Leo en la cama. Berta Vias Mahou
(Espasa Narrativa)

I. LAS DESAFINIDADES EFECTIVAS

Dominando el centro de un espacio de unos treinta metros cuadrados, en el que no confluía ningn otro mueble de envergadura, se alzaba un imponente nudo de comunicaciones humanas, blanco, mullido y suave, de paso obligado cada noche. De fines del siglo XIX, había sufrido cierto proceso de modernización durante el XX, especialmente cuando en el año 1986 no hubo más remedio que derribar el dosel, mordisqueado y roído hasta la médula por el impenitente apetito de la carcoma. El casco antiguo, que ocupaba toda la parte inferior, conservaba en cambio todas las trazas y filigranas del siglo pasado. Por otro lado, el desarrollo industrial, aunque modesto, se hacía notar en las funcionales sábanas de ajuste.

Ocupaba la cabecera un gran tríptico de inspiración psicodélica, de perspectivas forzadas, colores brillantes y composición abigarrada. En él, sobre el tronco y las ramas de un árbol gigantesco, se desplegaba un enjambre de cuerpos fornicando en un mestizaje absoluto de razas, culturas y religiones. Hombrecillos de piel oscura superdotados, entrelazados sus miembros con los de un sinfín de mujeres, blancas las unas, pelirrojas y abundantes de carnes, otras muchas de piel negra y elástica y largos cabellos canos. Piernas, lenguas y manos rodeadas por todas partes de finos chorros de color lechoso.

A los pies, una arqueta de marfil, de líneas esbeltas y ligeras como las de un sarcófago, que bien podía haber albergado las reliquias de un santo o los restos de algún rey medieval, unos cuantos huesos, contenía únicamente nuevos juegos de sábanas y toallas. Por lo demás, no había armario ni esculturas ni capiteles ni frisos ni repisas y el muro se había desmaterializado por medio de unos grandes ventanales, como de iglesia, por los que, de haber estado abiertos, habría trepado el enmarañado olor de la madreselva.

Por aquellos vanos la vista podría haberse perdido en largas extensiones, a un lado de suaves colinas, al otro de hierba jugosa y brillante, y algo más cerca entre las formas caprichosas de un jardín, si aquella no hubiera sido una noche de luna nueva, oscura como una tumba. En suma, no se veía absolutamente nada, a pesar de que no había cortinas ni visillos, que, con su caída más o menos tenue, ocultaran las tierras de los alrededores. Y de aquella impenetrable densidad tampoco llegaba el más mínimo sonido.

Las cruces que formaban los travesaños de todas aquellas ventanas contribuían a aumentar an más la atmósfera reinante de silencio y respeto, más propia de un cementerio a medianoche que de un simple interior burgués.

En cuanto a los márgenes de la cama, la vegetación no era escasa sino sencillamente inexistente, resultando así el conjunto de lo más pintoresco por lo dilatado de las riberas vacías.

­Leo, ¿te parece que leamos un rato antes de dormir? ­preguntó una voz en medio de la ciudad-dormitorio envuelta en la penumbra.

­Sabes que jamás leo en la cama ­contestó una segunda voz desde debajo de las sábanas de aquel armatoste novecentista, que crujía con cada movimiento de sus ocupantes­. He leído unas pocas páginas de tu libro y he tenido que dejarlo. Me dolía el cuello y se me dormían las manos. Por eso nunca leo en la cama.

­Bueno, entonces ¿jugamos a que somos amigos? ­sugirió la primera voz abalanzándose sobre la silueta que había respondido al nombre de Leo y que ahora, a modo de respuesta, emitió únicamente un desganado gruñido, entre balido y mugido.

­Leo, dime cómo es ella...

Leo vaciló un instante antes de contestar. Tenía la sensación de que esas mismas palabras las había oído ya anteriormente, quizás incluso de haberlas leído, lo que a sus ojos dotaba a la escena de una extraña atmósfera de irrealidad.

­Es pelirroja, con los labios gruesos ­contestó en un tono algo impaciente, girándose con desgana bajo las sábanas­. Tiene los pechos...

­Espera, Leo, no vayas tan rápido. Descríbemela lenta, muy lentamente.

La voz de Leo, que parecía debatirse entre los perentorios deseos ajenos y su propia inclinación al sueño, no tardó sin embargo en proseguir con su disciplinada descripción.

­Es pelirroja. Tiene los cabellos laaargos, muy, muy, muy largos. Tan laaargos y suaves que le acarician los...

­¡Leo! Te he dicho que no vayas tan rápido.

Esta última voz denotaba inquietud, incluso indignación, pero no por ello abandonó la cálida protección de aquel mueble que, como el campamento de una legión romana, mostraba sobre el plano una perfecta planta rectangular.

­Está bien. Es pee-li-rrooo-ja. Tieee-ne los ca-beee-llos tan laaar-gos y suaaa-ves, queee...

­Leo, dime primero cómo va vestida. ¿Qué lleva puesto?

­Lleva sólo una camisa muy, muy transparente, se le pega al cuerpo y le marca los pezones y la curva de los glúteos cuando se gira sobre mí para abrazarme, y...

­Así, así, Leo sigue, y ella ¿qué te hace?

Leo estaba pensando. Estaba convencida de que la unión de dos personas, fueran éstas del mismo o de distinto sexo, con vistas a poseer mutua y plenamente sus capacidades sexuales, podía llegar en ocasiones a poner a prueba la paciencia de una de ellas. Y sin embargo, tras resistir con su meditación unos minutos de sitio, su voz siguió obedientemente las instrucciones de la otra. Esta vez ya sin ninguna interrupción.

