Imagínate que tú y yo estuviéramos sentados en
una apacible estancia con vistas a un jardín, tomando té
y charlando sobre unas cosas que pasaron hace mucho, mucho tiempo, y yo
te dijera &laqno;el día que conocí a fulano de tal... fue
el mejor día de mi vida y también el peor». Supongo
que dejarías la taza sobre la mesa y dirías: &laqno;¿En
qué quedamos? ¿fue el mejor o el peor?». Tratándose
de otra situación, me habría reído de mis palabras
y te habría dado la razón. Pero la verdad es que el día
que conocí al señor Tanaka Ichiro fue de verdad el mejor
y el peor día de mi vida. Me fascinó, incluso el olor a pescado
de sus manos me pareció un perfume. De no haberlo conocido, nunca
hubiera sido geisha.
No nací ni me eduqué para ser una de las famosas geishas
de Kioto. Ni siquiera nací en Kioto. Soy hija de un pescador de
Yoroido, un pueblecito de la costa del Mar de Japón. En toda mi
vida, no habré hablado de Yoroido, ni tampoco de la casa en la que
pasé mi infancia o de mis padres o de mi hermana mayor, ni desde
luego de cómo me hice geisha o de cómo te sientes siéndolo,
con más de media docena de personas. La mayoría de la gente
prefiere seguir imaginándose que mi madre y mi abuela fueron también
geishas y que yo empecé a prepararme para serlo en cuanto me destetaron,
y otras fantasías por el estilo. En realidad, un día, hace
muchos años, le estaba sirviendo sake a un hombre que mencionó
de pasada que había estado en Yoroido la semana anterior. Me sentí
como se debe de sentir un pájaro al encontrarse al otro lado del
océano con una criatura que conoce su nido. Me quedé tan
sorprendida que no pude contenerme y le dije:
-¡Yoroido! De ahí soy yo.
¡Pobre hombre! Su cara se convirtió en un muestrario de
muecas. Hizo todo lo posible por sonreír, sin conseguirlo, porque
no podía dejar de mostrar una turbada sorpresa.
-¿Yoroido? Seguro que no estamos hablando del mismo lugar.
Para entonces ya hacía mucho tiempo que yo había desarrollado
mi &laqno;sonrisa Noh»; la llamo así porque cuando la pongo
parezco una máscara del teatro Noh, de esas que son totalmente hieráticas.
La ventaja que tiene es que los hombres la interpretan como quieren; no
te puedes imaginar lo útil que me ha sido. En ese momento pensé
que lo mejor sería usarla, y como era de esperar, funcionó.
El hombre suspiró profundamente y se bebió de un trago la
copa de sake que acababa de servirle. Luego soltó una enorme carcajada,
de alivio, creo yo, más que de otra cosa.
-¡Qué idea! -dijo, soltando otra carcajada-. ¡Tú
de un poblacho como Yoroido! Eso sería como pensar en hacer té
en un cubo -y cuando volvió a reírse, me dijo-: Por eso eres
tan divertida, Sayuri-san. A veces casi consigues que me tome en serio
las bromitas que me haces.
No es que me guste mucho pensar que soy como un cubo de té, pero
supongo que en cierta medida es cierto. Después de todo, me crié
en Yoroido, y nadie se atrevería a decir que es un lugar con glamour.
Casi nunca va nadie por allí. Y la gente de allí no tiene
muchas oportunidades de irse. Probablemente te estés preguntando
cómo lo conseguí yo. Ahí empieza mi historia.
* * *
La casa en la que vivíamos en el pequeño puerto de Yoroido
era una &laqno;casita piripi», como la llamaba yo entonces. Estaba
junto a un acantilado donde soplaba constantemente el viento del océano.
De niña, pensaba que el mar estaba siempre acatarrado, porque jadeaba
constantemente, salvo cuando se quedaba como sin respiración, antes
de soltar uno de sus grandes estornudos -lo que equivale a decir que de
pronto soplaban ráfagas tremendas acompañadas de agua de
mar pulverizada-. Decidí que nuestra casita se habría ofendido
de que el océano le estornudara en la cara cada dos por tres y empezó
a torcerse para quitarse del medio. Probablemente hubiera terminado derrumbándose
de no ser porque mi padre la apuntaló con un madero que rescató
de un barco de pesca naufragado. De este modo, la casa parecía un
viejo borracho apoyado en una muleta.
