002 - Número 341

HISTORIA | PUBLICACIÓN

El último día de Hitler
SE DESPIDIÓ de todo el personal del búnker y afirmó: «Hay que aceptar el destino como un hombre». Pidió a su cocinera, Manzialy, que le preparara espaguetis con salsa... El periodista y escritor David Solar reconstruye en su último libro las horas finales de Hitler aquel 20 de abril de 1945

DAVID SOLAR
En primer plano, Adolf Hitler, la última vez que salió de su búnker, el 20 de abril de 1945, fecha de su 56 cumpleaños. Diez días más tarde se suicidó de un disparo en la cabeza.
La última vez que vio la luz del día fue el 20 de abril. Con ocasión de su 56 cumpleaños, se dispuso una ceremonia de condecoraciones en el jardín de la Cancillería. Estaba anfermo y envejecido, aparentaba 20 años más. «Encorvado, con la cara abotargada y de un enfermizo color rosáceo... Su mano izquierda temblaba tan violentamente que comunicaba los espasmos a todo su cuerpo...En cierto momento intentó llevarse un vaso de agua a los labios, pero la mano derecha le temblaba de tal manera que tuvo que abandonar el intento...», recordó en sus declaraciones en Nuremberg uno de los presentes.

También sufría espasmos en la pierna izquierda y cuando esto sucedía debía sentarse. Arrastraba los pies y jadeaba en cuanto recorría unos metros. En el atentado de Von Stauffenberg en Rastenburg, en julio de 1944, sufrió importantes daños en los oídos, por lo que sufría mareos y sus andares parecían los de un borracho.

Soñando, temblando de cólera, dando órdenes, haciendo grandiosos planes militares y arquitectónicos, pasó sus últimos 10 días.En el último instante decidió casarse con Eva Braun, su amante desde 1930 y dictar testamento, cuyo mayor énfasis consistía en la defensa de su obra, la justificación de su antisemitismo y en la designación de un Gobierno que mantuviera las hostilidades.

De los momentos finales se conserva una narración muy minuciosa.Hubo una despedida formal de todo el personal del búnker. Una enfermera soltó un histérico discurso, pronosticándole la victoria.Hitler la interrumpió con voz ronca: «Hay que aceptar el destino como un hombre», y siguió estrechando manos.

A mediodía acudió a la conferencia militar. El general Mohnke le comunicó que la infantería soviética presionaba desde el norte y el sur, tratando de cortar en dos el centro de la ciudad, lo único que aún se defendía.

La artillería soviética se había concedido algún respiro por falta de blancos. La inundación de los túneles del metro había frenado a los soviéticos durante unas horas, pero a costa de la vida de millares de berlineses que estaban refugiados en los andenes. Tras el resumen de la situación, Hitler se quedó a solas con Goebbels y Bormann y les comunicó que se suicidaría aquella tarde.

Luego llamó al coronel Günsche. Le ordenó que una hora más tarde, a las tres en punto, se hallase ante la puerta de su despacho.Él y su esposa se quitarían la vida; cuando esto hubiera ocurrido, el coronel se cercioraría de que estaban muertos y, en caso de duda, les remataría con un disparo de pistola en la cabeza. Después se ocuparía de que sus cadáveres fueran conducidos al jardín de la Cancillería, donde Kempka y Baur deberían haber reunido 200 litros de gasolina, según les encargara la víspera, que servirían para reducir ambos cuerpos a cenizas. «Deberá usted comprobar que los preparativos han sido hechos de manera satisfactoria y de que todo ocurra según le he ordenado. No quiero que mi cuerpo se exponga en un circo o en un museo de cera o algo por el estilo.Ordeno, también, que el búnker permanezca como está, pues deseo que los rusos sepan que he estado aquí hasta el último momento».

Luego le visitó Magda Goebbels, que mostraba en su rostro las huellas del sufrimiento, no sólo porque su marido y ella habían resuelto suicidarse, matando previamente a sus seis hijos. Magda, de rodillas, le imploró que no les abandonara. Hitler le explicó que si él no desaparecía, Doenitz no podría negociar el armisticio que salvara su obra y Alemania. Magda se retiró mientras escuchaba el bullicio de sus hijos en las mínimas habitaciones de la primera planta.

Hacia las 14.30, Hitler decidió comer. Eva, pálida y elegante, con su vestido azul de lunares blancos, medias de color humo, zapatos italianos marrones, un reloj de platino con brillantes y una pulsera de oro con una piedra verde, le acompañó hasta el comedor; él vestía un traje negro, con calcetines y zapatos a juego; la nota de color la ponía su camisa verde claro. Eva le dejó ante la puerta del comedor y prefirió volver a sus habitaciones, pues no tenía apetito.

En aquel almuerzo postrero acompañaron al Führer las dos secretarias que habían permanecido en el búnker, Frau Traudl Junge y Frau Gerda Christian y su cocinera vegetariana, Fräulein Manzialy.Fue un almuerzo muy frugal, muy rápido y silencioso. Comieron espaguetis con salsa, en unos pocos minutos y ninguna de las supervivientes recordaba que se hubiera dicho allí una sola palabra.

Terminado el almuerzo, Hitler regresó a sus dependencias, pero en el pasillo se encontró una nueva despedida: sus colaboradores más íntimos le dieron entonces el último adiós. Luego se retiró a sus habitaciones con Eva.