­Me abraza, pero yo estoy de espaldas. Noto la punta de sus pechos en mi espalda. Cuando se mueve, recorren mi piel a través de la fría seda de su camisa y siento un escalofrío en las piernas... Y en la nuca. Ahora se sienta a horcajadas en mi cintura y noto, por la oscilación de su peso, que se está quitando la camisa. Cae al suelo y se escucha el suave crujido de la tela. Sus pezones, ahora cálidos y tiernos como los pétalos de una flor, vuelven a recorrer mi piel.

­Sigue, sigue, Leo. Así, así.

­Me vuelvo y recorro con la punta de mi lengua la aureola de sus pezones rosados. Mis dedos, con un fervor religioso, exploran, unos con atrevimiento, otros con recato, todos los rincones de su cuerpo. Como novicias recorriendo en silencio los pálidos corredores de un claustro.

La otra silueta, mientras tanto, no volvió a interrumpir el relato, sino que, escuchándolo atentamente, se movía sin parar, abrazando, palpando, tentando, acariciando, hurgando, lamiendo. Y continuó así durante un buen rato, como tantas otras noches, su voz creciendo de tono y perdiendo completamente el sentido hasta alcanzar el paroxismo, al tiempo que los movimientos debajo de las sábanas se aceleraban an más y se hacían más entrecortados.

Leo, que había tenido que contarlo todo tan lentamente, fue cayendo poco a poco en la inercia de un ligero sueño, mientras que la otra silueta, parando repentinamente su frenético empuje, dio un gran suspiro y, casi de golpe, empezó a roncar. Así, como el agua y el aceite después de agitados, obedeciendo a una ley natural, ambas siluetas se habían separado.

Poco después los ronquidos de Alfonso, que una vez más se había dormido boca arriba, despertaron a Leo, quien, no pudiendo conciliar de nuevo el sueño, se puso en pie junto a la cama y se embutió en su pijama de gruesas listas horizontales, unas más claras, otras oscuras, para acercarse a una de las ventanas, la que daba justamente sobre el jardín. La abrió, pudiendo así aspirar el olor de la madreselva, y en completo silencio y con aquella curiosa vestimenta, como si fuera una estatua de piedra, dio en pensar acerca de la estrechez de la vida en pareja, que tan pronto le parecía una jaula de dorados barrotes como una sórdida cárcel. Sintió deseos de sacudir los hierros de la jaula, pero con ello despertaría sin duda a la fiera que roncaba a sus espaldas, y asimismo la sensación recurrente de estar viviendo encadenados a la repetición de un simulacro.

Los afines, guiados por el amor, suelen atraerse con energía invencible, pensaba. Los dispares, en cambio, se estrellan en el intento de procurar armonías, armonías que a menudo han sido vedadas de antemano por la naturaleza. Y saltaba a la vista con toda claridad que sobre aquel colchón no reinaba la más mínima afinidad. Pero ya se sabe, intentó consolarse, las afinidades empiezan a resultar interesantes cuando, convertidas en un nuevo parentesco, desentonan y acaban por provocar separaciones. Cuando, rotas las concordancias amorosas, surgen otras simpatías.

Al cabo de un rato sintió frío en los pies, así que cerró la ventana y con los dedos en una mano, el índice y el corazón estirados, el resto encogidos contra la palma, recorrió lentamente la madera que, en forma de cruz, dividía los cristales, un enrejado que vino a aumentar la sensación de hallarse en la prisión de un castillo o de una fortaleza, con grillos y cadenas apretando sus tobillos y esposas en torno a las muñecas. La madera bajo sus dedos se volvía de metal, frío y brillante. Imaginaba los barrotes proyectando su sombra sobre la de su propio cuerpo. Apretó una mejilla contra el cristal y escuchó, pero no se oía nada. En la antigüedad la suerte de los prisioneros de guerra era la muerte. O la esclavitud, pensó; aunque las leyes de caballería y las órdenes religiosas pronto impulsaron la liberación por medio del rescate. Le vinieron entonces a la memoria las muchas aventuras de ventanas, rejas y jardines que había leído en los libros.

Pasó así largos minutos, meditando, hasta que decidió volver a la cama, al duro campo de batalla, y, cogiendo el libro que poco antes dejara en el suelo junto a la cabecera, se dispuso a matar el tiempo leyendo cómodamente, acostándose entre las sábanas, aunque los ronquidos no habían cesado an ni, como ya sabía, habrían de hacerlo en toda la noche. En cualquier caso, probó a dar un fingido estornudo, por ver si Alfonso dejaba de roncar, pero no sirvió de nada.

No solía leer en la cama, aunque de nuevo haría una excepción. Abrió el libro por la página ocho, para retomar la lectura en el punto en que poco antes la dejara... ¡Estaba en blanco! No había allí nada que leer, excepto el número. ¡Hermoso número el ocho!, pensó. Un número que es capicúa en su forma, el único, junto con el infinito, que puede leerse también en un espejo. Y que tumbado en una cama se convierte en ese otro número ilimitado. Pero sigamos leyendo, se dijo, y echó marcha atrás, para retomar el hilo. Los afines, guiados por el amor, suelen atraerse... No, esto me suena, me he confundido, página quince, por aquí no iba, ¿a ver? Y pasó un par de páginas.

­Continúa)