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 DIRECTORIO   Domingo 16 de Febrero de 2003, número 383
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TIEMPOS DE GUERRA
El malo de la guerra
Es agresivo, rápido, colérico... Donald Rumsfeld, secretario de Defensa de EEUU, es comparado con «Darth Vader» por su propensión a amenazar y a «cortar» cabezas. En otro tiempo conoció a Sadam Husein y vendió material nuclear a Corea del Norte
CARLOS FRESNEDA. Nueva York
El reto de Rumsfeld es dejar encarrilada la «papeleta» de Irak antes de cumplir 71 años, allá por julio. Se conforma con una guerra de seis semanas. / HILLERY SMITH
   

¿Quién diablos es este Donald Rumsfeld? ¿De dónde ha sacado esas ínfulas de matón del mundo? ¿Por qué estrechó la mano de Sadam en 1981? ¿Por qué le odia tanto ahora? ¿Qué tiene contra la vieja Europa? ¿Qué tenemos contra él, que tanto nos altera y nos provoca?


No ha comenzado la guerra y ya despunta el gran favorito a malo de la película. Las bravatas de Bush son balas de fogueo en comparación con la artillería mayor de Rumsfeld, que un día habla de matar a Sadam, otro amenaza con apuntar a Corea del Norte y otro advierte de que soltará armas nucleares si le atacan.


«La lucha agresiva por una causa justa es el deporte más noble del mundo», dice su cita favorita de Teddy Roosevelt, grabada en bronce en el despacho del Pentágono. Aunque su frase predilecta y secreta, la que mejor le define, pertenece a su paisano Al Capone: «Consigues muchas más cosas con buenas palabras y una pistola que con buenas palabras sólo».


De Rumsfeld sabemos que nació en Chicago, hijo de un piloto de la Armada que le inculcó, sin duda, la fascinación por lo militar y le adiestró en los combates de la vida. Fue campeón juvenil de lucha libre, capitán de fútbol americano, estudiante en Princeton y aguerrido aviador de la US Navy. Se casó con Joyce Pierson; tuvieron tres hijos.


Por su carácter lo conoceréis. «Más que la fuerza de las armas importa la fuerza del carácter», celebérrima frase suya. Podría haber sido general, pero prefirió la corbata de civil y la auténtica vara de mando: secretario de Defensa (el más joven y el más veterano en la historia de Norteamérica) por partida doble.


Setenta años tiene ahora el señor de la guerra, aunque no los aparenta. Se siente comodísimo en su piel y en sus gafas de montura ligera. La cámara le quiere, y prefiere prodigarse en sonrisas y en sarcasmos antes que exhibir esa cólera que le caracteriza de muros hacia dentro.


«Donde quiera que vaya se produce una tormenta», apunta su delfín, Paul Wolfowitz. «Yo no me enfado; me pongo enérgico», se defiende el jefe. Aunque sus aires huracanados le han servido para ganarse no pocos enemigos con galones en el Pentágono, donde lo comparan con Darth Vader, el malo de La guerra de las galaxias, por su propensión a proferir amenazas y cortar cabezas.


Una cosa parece cierta: su agilidad mental y su dominio de la escena se han refinado desde que volvió al cabo de 27 años, dando un portazo, a su garita del Pentágono. El estilo Rumsfeld ha dado incluso título a un libro (The Rumsfeld Way) que arrasa como manual de instrucciones para el liderazgo y la dirección de empresas.



ESPIRITU GUERRERO

«Rumsfeld es agresivo, determinado y pragmático», apunta el autor, Jeffrey Krames. Pero lo cierto es que los episodios que jalonan el libro nos dibujan a un hombre cruel, colérico e insolente, con la violencia a flor de piel.


Según Krames, el «espíritu guerrero» anidó en Rumsfeld de joven y está seguramente muy relacionado con su condición de hijo putativo de la Guerra Fría. «Rumsfeld siempre está pensando el próximo movimiento del ajedrez, planeando sus futuras batallas», escribe Krames.


Otra de sus señas de identidad, como si llevara a mano un cronómetro en permanente cuenta atrás, es el «sentido de la urgencia». Cuando Bush dice que «el tiempo se acaba», es que Rumsfeld le está apremiando con su taquicárdico tictac.


