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URGENTE
Sábado, 29 de Junio de 2002
Actualizado a las 01:30 (CET) - Internet time @20 by
 
 

Y POR LA NOCHE...
Un cabaret para mayores sin pareja y sin complejos

PALOMA DIAZ

Ramón, uno de los habituales del Iruña.

MADRID.- Uno cree que lo ha visto todo en la capital hasta que se sumerge en la decadencia del Café Iruña (C/ Hileras, 8). Entrar en él es trasgredir la frontera entre lo cotidiano y lo extraordinario, conocer el lado oculto de la doble moral conservadora; es dejar el anillo en la puerta y el sentido del ridículo también.

Porque al Café Iruña, además de a ver y ser visto, se va a cantar, a bailar y a actuar. Nada de esto sorprendería si no fuera por la edad de los clientes: la mayoría pasa de los 50 y unos cuantos rondan los 70.

Las parejas bailan, mientras los solos miran.
Allí, en un ambiente que recuerda al café de 'La Colmena' y al hotel delirante de ‘Tres sombreros de copa’, nos encontramos con personajes salidos de ‘Luces de Bohemia’ que se montan su propio cabaret y cautivan al personal con sus boleros, sus chotis, sus tangos, sus zarzuelas y sus entremeses. Una vez que han recibido su primer aplauso no hay quien los pare y buscan su dosis de admiración cada semana.

El nivel es lo de menos. El aplauso se lo lleva igual el gorgorito desafinado, sólo apto en la intimidad de la ducha, que el vozarrón afinado de un tenor en potencia. Tampoco importa la edad: la media ronda los 60 años.

La primera vez no se olvida: verde hospital en las paredes, espejos y lámparas de pretendido aire modernista, voz de barítono poco entrenada y piano contundente de fondo. Es rancio, pero invita a quedarse.

Un setentón con maneras de seductor y una copa de más pasea un tango entre las mesas. El público lo adora, se hace su cómplice y le pide otro. ¿A quién le toca ahora?

Cantando el chotis más solicitado por la afición.
A la señora que fue a la peluquería para la ocasión. Sale de entre el público, se envuelve en su mantón de manila y se transforma en una chulapa de aquí te espero. Ahí va ese chotis. Lo lleva en el brillo de su mirada, en el contoneo de sus hombros y sus caderas.

De repente, llega Ramón. El público pierde los papeles. Es la estrella más esperada de la noche. Decir que es como si el pianista de Parada se descamisara y se arrancara por rancheras, abanico en mano, entre aplausos y vítores (“¡Queremos un hijo tuyo!”) no haría justicia a Ramón. Mil palabras no bastan para describirlo.

Sin darse cuenta, el espectador novato pasa a formar parte del espectáculo decadente del Iruña; deja de sentirse fuera de lugar, se atreve a corear las canciones y se arranca por aplausos y “olés” sinceros. En definitiva, pierde la vergüenza porque allí nadie la tiene, y piensa: “Hay que volver otro día. Otros tienen que ver esto”.

   
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