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Jueves, 8 de enero de 1998
Ultima actualización: 06:03
LA TRAGEDIA DE ARGELIA (I)

El jazmín y la sangre

BERNARD-HENRI LEVY

VIAJE AL INFIERNO MAGREBI.- El diario EL MUNDO publica hoy la primera de las dos entregas enviadas por nuestro colaborador Bernard-Henri Levy desde Argelia, donde ha podido comprobar con sus propios ojos el drama que vive este país magrebí, asolado por las masacres del Grupo Islámico Armado (GIA). Levy comprueba el fuerte contraste que existe entre una capital "pacificada" y el reino del terror, que se extiende hacia el sur de Argel y hacia el oeste de la capital, junto a la frontera marroquí; en la ciudad, consigue pasear por las zonas céntricas sin el control de los guardias de seguridad y hablar con la población, que teme tanto la represión del Ejército y de la Policía argelinas como la venganza de los grupos islamistas más radicales.

Me habían dicho: "Ten mucho cuidado, entre el aeropuerto y la ciudad, tendrás que atravesar El Harrach y Kuba, los feudos del integrismo". Pero, cuando llego a Argel, no encuentro una presencia policial especialmente visible. Y, mucho menos, militares o tanques por las calles.

Un gran cartel a la entrada de la autopista que dice (¿humor involuntario?): "Bienvenido a Argelia". Y otro: "Amistad argelino-bosnia". Ciudades dormitorios por todas partes. Un parque de atracciones vacío, pero que parece estar en funcionamiento. El centro deportivo del Ayuntamiento de Argel, repleto de pequeños jugadores de balonmano.

Un poco más tarde, abandonaré Argel, por supuesto, e iré al triángulo de la muerte de la Mitidja y, después, a la zona de Orán, los lugares de las recientes masacres. Pero, por ahora, la impresión que tengo es de sorpresa. Esperaba encontrarme una ciudad en estado de sitio. Esperaba encontrarme, desde los primeros contactos, con los estigmas del horror cotidiano. Pero en vez de eso, me topo con una vida normal. Mujeres sin velo. Taxi-buses repletos. Gente que se afana en sus quehaceres cotidianos, con el miedo en las entrañas, pero como si no pasase nada.

Y, en los 20 kilómetros que separan el aeropuerto del centro de la ciudad, tres controles, pero ligeros, sin penosas identificaciones ni cacheo de los vehículos.

La Alcazaba. Es el barrio más caliente de Argel. Es aquí donde los islamistas tienen, en pleno corazón de la ciudad, sus bases de retaguardia. Comisaría del Bulevar Che Guevara, donde consigo, junto al autor de Bosna 1, Gilles Hertzog, una autorización de búsqueda de exteriores para un proyecto de documental.

Calle Ahmed-Buzrina, con sus largos soportales, donde hace tan sólo unas semanas era peligroso aventurarse. Animación en la calle Ahmed-Hamuda, con sus duchas populares, su escuela del Amor, sus pequeñas tiendas y su comercio de vestidos Cleopatra. La mezquita de Farés. Enfrente, el hotel Jerrata, donde los escoltas parecen ponerse nerviosos, de repente, con sus rostros tensos, sus fusiles-ametralladoras apuntando hacia los balcones y dos tiradores que corren a apostarse a ambos lados de la encrucijada.

AMASIJO DE CASAS

Más callejuelas y escaleras, todo un amasijo de casas que hay que atravesar a paso de carga. Y por fin, la bajada por el mercado de Chartres, donde nos cruzamos con una boda.

No pretendo hacerme una idea de la situación de la Alcazaba en una hora. Pero sí me llevo impresiones. Pedacitos de información. Ausencia, por ejemplo, de pintadas islamistas. Extrema discreción, en cambio, de la presencia policial y militar, al igual que en la ruta del aeropuerto. Este viejo barrio de los degolladores, que pasa por ser un santuario del GIA, no parece bajo control. No se ve, a simple vista, la huella de la guerra.

