Tony Oursler nació en 1957 en Nueva York. Miembro de una familia católica de escritores y editores: su padre, por ejemplo, fue editor del Reader’s Digest durante treinta años. Oursler se graduó en 1979 en el Institute for the Arts, en Valencia, California. Durante los últimos veinte años ha vivido y trabajado en Nueva York.
Sus primeras obras en vídeo, así como sus primeras muestras colectivas, tienen lugar en la segunda mitad de los setenta. Sus primeras exposiciones individuales se realizaron en 1981. Su obra alcanzó muy pronto una gran difusión internacional, con presentaciones en los más importantes espacios artísticos de EE. UU., Europa y Asia. Ha estado presente, por ejemplo, en las tres últimas Documentas de Kassel, en 1987, 1992 y 1997.Entre enero y marzo de 1998, pudo verse en el centro Rekalde de Bilbao una excelente muestra antológica de sus obras. Días después se inauguraba en Madrid su última exposición hasta la fecha en España, en la Galería Soledad Lorenzo, donde expone habitualmente en nuestro país.
En abril de 1999 se inauguró en Williamstown y North Adams (Massachusetts) una importante muestra que intenta dar una visión de su trayectoria entre 1976 y 1999. Viajó después a Houston (Texas) y Los Angeles, donde puede visitarse hasta el próximo 30 de julio, y de donde se desplazará a Des Moines (Iowa), del 11 de noviembre al 21 de enero de 2001, para terminar allí su itinerario.
EL GRITO
JOSE JIMENEZ


Vámonos al cine. O sentémonos, una vez más, ante la tele. Hoy ponen una película de terror. Tony Oursler: la imagen como espejo. Como grito. Algo que surge de nuestro interior más profundo y que extrañamente se proyecta en un fantástico escenario de luces y sombras.

Aunque la obra de Oursler se identifica ante todo con el vídeo y las instalaciones, se trata de un creador polifacético, que considera la tecnología un medio y nunca un fin. Su interés por la imagen del cine y la televisión ha estado siempre unido a su preocupación por el lenguaje y las diversas formas de expresión plástica. Dibujante y pintor precoz, en un dibujo de 1970 que representa a un diablo con la frase "I’ll get you" ("Te cogeré") parece ya anticipar buena parte del sentido de su obra.

Esta discurre como una representación ensimismada de la oposición entre el bien y el mal, el ángel y el diablo, la luz y la oscuridad. "Odio lo oscuro. Amo la luz.", titula Tony Oursler un texto escrito para el catálogo de su actual exposición retrospectiva en EE. UU. Un largo registro en el que se establecen sus referentes plásticos y conceptuales: desde la sabiduría china o irania y los mitos egipcios o la filosofía griega, hasta el despliegue de la ciencia y la tecnología modernas.

Ese trasfondo es lo que da a la obra de Tony Oursler su densidad poética, su peculiar fuerza de interpelación. En su trabajo nos confrontamos con imágenes cotidianas, con lo que él llama "pop personal, una mezcla de prensa amarilla de supermercado y experiencia personal". Pero esas imágenes se presentan en un contexto plástico insólito, que nos hace dudar simultáneamente de lo que vemos y de nuestra forma habitual de mirar o sentir.

Los maniquíes o muñecos, solitarios o desdoblados, meros moldes de ropa o jirones de cuerpo: sobre todo cabezas, hablan y hablan, sin que su perorata alcance nunca el plano específicamente humano del diálogo. O piden auxilio, desde su tortura en los objetos que los aprisionan y dominan, en el mejor registro de las pesadillas de ansiedad. Imprecación: insulto y grito. Esas voces supuestamente tan lejanas, acaban convirtiéndose en un lamento que nos lleva más allá de lo que somos capaces de soportar. No lo bello: lo siniestro como comienzo de lo terrible.

Nunca resultan distantes. Oursler despierta en nosotros, con humor e ironía, un sentimiento de ternura, de identificación. No son otra cosa que espejos, una vía para realizar al fin un deseo largamente reprimido: "Siempre he deseado", dice Tony Oursler, "poder gritar cuando quisiera; la idea siempre me ha fascinado pero nunca he podido hacerlo".

Tomar una parte por el todo: el cuerpo reducido a un fragmento, disgregado, sometido a todo tipo de restricciones externas. Ojos flotantes, esferas de la visión. Cabezas parlantes, como las que vemos todos los días en la tele, políticos o "famosos". Rostros despersonalizados en cojines, almohadones o ropa hueca, siempre sobre soportes frágiles y blandos. Esas metonimias visuales del cuerpo roto nos muestran mi cuerpo, nuestro cuerpo, en el espejo del otro.

Son, ante todo, efectos "especiales", como los que habitualmente encontramos en el cine. Sobre todo, en el cine de "consumo", de bajo presupuesto. Con ellos, Tony Oursler construye un sofisticado teatro de sombras, un contraste entre la ilusión y la verdad, que sustenta el sentido de toda representación, como sabemos ya desde Platón.

A través de esos seres desvalidos y rotos, Oursler nos habla de la desmaterialización del cuerpo que operan la televisión y el cine. Como indica, en una paráfrasis sutil del Evangelio: "El cuerpo nunca se ha hecho 'carne' en un estado mediático". Naturalmente, esa tendencia a la desaparición de lo corporal, a su sustitución por la imagen manipulable y fragmentaria, es un síntoma de los trastornos profundos de la mente contemporánea.

El ojo flotante, disperso, que pretende no perder ni un detalle de lo que pasa a su alrededor, es sin embargo incapaz de ver otra cosa que aquello que se escenifica ante él, para él. Por eso, en un efecto de rebote de la visión, no mira hacia fuera, sino hacia dentro. La tendencia enfermiza a mirar, a mirarlo todo, acaba convirtiéndose en psicodrama. Los jirones corporales de Tony Oursler nos remiten a la fragmentación compulsiva de la mente, a los trastornos de personalidad múltiple en mayor o menor medida inducidos por los medios audiovisuales, y que se han convertido en una de las obsesiones de la cultura norteamericana actual.

"This is America": esto es América. Es decir, esto es el mundo: la pantalla se extiende ya irremisiblemente sobre todo el planeta. Para bien y para mal. Los desórdenes de personalidad múltiple se configuran siguiendo pautas similares a las que el gran Alfred Hitchkock convirtió en elementos perdurables de fascinación de toda su obra. Por ejemplo, y de modo especial, en Psicosis, con el espectacular desdoblamiento de personalidad de Norman Bates, el protagonista.

El arte imita la vida. Que, a su vez, a través de la difracción repetitiva y envolvente de la imagen mediática, imita al arte. Como indica Tony Oursler, los desórdenes de personalidad múltiple muestran "una colección de personajes interpretando un drama horrible, real como la vida misma". A estas alturas, todos hemos visto ya la película. Y eso explica que nos sintamos tan intensamente implicados con los personajes rotos de Oursler. Que es precisamente lo que él quiere: "Me interesa implicar al espectador en el drama –debe emitir un juicio, participar afectivamente, entrar en la película, por así decirlo".

Y aquí estamos todos, sabiéndolo o no: en la misma película. Desgarrados como muñecos perdidos en la escena de la representación mediática, personajes ajenos a nosotros mismos. Buscando a tientas un hálito de luz en el mundo de las sombras. Sin memoria. Condenados al miedo, a la ansiedad, a la vía de escape de la violencia incontrolada. Gritar, gritar. Quiero gritar.