Cuando todos estaban esperando el estampido de un disparo, oyeron voces ahogadas en el pasillo. Magda Goebbels realizaba el último intento desesperado de salvar su mundo, de salvar sobre todo, a sus hijos y forcejeaba con el gigantesco Günsche, que medía casi dos metros, para entrar en el despacho de Hitler.

No logró vencer la oposición del gigante, pero consiguió que transmitiera al Führer un último recado: «Dígale que hay muchas esperanzas, que es una locura suicidarse y que me permita entrar para convencerle».

Günsche penetró en la habitación. Hitler se hallaba de pie, junto a su mesa de despacho, frente al retrato de Federico II. Günsche no vio a Eva Braun, y supuso que se hallaría en el cuarto de baño, pues oyó funcionar la cisterna. Hitler respondió fríamente: «No quiero recibirla». Esas fueron las últimas palabras que se conservan de Hitler. Diez o quince minutos más tarde, entre las 15.30 y las 16.00 horas de aquel 30 de abril de 1945, ya estaba muerto.

Se suicidó de un tiro en la cabeza mientras rompía con los dientes una cápsula de cianuro. Eva Braun murió a su lado tras masticar una ampolla de veneno.

DESENLACE INEVITABLE
La situación a la que había llegado la guerra no le ofrecía más que dos posibilidades: entregarse al enemigo o acabar convertido en cenizas, como finalmente hizo. A comienzos de enero de 1945, la derrota alemana en la Segunda Guerra Mundial era cuestión de semanas. El último contraataque de la Wehrmacht había fracasado en Las Ardenas y los aliados se dirigían hacia el Rhin, mientras en el este, millón y medio de soldados soviéticos arrollaba las defensas alemanas en Polonia y Prusia.

Hitler, sin embargo, se resistía a aceptarlo. Regresó a Berlín desde el Nido del Águila, uno de sus múltiples cuarteles generales, enclavado en los Alpes bávaros. El 16 de enero, su tren cruzó decenas de estaciones en ruinas y sufrió demoras que le parecieron intolerables, debidas a la destrucción sembrada por los aliados.

La Cancillería, muy dañada, disponía de un refugio contra ataques aéreos, que mostró su utilidad cuando los ingleses comenzaron a bombardear Berlín, pero en 1944 se había quedado pequeño y débil ante la frecuencia y la violencia de los bombardeos angloamericanos.Por eso, en el verano de 1944, tras el desembarco de Normandía, Albert Speer recibió la orden de construir otro bajo el jardín del edificio desde el que el Führer pudiera dirigir la guerra, aun en medio de los ataques aéreos más devastadores.

Tenía dos plantas de unos 20 por 11 metros; en la superior vivían el servicio, los ayudantes militares y las secretarias de Hitler y se hallaban la cocina, el comedor, los aseos y el trastero.Cuando Berlín quedó cercado, el Führer invitó a Joseph y Magda Goebbels a que se trasladasen a su refugio con sus seis hijos.

En la inferior se hallaba el piso de Hitler. También la central telefónica. Ésta era la mejor de Berlín y Hitler pudo comunicarse en cuestión de minutos con todos los frentes. Disponía, mediante antenas acopladas a un globo cautivo, de una instalación de radioteléfono de VHF.

El búnker tenía su propio generador eléctrico y de reservas de agua, de modo que nunca se vio afectado por los cortes originados por los bombardeos. Los cuartos de baño, la ventilación y la calefacción funcionaban bien, aunque la atmósfera siempre estaba demasiado cargada, la humedad era muy alta y el olor resultaba desagradable.

El conducto por el que penetraba el aire estaba equipado con filtros para impedir el paso de la mayoría de los gases conocidos.Tan seguro era el sistema que el propio Speer, que pensó eliminar a Hitler entre febrero y marzo de 1945 introduciendo un veneno por los respiraderos, hubo de desistir cuando éstos fueron elevados, de manera que resultaba imposible meter algo por ellos.

Pese a estas medidas de seguridad, Hitler tuvo inicialmente un terror cerval a quedar enterrado en aquel subterráneo. Cada vez que sonaba la alarma aérea bajaba malhumorado y dentro de aquella estructura, que vibraba a cada explosión de las bombas, palidecía de miedo. Ese peligro, no obstante, era mayor en la superficie, de modo que, a finales de febrero de 1945, comenzó a pasar las noches en el gran refugio, al que se terminó acostumbrando hasta establecerse permanentemente en él.

Hasta el 20 de abril, fecha de su último cumpleaños y del completo cerco de Berlín por los rusos, el búnker era un lugar muy frecuentado y resultaba normal hallar en su gran pasillo a numerosos militares y políticos aguardando ser recibidos por el Führer. Tras el cerco de la capital, las visitas fueron escasas y la vida dentro del refugio, tan rutinaria como especial.

Hitler se acostaba muy tarde, a las tres o cuatro de la madrugada, y se levantaba también muy tarde, entre las 10.00 y las 11.00 horas; el personal militar de la primera planta se acostaba en torno a la medianoche, terminada la última reunión de guerra de cada día, y se levantaba hacia las siete.

En aquella atmósfera enrarecida, en permanente compañía de sus más fieles colaboradores de última hora, Bormann y Goebbels, Hitler vivió sus dos últimos meses en un clima irreal, esperando victorias imposibles y emitiendo órdenes absurdas pero que, eso sí, costaron millares de vidas.

David Solar es director de la revista «La Aventura de la Historia» y autor del libro «El último día de Adolf Hitler», recién publicado por La Esfera




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