Mi vida en la casita piripi también estaba un poco torcida. Como
desde muy niña me parecí mucho a mi madre y apenas nada a
mi padre o a mi hermana mayor, mi madre decía que estábamos
hechas iguales -y era verdad que las dos teníamos unos ojos peculiares,
de un color que casi nunca se ve en Japón-. En lugar de castaño
oscuro, los ojos de mi madre eran de un gris translúcido, y los
míos son exactamente iguales. Siendo niña le dije una vez
a mi madre que alguien le había hecho un agujerito en los ojos y
que se les había salido toda la tinta, y ella pensó que era
una ocurrencia la mar de graciosa. Los videntes decían que sus ojos
eran tan pálidos porque había demasiada agua en su personalidad,
tanta que los otros cuatro elementos apenas estaban presentes, y por eso,
explicaban, combinaban tan mal sus rasgos. La gente del pueblo decía
que tendría que haber sido extremadamente atractiva, porque sus
padres habían sido muy guapos. Pues bien, los melocotones tienen
un sabor exquisito, lo mismo que las setas, pero no se pueden combinar;
esa era la jugarreta que le había gastado la naturaleza. Tenía
la boquita bien formada de su madre, pero la angulosa mandíbula
de su padre, lo que daba la impresión de una delicada pintura enmarcada
con un marco demasiado pesado. Y sus hermosos ojos grises estaban cercados
por unas pestañas extremadamente espesas que en el caso de su padre
debían de ser sorprendentes, pero en el suyo hacían que pareciera
siempre espantada.
Mi madre siempre decía que se había casado con mi padre
porque ella tenía demasiada agua en su personalidad y mi padre demasiada
madera en la suya. La gente que conocía a mi padre enseguida entendía
a qué se refería mi madre. El agua mana veloz de un lugar
a otro y siempre encuentra una rendija por la que salir. La madera, por
su parte, se agarra fuerte a la tierra. En el caso de mi padre esto era
bueno, porque era pescador, y un hombre con madera en su personalidad se
encuentra cómodo en el mar. En realidad, mi padre se encontraba
mejor en el mar que en cualquier otro sitio, y nunca se alejaba mucho de
él. Olía a mar incluso después de lavarse. Cuando
no estaba pescando, se sentaba en el suelo de nuestra oscura casita y remendaba
las redes. Y si la red hubiera sido una criatura dormida ni siquiera la
habría despertado, tal era la lentitud con la que trabajaba. Lo
hacía todo así de despacio. Incluso cuando intentaba poner
cara de concentración, podías salir fuera y vaciar el barreño
en el tiempo que le llevaba a él recolocar sus rasgos. Tenía
la cara llena de arrugas, y en cada arruga había escondido una preocupación
u otra, de modo que había dejado de ser su cara y más bien
parecía un árbol con nidos de pájaros en todas las
ramas. Tenía que luchar constantemente para dominarla, y siempre
parecía agotado por el esfuerzo.
Cuando tenía seis o siete años, me enteré de algo
referente a mi padre que hasta entonces había ignorado. Un día
le pregunté: &laqno;Papá, ¿por qué eres tan
viejo?». Él arqueó las cejas, de modo que tomaron la
forma de unos pequeños paraguas caídos sobre sus ojos. Y
luego suspiró largamente, movió la cabeza y dijo: &laqno;No
lo sé». Cuando me volví a mi madre, ella me lanzó
una mirada que significaba que respondería a mi pregunta en otro
momento. Al día siguiente, sin darme ninguna explicación,
me llevó con ella colina abajo, hacia el pueblo, pero antes de llegar
torcimos en el camino que lleva al cementerio, en el bosque. Allí
me condujo a tres sepulturas juntas en una esquina y marcadas cada una
con un poste más alto que yo. Tenían unas austeras inscripciones
escritas de arriba abajo, pero yo no había ido a la escuela del
pueblo lo bastante para saber dónde acaba una y empezaba la siguiente.
Mi madre los señaló y dijo: &laqno;Natsu, esposa de Sakamoto
Minoru». Sakamoto Minoru era el nombre de mi padre. &laqno;Fallecida,
a los veinticuatro años, en el año decimonoveno de Meiji.»