Pasamos por el lugar en el que un escuadrón de gendarmes sorprenderá, unos días después, a Moh le Blond, el adjunto de Othman Jelifi, alias Flicha, el emir de la Alcazaba. Pero nada me permite adivinarlo, a no ser, quizá, a toro pasado, un imperceptible nerviosismo de la escolta en el momento de adentrarnos en la calle Bénachere. Algo muy raro...

Ocho días después. En este intervalo de tiempo, nos hemos ido a la Argelia profunda. Pero ahora estamos en casa de Cherif Rahmani, ministro gobernador de Argel, en su palacio neomorisco construido a comienzos de siglo, en los terrenos del Almirantazgo, por el prefecto Laserre.

Es un hombre abierto. Brillante. Me da la sensación de que se trata del típico representante de la nueva generación de cuadros que están llegando a la cúpula política y empresarial y están obligando a jubilarse a los desacreditados caciques del Frente de Liberación Nacional (FLN). Dice: "El terrorismo está a punto de desaparecer de la Alcazaba". Le respondo: "En ese caso, volvamos allá. Si la Alcazaba es tan segura, ¿por qué no se da una vuelta por allí con nosotros?".

El gobernador duda. Se informa. Le dicen que el grueso de las fuerzas de la Gendarmería está ocupada, peinando la cárcel de El Harrach y que, por lo tanto, sólo podrán acompañarnos sus guardaespaldas habituales. Pero acepta el reto. Y es así como, de nuevo, voy a recorrer la ciudad prohibida, pero esta vez desde la parte alta y acompañado de un edil, que no suele hacer, ni mucho menos, ese paseo. Pero de eso me enteraré más tarde...

Estupor de la gente al verle pararse a tomar un café en Hadj Musa, en la calle Barberousse. Ruido de la chavalería en un campo de fútbol improvisado en las ruinas de un edificio. La calle de la Puerta Nueva y, después, la otrora calle de los Abderramanes, donde nos detenemos a visitar, 10 metros bajo tierra, la reconstrucción de la cueva de Al la Pointe, destruida con explosivos la noche del 8 de octubre de 1957 por los paracaidistas franceses.

"¿Que si los terroristas actuales disponen de cuevas parecidas? Claro, a menudo son las mismas cuevas rehabilitadas por los islamistas".

Está claro que esta demostración de franqueza por parte del gobernador de Argel no me convence de que todo es como él lo pinta. No excluyo haber sido el testigo -o el blanco- de una operación de seducción, al estilo de los auténticos políticos. Pero, en cualquier caso, que tal operación sea posible en Argel, que el Chirac o el Tiberi local pueda desplazarse así por los barrios más calientes de su ciudad, ¿no es, al menos, un signo?

Los policías. Ser periodista o asimilado en Argelia impide, en principio, dar un paso sin escolta. Una escolta que se convierte en un auténtico destacamento en los desplazamientos calificados de alto riesgo. El de la Alcazaba es, precisamente, uno de ellos. O para salir de Argel, en cuyo caso los periodistas van siempre acompañados de dos o tres, según el presunto peligro, Toyotas de la Gendarmería, y de un coche de la policía normal.

En nuestro caso, tanto por la capital como por las afueras, nos acompañan siempre un chófer, en nuestro coche, dos guardaespaldas en otro coche que nos sigue, y un segundo chófer para este segundo coche. Los escoltas se comunican constantemente por walkie-talkie con una misteriosa central. Su papel es protegernos. En este caso, protegernos demasiado, sin contar también esa otra tarea, siempre ridícula, que consiste en que te endilguen el discurso habitual sobre "el terrorismo residual, al que los medios dan demasiada importancia y que no es más que la obra de unos gangsters".

En 10 días tuve tiempo suficiente para simpatizar con mis cuatro escoltas permanentes. Tiempo suficiente para hacerles admitir, por ejemplo, que el más abyecto de los asesinos islamistas tiene derecho, también, a un proceso y a un tratamiento adecuado en las cárceles.