Si por él fuera, las primeras 3.000 bombas de precisión habrían caído ya sobre Irak hace meses. A la vuelta del verano pasado.En plan preventivo y unilateral. Sin las pamplinas de la ONU y demás subterfugios de su antagonista, y sin embargo amigo, Colin Powell.


A Rumsfeld le puede la impaciencia, y en el Pentágono se cuenta la anécdota de una vez que le pidió a un funcionario que le entregara urgentemente el informe que le pidió hace dos meses. «Señor secretario, me lo encargó hace dos días», replicó el subordinado. Y se la tuvo que tragar.


Todo fue rápido, demasiado rápido, en la vida intrépida de Donald Rumsfeld, Rummy para sus amigos y enemigos. A los 30 años le teníamos ya como congresista republicano, simpatizante del ala ultraconservadora del partido. Y en el 69, cuando otros se dejaban melena, se enroló con Richard Nixon, que le mandó de embajador a la OTAN.


La distancia le salvó del naufragio del Watergate. Le rescató para la posteridad Gerald Ford, que primero le nombró jefe de su gabinete y después, con 43 bisoños años, le ascendió a secretario de Defensa. Eran otros tiempos, y su misión no era salir a conquistar mundo, sino replegar al Ejército norteamericano e inyectarle pólvora y moral después de la debacle de Vietnam.


Su reto ahora es dejar encarrilada la papeleta de Irak antes de cumplir los 71, allá por el mes de julio. Sus planes iniciales de guerra eran siete días de bombardeos intensos y algunos más de invasión. Ahora, calmada la urgencia, se conforma con seis semanas.


Su ganas de resolver la guerra por las bravas quedaron ya bien patentes en Afganistán: 12 días después del 11-S, los comandos especiales estaban allanando el terreno. La guerra la resolvió en poco tiempo el general Tomy Franks, pero Rummy perdió los estribos en más de una ocasión durante la ofensiva área, ante la «falta de resultados».


Frente a las cámaras, sin embargo, todo discurrió según el guión.A Rummy Superstar lo compararon con Reagan por sus dotes de gran comunicador. Los partes diarios de guerra se convirtieron en un éxito de audiencia en las televisiones matinales, que decidieron trasmitir sus cuerpo a cuerpo con la canallesca.

De la guerra contra los talibán, a las páginas del Vanity Fair...Donald Rumsfeld disfrutó apenas unos meses de su recién conquistada popularidad. En la trastienda, meses antes del 11-S, llevaba ya tiempo cociéndose la madre de todas sus batallas. Objetivo: Sadam.


Rumsfeld no ha querido volver a hablar en público de aquel lejano encuentro, 12 de octubre de 1981, cuando tuvo ocasión de estrechar la mano del entonces amigo y aliado, Sadam Husein.


Rumsfeld había decidido volver a la política después de 15 años al frente de la farmacéutica G.D. Searle & Co. La revista Fortune le eligió como uno de los 10 jefes más duros de América, y con ese prestigio recién ganado ingresó en las filas de Ronald Reagan, que le hizo miembro del Comité Asesor del Control de Armamento y, más tarde, le nombró enviado especial a Oriente Medio.


El eje del mal estaba encabezado entonces por Irán, y Sadam era precisamente el dique de contención del fundamentalismo islámico.Con la ayuda impagable del amigo americano, el dictador iraquí pudo poner en marcha sus programas de armas químicas y emplearlas contra el enemigo durante la sangrienta guerra que duró de 1980 a 1988 y que se cobró más de un millón de víctimas.



AYUDA A IRAK

La visita de Rumsfeld a Sadam, con ese testimonio gráfico imborrable que rarísima vez se atreven a airear los medios americanos, se produjo en los primeros lances de la guerra entre Irán e Irak.Por las mismas fechas, la Agencia de Inteligencia de Defensa llegó a destinar 60 oficiales a un programa secreto de ayuda militar a Sadam.


Los oficiales iraquíes y americanos trabajaron juntos en la preparación de las tácticas de ataque y de las ofensivas aéreas. Según el New York Times, varios miembros de los servicios de inteligencia se pasearon por los campos de batalla para certificar e incluso marcar sobre el terreno las zonas en las que se habían empleado armas químicas.


