Yo solía pedir a los estudiantes de lengua árabe un comentario personal escrito sobre el Corán, después de que lo hubieran leído. Eran de lo más variado y sorprendente, naturalmente. Todavía, pasados 30 años, recuerdo cómo terminaba el suyo un alumno muy perspicaz e inteligente que tuve en la Universidad de Sevilla.
Decía: «Mahoma fue un hombre que sabía hacer bien las cosas».Con aquella definición tan sencilla, escueta y acertada, el novel universitario sevillano me dio una auténtica lección.
Conviene saber que la película que circula entre nosotros con el título de Mahoma, mensajero de Dios, se titula en origen 'El mensaje', 'Arrisala' en lengua árabe. No se trata de una cuestión indiferente ni baladí, sino importante e ilustrativa.
La denominación original es la apropiada desde la óptica islámica, al resaltar el fondo, el contenido y la vocación de la nueva doctrina, también revelada. El otro título pone de relieve al personaje, al individuo. En el título original lo esencial es la idea; en el derivado, hay un claro propósito de conformar una esencia compartida: idea y personaje. A mi modo de ver, el producto final, la película en sí, consigue en realidad integrar estas dos ópticas. Y si lo consigue, es porque resultan perfectamente integrables.
En las interpretaciones y vivencias del islam más extendidas y representativas, las consideradas más correctas y ajustadas a sus creencias y principios propios, Mahoma es visto y sentido como un hombre, como el mejor y más perfecto de los hombres, de los seres humanos. Nada más, pero también nada menos que todo eso. Y hay que añadir que está también incluido en ello su condición de varón, del más cumplido y cabal varón. Se ha tenido siempre sumo cuidado en llegar a este límite humano, máximo sin duda alguna, y de dejarlo bien marcado, pero sin superarlo. Los intentos de «divinización» de su persona que hayan podido producirse han sido siempre radicalmente anulados, y hasta los de heroización o magnificación excesivas. Resulta el mejor ejemplo de hombre, pero estrictamente eso.
El nombre con el que se le nombra preferentemente, aunque no sea el único, Muhammad (y del que Mahoma es una derivación hispanizada que tiene su propia historia y connotaciones) expresa también literalmente eso: «sumamente digno de alabanza, loable en grado sumo». La película sabe reflejar todo esto.
El filme es respetuoso, en líneas generales, con la realidad histórica y la trayectoria del naciente islam a lo largo de poco más de 20 años: 610-632. Hay en él, obviamente, algunas licencias, concesiones, indicios de ambigüedad o de anacronismo, mínimos en todo caso e insignificantes. Suelen ser consecuencia del sometimiento a la espectacularidad circunstancial: las secuencias de las batallas de Badr y Uhud, por ejemplo.
El evidente protagonismo que alcanzan personajes como Hamza, y que va en detrimento de otros grandes musulmanes de primera época, puede ser también motivo de polémica desde posiciones rigoristas. La película podría haber estado más equilibradamente dosificada y distribuida: todos los acontecimientos de los últimos años están demasiado comprimidos, menos presentados y explicados que los anteriores, quizá porque son también más complejos.
Es evidente que se aprovechan algunos rasgos y elementos legendarios, pero en esto predominan también la moderación y el buen sentido.De haberse hecho de otra manera, la figura de Mahoma precisamente, y ya desde su infancia y juventud, habría salido realzada y más próxima al espectador; más entrañable. Ni leyenda ni historia son tampoco tenidas en cuenta y aprovechadas para reflejar adecuadamente la temprana y sólida vinculación de Jerusalén al hecho islámico y a la figura de Mahoma. Con toda seguridad se ha querido evitar las disputas y confrontaciones violentas con las otras dos religiones reveladas: judaísmo y cristianismo. Pero el mensaje islámico queda claro y sustancialmente recortado.
La película cuenta con un innegable ingrediente literario, y de la mejor alcurnia. No en balde intervinieron en la composición grandes escritores egipcios contemporáneos: Tawfiq al-Hakim y Abderrahmán Asharkawi, sobre todo, que ya habían dedicado al Profeta Muhammad sendas obras destacadas de autoría propia.
Extrañará e intrigará al espectador no musulmán que no aparezca nunca la figura de Muhammad. Los responsables aducen motivos de profundo respeto a la tradición islámica, y no les falta en buena parte razón. Tampoco aparece la figura de Alí.
La tradición artística islámica, sin embargo, brinda también muestras y manifestaciones de representación figurada de los dos, y en este caso concreto del Profeta. Aunque no se trate de representaciones plenas, sí les podrían haber servido para adoptar una decisión diferente: es decir, hacerlo presente. Yo considero que habría sido un acierto.
Muhammad/Mahoma, mensajero de Dios, profeta, hombre de estado.Sabía hacer tan bien las cosas que, aun sin aparecer, está siempre presente.
Pedro Martínez Montávez es catedrático de Estudios Arabes e Islámicos de la Universidad Autónoma de Madrid.