Conseguí incluso hacerles comprender que su manera de comportarse en las ciudades, su forma desafiante de conducir por todas partes, incluso por las aceras, aterroriza a los viandantes. Que su forma de amenazarles cuando les viene en gana, su manera de sacar el cañón de sus fusiles por las ventanillas, en definitiva, su afición al rodeo urbano son cosas que provocan odio y, al mismo tiempo, peligrosas e inútiles.

En cambio, sobre el tema del terrorismo no hay forma de hacerles ceder ni un ápice. Ni el recrudecimiento de las matanzas en el campo ni su propia escalada hacia la brutalidad. "¿Terrorismo? No hay terrorismo en Argelia, sólo unos cuantos delincuentes. Argel es como París o como Nápoles. También aquí tenemos delincuentes".

CLUB DES PINS

Otro signo de los tiempos y del paso de las generaciones: del comandante Azzedin, el héroe de la guerra de la liberación, mis ángeles guardianes ni siquiera saben que existe. En cambio, parecen impresionados por el hecho de que, con una guerra de liberación o sin ella, haya podido conseguir una casa en el elegantísimo Club des Pins, una zona residencial del tiempo de los franceses, convertida en un barrio protegido, donde viven, a 20 kilómetros al oeste de Argel, los privilegiados del régimen.

Son las ocho de la tarde. Los walkie-talkies echan humo. Siento que las órdenes son precisas por parte de las esferas invisibles. Salimos hacia esta reserva, rodando a buena marcha por una autopista que debía ser, antes de los actuales acontecimientos, una especie de paseo marítimo y por donde sólo nos cruzamos con dos coches, zigzagueando, uno tras otro, como si los conductores estuviesen borrachos. La carretera desierta... Algarrobos y eucaliptos cortados... Un gran convoy militar nos pasa a la salida de Argel... Otro convoy parado en el cruce de la carretera que va a Cheraga. Me da tiempo a divisar una decena de camiones, tres o cuatro bulldozers y, a la derecha, la masa sombría de un bosque. Deduzco que están preparando una operación de peinado del bosque...

El mismo Club parece un cuartel de retaguardia, erizado de controles militares, rodeado por una muralla color ocre, con sus alambradas y sus potentes reflectores que, al igual que en la autopista, lo iluminan todo.

Da la sensación de que la luz se ha convertido, en cuanto tal, en uno de los puntos cardinales de esta guerra de sombras. El Club... su playa tremendamente vigilada... Su Palacio de las Naciones, con sus decenas de astas libres que, en otros tiempos, vieron desfilar a Arafat, Fidel Castro... Puede parecerles absurdo, pero es aquí, frente a todo esto, donde, dos días después de mi llegada a Argelia, siento, por vez primera, la presencia física del terrorismo

El comandante Azzedin habita una de las 200 villas italianas. Bonita, pero modesta. Una villa que no me parece tan grande como la del ministro Chawki ni tan bien situada como la villa del jeque Nahnah, líder del partido islamista moderado, asociado con el Gobierno.

Nos recibe en su casa. Y después, en un restaurante de la playa, donde se nos une un gran periodista argelino, Tayeb Belghiche y Milud Brahimi, un abogado calificado como radical, pero que tiene a gala defender a los islamistas.

Azzedin no ha cambiado mucho, desde nuestro último encuentro, hace ocho años, cuando le vine a entrevistar a propósito de sus relaciones con Franz Fanon. Siempre la misma cabeza, terrible y llena de chichones de un viejo fajador. Siempre la misma vehemencia. Los mismos enfados simulados Es uno de esos veteranos mal recompensados que siempre han dado las hornadas políticas. "¿Quiere saber lo que está pasando en Argelia? Que los barbudos han tomado el poder. Sí, sí, no ponga esa cara de sorpresa. Lo han tomado de la forma más legal del mundo, dado que Zerual ha entregado seis o, incluso siete, carteras al Hamas del señor Nahnah, mi vecino".