Colin Powell, que también se curtió en la Administración Reagan, fue de los pocos en condenar el uso de gas mostaza, sarín y VX por parte del Ejército iraquí. Todos los demás, incluido Rumsfeld, callaron. El programa secreto de ayuda a Sadam Husein siguió adelante.


Durante la década Reagan, Rumsfeld contribuyó a la puesta en órbita de la Guerra de las Galaxias. Ya por entonces comenzó también a dinamitar desde dentro los tratados de no proliferación de armamento y a rumiar el cambio a la estrategia del ataque preventivo.


En el ocaso de la era Reagan tuvo un fugaz destello y decidió anunciar su candidatura a las presidenciales de 1988, en liza con George Bush, padre, y con el jugador de fútbol americano Jack Kemp. Durante unos meses, el nombre de Rumsfeld sonó fuerte en las apuestas, e incluso viejos rivales como Henry Kissinger le dieron su voto de confianza.


«Donald Rumsfeld tiene lo que hay que tener para ser un presidente fuerte», escribió Kissinger, que alabó su genio y figura. Pero Rummy no tardó en renunciar por razones estrictamente prácticas, atribuibles a la pésima herencia económica de Ronald Reagan: «El déficit público de miles de millones de dólares es una plaga.No estoy dispuesto a presentarme a la presidencia para llevar las riendas del país con un déficit tan gigantesco».


A modo de despedida, y con un deje de despecho, Rumsfeld envió un cheque de 100 dólares a George Bush, padre: «No es que apueste por usted; les he enviado el mismo dinero a los otros candidatos».


De modo que el guerrillero se cubrió en retaguardia, precisamente en vísperas de la Guerra del Golfo, y pese a la presencia en primera línea de fuego de su viejo amigo Dick Cheney, a la sazón secretario de Defensa. Poco imaginaban entonces que volverían a estar juntos al cabo de una década, combatiendo en el mismo frente y en el nombre del hijo del padre.

Pero antes, el paréntesis Clinton, con Rumsfeld subido a la burbuja económica y explotando astutamente sus influencias políticas.En el 94 arrima el ascua a Newt Gingrich, fugacísima estrella de los republicanos. Y dos años después está a punto de probar suerte como vicepresidente en el carro perdedor de Bob Dole, del que se baja a tiempo.


Los republicanos le dan nueva vida y le ponen al frente de la Comisión de Evaluación del Riesgo de los Misiles Balísticos, rebautizada como Comisión Rumsfeld. De allí saldrá la secuela de la Guerra de las Galaxias que Clinton decidió guardar en el cajón hasta que llegara su sucesor.



VUELTA AL PENTAGONO

Entretanto, Donald Rumsfeld cierra filas con sus colegas Paul Wolfowitz y James Woolsey y escribe en 1998 una carta premonitoria a Bill Clinton, sugiriendo una «estrategia para derrocar del poder a Sadam Husein, aunando esfuerzos diplomáticos, políticos y militares».


Esa carta sería el embrión del Programa para un Nuevo Siglo XXI Americano, urdido por Wolfowitz y por el propio Rumsfeld, y en el que se habla a las claras del neoimperialismo en ciernes y de la doctrina del ataque preventivo.


En plena campaña, cuando Bush anunciaba un repliegue y hablaba de la «humildad» a la americana, las águilas imperiales del viejo establishment afilaban ya sus garras y desplegaban sus alas a la conquista del mundo. «EEUU ha sido muy blando y es hoy por hoy un objetivo muy vulnerable», le confiaba Rumsfeld al presidenciable Bush, antes de consumarse la carambola que le llevó hasta la Casa Blanca.


Con 68 años, y ganas de guerra, Donald Rumsfeld volvía al puesto de mando del Pentágono con dos misiones urgentes: elevar la moral y los salarios de la tropa y modernizar el Ejército más poderoso del mundo. Pero los asuntos de intendencia no impidieron que su credo unilateralista empapara las primeras y polémicas decisiones de la Administración Bush: escudo antimisiles, renuncia al tratado ABM, renuncia al tratado de prohibición de ensayos nucleares...


La presencia de su viejo amigo Dick Cheney como eterna sombra de George W. Bush fue la mejor garantía de línea directa con el presidente. La entrada de Condoleezza Rice como consejera de Seguridad sirvió para completar la terna de halcones, malamente compensada por la paloma Colin Powell en el otro extremo de la rama.