Cuando le pregunto si el reciclaje de los islamistas más moderados no es algo inevitable -¿no perdonó el propio De Gaulle, después de la guerra, a los partidarios de Vichy?-, se enfurece todavía más: "No hay islamistas moderados. Díselo tú, Milud. Dile que la única diferencia entre los duros y los moderados es que unos quieren comernos en puré y otros en estofado".

Después, buscando la aquiescencia de Belghiche añade: "Y por lo que a De Gaulle se refiere, atención, esperó a que los petainistas fuesen vencidos. Pero aquí es todo lo contrario, se pacta con los mentores políticos de los barbudos, mientras continúan sacándole la piel a tiras a los bebés de las aldeas aisladas".

Es la una de la madrugada cuando nos separamos. La vuelta por la misma autopista. Nuestros dos coches -y un tercero que llegó como refuerzo- ruedan uno tras otro, a 160 por hora. Ya no está el convoy militar. Pero pasamos cerca del lugar donde, unas cuantas noches después, tendrá lugar la matanza de Bainem, 11 hombres, mujeres y niños fueron asesinados, las tripas colgadas, como guirnaldas, en las ramas de los árboles y en las entradas de las casas.

¿Un islamista moderado? Por casualidad encuentro a uno, al día siguiente por la mañana, en Argel. Es temprano. Salgo del hotel sin avisar a mis ángeles de la guarda, primera infracción a la regla. Bajo por la Plaza de los Mártires, hasta una tiendecilla, totalmente negra, donde se vende, en pleno centro de Argel, llamadas a la yihad, relatos heroicos de la guerra de Afganistán, una biografía autorizada de Ali Belhach, el jefe de los islamistas todavía encarcelado.

De pronto, me encuentro ante la mezquita Djama el Kebir, dudando si entrar o no, observando a la multitud de fieles que se apresura para llegar a tiempo a la oración. Entre ellos, miradas cómplices; noticias; sonrisas; abrazos y una mezcla que me sorprende un poco: viejos con las clásicas sandalias y jóvenes con sus Adidas.

Allí estoy cuando, de pronto, se me acerca un tipo un poco raro y me espeta a bocajarro: "¿Qué pintas aquí? Este es un lugar de musulmanes. Los extranjeros no tienen nada que hacer aquí". Y a continuación, sin pausas: "¿Tienes dinero francés? Ven, vamos a comer pescado. Ya verás qué bueno, es del amigo de mi hermana". Heme aquí sentado a la mesa, por la mañana, ante un plato de pescaditos demasiado fritos, en una bodeguilla de la pescadería, escuchando el edificante relato de la conversión al "islamismo moderado" de Said y de su familia.

"Mi padre procedía de la Kabilia. Vino a establecerse cerca de Argel, después del 62. Pero la ciudad era pobre. No había trabajo para nadie. Ni siquiera para un muyaidin, ex soldado de la guerra de la independencia que, cuando yo era un crío, tuvo que instalar en su garaje un negociete ilegal de bicicletas. No es normal, ¿lo entiendes? para un joven es desesperante ver esto. Entonces, cuando llegaron los barbudos, cuando dijeron en la mezquita que iban a terminar con la corrupción, les seguimos todos".

Intento hablarle de las matanzas: "Eso no es el Corán, amigo mío. Eso es una ofensa al Corán". Le pregunto si no le molestan esos barbudos que se meten en la vida de la gente, les prohiben jugar a las cartas o al dominó. "Eso es cierto. Pero, mira los cigarrillos. Me prohíben fumar en la calle, pero no en mi casa. En cambio, un poli que vive cerca de la casa de mi primo le aplasta el cigarrillo en la boca, cada vez que le ve fumando. ¿No ves la diferencia?"

Otro testimonio sobre la fuerza que sigue ejerciendo, a pesar de sus reveses, el terror islámico en los barrios pobres: el hombre se llama Bubker, es el chófer encargado de las "personalidades invitadas" en la sede de la Sonotrach. Me explica que nadie lo sabía en su barrio. Nadie, desde hace años, dudaba lo más mínimo de que este joven que cada tarde volvía a su casa de la Alcazaba llevaba una doble vida. Por la mañana el traje y la corbata del empleado modelo de una empresa del Estado y, por la tarde, sus vaqueros raídos. Pero, el mes pasado, a un "importante invitado" saudí se le mete en la cabeza ir a recogerse a la vieja mezquita y le pide que le lleve. Como es lógico, lo hace. Para su Mercedes a unos cuantos metros de su casa, se encoge en su asiento, se pone las gafas negras de sol y se tapa la cara con las manos.

BARRIO HOSTIL

Reza para que no se encuentre con un vecino que le vea con su uniforme de agente del poder y, por lo tanto, de traidor al islamismo. Pero el tiempo pasa. El saudí se eterniza. La multitud a su alrededor se hace cada vez más numerosa. Y lo que tanto temía, desde hace tanto tiempo, sucede: un tipo da vueltas alrededor del coche, le mira, habla con otro tipo y se va. Desde entonces, no duerme. De hecho, ya no vuelve a su casa a dormir. Y no es que su barrio sea especialmente favorable al EIS o al GIA. Pero sí hostil a todo lo que, de cerca o de lejos, simbolice el poder argelino. La alternativa está clara : o bien le ayudo a conseguir un visado para Francia o bien es un hombre muerto y le encontrarán un día, degollado, al lado de su casa...

EIS...GIA...Son, sobre el papel, las dos grandes organizaciones que se disputan el liderazgo del movimiento islamista. Los primeros, disidentes del FIS, serían más bien partidarios -antes de la tregua de octubre- de atentados selectivos contra los intelectuales o los funcionarios. Y cuando hacían un falso control, tenían sumo cuidado en no hacerles nada a los campesinos despistados.

Los segundos, mucho más salvajes, serían los artífices de las matanzas ciegas de estos últimos meses. Al parecer no hacen diferenciación alguna entre las diversas categorías de impíos y creen que, derramar la sangre, cualqueir sangre, es el medio más seguro que tienen de acercarse a Dios.

Pero la realidad es mucho más compleja que todo eso. Y sobre todo, más incierta. Tendré la prueba de ello muy pronto, cuando salga de Argel. Pero ahora mismo tengo ya, ante mi vista, un paquete de folletos, en árabe, encontrados en una casamata terrorista de la Mitdija por un periodista de un diario privado. Se trata de fatwas. Son pequeños panfletos, firmados por el emir local, en los que se anuncia desde una "expedición punitiva" contra una familia hasta una "condena a muerte" de un camionero de Bab el Ued.

La información es clara. No sólo brilla en los panfletos la necesidad que estos bárbaros sienten por una justificación religiosa de sus crímenes, sino también el hecho de que esta justificación vaya cambiando de naturaleza y de nivel. Al principio procedía de los grandes emires nacionales. Ahora, da la sensación de que basta con la autoridad de un emir local, autoproclamado jefe de la banda.

Pulular de órdenes y mandatos. Y, por lo tanto y en paralelo, proliferación de grupos, desconectados los unos de los otros, sin dirección estratégica unificada.

Una mañana, al dirigirse a su despacho, uno de sus amigos es raptado por tres hombres encapuchados. Le encierran en una cueva de la ciudad de los Eucaliptos, base de numerosos grupos armados en los suburbios de Argel. Allí le tienen ocho días, sin comer, casi sin beber y, al cabo de ese tiempo, el más viejo de la banda le dice a los otros dos: "Dejadme acercarme a Dios, matándole con mis propias manos". Y dirigiéndose a él le dice: "¿Cómo quieres morir, perro sarnoso?" A lo cual, el perro, agotado y sin saber ya lo que dice, se oye responder: "Yo respeto la voluntad del Señor, pero tú vete a la mierda". Providencial manifestación, ante la cual el viejo da un salto y proclama: "¡Atención, hermanos! Ha dicho que respetaba Su voluntad. Quizás sea un hombre temeroso de Dios".