Y en esto llegó el 11-S. Donald Rumsfeld estaba como de costumbre en su despacho a las 6.30 de la mañana e interrumpió sus quehaceres tempraneros para celebrar un desayuno de trabajo. Eran poco más de las 8.30 cuando el secretario de Defensa tomó la palabra y advirtió a los presentes: «En los próximo dos, cuatro, seis, ocho, 10 o 12 meses ocurrirá algún incidente lo suficientemente impactante para hacernos recordar lo importante que es tener un fuerte Departamento de Defensa».


Minutos después, el impacto que hizo temblar las paredes del Pentágono. Rumsfeld se levantó sobresaltado y preguntó qué había pasado. Alguien abrió la puerta y empezó a entrar humo. Se había estrellado un avión. A Rumsfeld se le cayeron los galones que no tiene y corrió a socorrer a sus compañeros. Murieron 180, y 3.000 más en las torres.


El secretario de Defensa, que tan sólo tres días antes había tenido que desmentir los rumores sobre su prematura dimisión, se armó del coraje y de la determinación que tanto tiempo llevaba predicando y se puso a pergeñar la guerra, mano a mano con el general Tommy Franks. Juntos concibieron la operación Justicia Infinita (idea original de Rumsfeld), que sobre la marcha fue rebautizada con el nombre menos vengativo Libertad Duradera.


Rumsfeld hizo coro a Bush y pidió la cabeza de Osama Bin Laden, vivo o muerto, y prometió sacar a los terroristas con humo de sus cavernas. El presidente y el secretario de Defensa interpretaron a partir de entonces el mismo guión con ligeras variaciones.Arrancaba la «primera gran guerra del siglo XXI», la guerra contra el terror.


El impacto reciente del 11-S y la rápida derrota de los talibán no permitieron calibrar en su momento el alcance de las palabras a dúo de Bush-Rumsfeld, que pronto acuñaron aquello del eje del mal y se subieron a la tanqueta del militarismo sin fronteras.


Con el tablero afgano aún abierto, y con Osama Bin Laden lejos del jaque mate, Donald Rumsfeld decidió cambiar de partida. Hace un año que empezó a planearse el ataque a Irak en el tank donde se reúnen las mentes más privilegiadas del Pentágono. Pero el propio Rumsfeld decidió prescindir de ellos, pasar por encima del jefe de la Junta de Estado Mayor, Richard Myers, y echar directamente un pulso con el general Franks.


No es ningún secreto que cuando Tommy Franks vino al cabo de varias semanas, con un mal remedo de la operación Tormenta del Desierto, Rumsfeld le desbarató la jugada y le pidió que fuera más imaginativo. Por su cuenta y riesgo diseñó su propio plan, decidió que con 100.000 hombres bastaba y comprimió al máximo los tiempos para que la guerra no durara más de un mes.


A fuerza de tesón -todos los días despachan tres o cuatro veces- Franks logró convencer a Rumsfeld y la estrategia final ha surgido de un improbable matrimonio entre ambos. La suerte está echada en la mente del secretario de Defensa, convencido de tener en sus manos una victoria mucho más fácil de lo que sus estrategas pronostican.



COREA DEL NORTE

Tanto es así que Rummy aún saca tiempo estos días para desenterrar el hacha de guerra contra Corea del Norte y recordar que EEUU y sus aliados no pueden pasar mucho más tiempo cruzados de misiles y de brazos ante «el mayor productor de armas de destrucción masiva del mundo».


Lo que Rumsfeld tendrá que explicar algún día será su implicación, hace cuatro años, en la venta de dos reactores nucleares por 200 millones de dólares a Corea del Norte, cuando formaba parte del panel de directores de tecnología del gigante ABB. La venta fue posible gracias al acuerdo de 1994 que permitía a Corea del Norte poner en marcha dos reactores para fines civiles a cambio de congelar sus programas de armas nucleares. Los expertos americanos aseguran ahora que el material radiactivo generado por esos reactores puede servir para fabricar bombas y acabar en manos de los terroristas...


«Debemos atacar», palabra de Rumsfeld, octubre de 2001. «La única forma de tratar con los terroristas es ir a por ellos... Mucha gente hablará de venganza o ira, pero yo no lo veo así, porque lo que ellos han atacado es nuestra libertad. Y la única opción que tenemos es atacar».




 
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