Y como, en el Islam, se necesitan al menos tres testigos para probar la impiedad de un mal musulmán y dado que sólo había dos a mano, el grupo vuelve a Argel, interroga discretamente al vecindario del secuestrado, entra en su apartamento y lo registra. En definitiva, intenta buscar las pruebas susceptibles de remediar la carencia del tercer testigo. Pero no las encuentran y terminan liberando a su prisionero.

No sé bien cómo interpretar esta historia. ¿Incoherencia? ¿Quizá formalismo maníaco? Sin duda. ¿Religiosidad persistente en los pequeños terroristas de la base? Lo que esta historia proclama es, ante todo, la soberanía del microgrupo, condenado, en la comedia y en el horror, en lo rocambolesco y en lo trágfico, a improvisar sus normas y sus pautas de conducta.

DEMASIADO MIEDO

Nadia tiene 20 años. Nunca había podido contar, hasta ahora, su historia. Tenía demasiado miedo de ellos, me dice la periodista argelina que la acompaña. Demasiado miedo de que ellos vuelvan. Demasiado miedo también de no ser creída. ¿No tardó un mes, sí, un mes, desde su huida, en encontrarse con lo que le quedaba de familia y en atreverse a presentarse ante los suyos sin tener que avergonzarse de haberse convertido en el deshonor de la tribu?

Tiene 20 años. Habla lenta y muy dulcemente, como si temiese elegir mal las palabras. Su caso ocurrió hace seis meses, cuenta. Conocía al jefe del comando. No quiere decir quién era, pero lo conocía, porque era un chaval de la aldea con el que se codeaba desde pequeña. Primero violaron a su madre, ante sus propios ojos. Después, la degollaron. Cogieron a uno de sus hermanos, lo castraron y lo destriparon. Siempre ante ella, decapitaron a su padre con un hacha, una vez que consintió, en su último suspiro, un matrimonio de conveniencia de su hija con el jefe del grupo.

Y después... Después... ¿Por qué le hicieron eso, por qué no la mataron como a los demás? Casada con el jefe las dos primeras noches. Casada por el jefe con sus dos cómplices. Y después, cuando sus lugartenientes se cansaron también de ese matrimonio de placer, esclava del grupo, encargada de los trabajos domésticos más ingratos. Hasta el día en que, al descubrir que estaba encinta, decidieron que ya ni siquiera era buena para servirles. La habrían matado, le habrían pisoteado el vientre para hacerla abortar viva, dice, si no fuera porque esa misma noche cundió la alarma. En medio de la confusión creada consiguió escapar. Insiste, una y otra vez, sobre sus matrimonios de placer. Cada noche oye la voz del asesino: "¿Consientes, padre indigno, en darme a tu hija?" Y después: "Yo, vuestro emir, consiento en daros esta hija que su padre me entregó".

¿Qué es lo más odioso para el observador: el formalismo odioso de estos crímenes o, una vez más, la onmipotencia de un psicópata, autoproclamada emir, que ya no responde ante nadie de sus actos más monstruosos? Abandono Argel con la impresión de que el terror aún puede golpear. La amenaza es omnipresente. El riesgo de un coche bomba en el mercado o en las puertas de un estadio sigue presente. Pero los grupos islamistas han perdido la batallas de los centros urbanos, frente a una población que, por su propia iniciativa y con una ejemplar sangre fría, vuelve a tomar la calle. Rumbo, pues, a la Mitidja y después al oeste argelino, donde la partida, en cambio, no ha hecho más que comenzar, por desgracia.