Luego señaló la siguiente: &laqno;Jinichiro, hijo de Sakamoto
Minoru, fallecido, a los seis años, en el año decimonoveno
de Meiji», y a la siguiente, que era idéntica a las otras
dos, salvo por el nombre, Masao, y la edad, tres años. Me llevó
un rato comprender que mi padre había estado casado antes, hacía
mucho tiempo, y que toda su familia había muerto. No mucho después
volví a visitar las sepulturas y descubrí que la tristeza
es un peso difícil de llevar. Mi cuerpo pesaba el doble que un momento
antes, como si aquellas sepulturas tiraran de mí.
* * *
Con toda aquella agua y toda aquella madera, el equilibrio tendría
que haber sido perfecto, y mis padres tendrían que haber engendrado
hijos con la proporción adecuada de cada elemento. Seguro que se
sorprendieron al ver que habían terminado teniendo una de cada.
Pues no sólo yo me parecía a mi madre y había heredado
incluso sus extraños ojos, sino que mi hermana, Satsu, se parecía
a mi padre como una gota de agua a otra. Satsu tenía seis años
más que yo, y, claro, al ser mayor, le dejaban hacer cosas que a
mí todavía me estaban prohibidas. Pero Satsu tenía
la virtud de hacerlo todo de tal forma que parecía una completa
casualidad. Por ejemplo, si le pedías que te sirviera un cuenco
de sopa de la olla puesta en el fogón, lo hacía, pero de
tal modo que parecía que la sopa se había derramado y, por
suerte, había caído en el cuenco. Una vez incluso se cortó
con un pescado. Y no es que se cortara con un cuchillo limpiando un pescado.
Qué va. Subía la cuesta desde el pueblo con un pescado envuelto
en papel, y se le escurrió y cayó de tal forma que le dio
en la pierna y le cortó con una de las aletas.
Seguramente nuestros padres habrían tenido más hijos además
de Satsu y de mí, sobre todo porque mi padre esperaba tener un chico
que saliera a pescar con él. Pero cuando yo tenía siete años,
mi madre cayó gravemente enferma, probablemente con cáncer
de huesos, aunque por entonces yo no tenía ni idea de lo que le
pasaba. Su única forma de escapar al dolor era dormir, lo que empezó
a hacer como los gatos, es decir, más o menos constantemente. Conforme
se sucedían los meses, más tiempo pasaba ella dormida, y
enseguida empezó a gemir cuando estaba despierta. Yo me daba cuenta
de que algo estaba cambiando rápidamente en ella, pero como había
tanta agua en su personalidad, no me pareció preocupante. A veces
en cuestión de unos pocos meses se quedaba en los huesos, pero luego
volvía a engordar con la misma rapidez. Pero para mi noveno cumpleaños,
empezaron a salírsele los huesos de la cara y ya no volvió
a engordar. Yo no me daba cuenta de que debido a su enfermedad se estaba
quedando sin agua. Al igual que las algas que están naturalmente
empapadas y se vuelven quebradizas al secarse, mi madre estaba perdiendo
más y más de su esencia.
Entonces, una tarde estaba yo sentada en el agujereado suelo de nuestra
casa, cantándole a un grillo que había encontrado aquella
mañana, cuando una voz llamó a la puerta:
-¡Eh! ¡Abrid la puerta! ¡Soy el doctor Miura!
El doctor Miura venía a nuestro pueblo una vez a la semana, y
desde que mi madre había enfermado, siempre se tomaba la molestia
de subir la cuesta hasta nuestra casa para ver cómo iba la enferma.
Mi padre estaba en casa aquel día, porque se avecinaba una gran
tempestad. Estaba sentado en el suelo, en su lugar de costumbre, con sus
inmensas manos enredadas, como arañas, en una red de pescar. Pasado
un momento, volvió sus ojos hacia mí y levantó un
dedo. Esto significaba que quería que fuera a abrir la puerta.
El doctor Miura era un hombre muy importante, o al menos eso creíamos
en el pueblo. Había estudiado en Tokio, y se decía que conocía
más caracteres chinos que nadie. Era demasiado orgulloso para fijarse
en una criatura como yo. Cuando abrí la puerta, se quitó
los zapatos y entró en la casa delante de mí.
-¡Vaya, vaya, Sakamoto-san! -le dijo a mi padre-. Me gustaría
vivir como usted, todo el día en el mar, pescando. ¡Qué
maravilla! Y luego los días de resaca descansando en casa. Veo que
su esposa sigue dormida -continuó-. Es una pena, porque había
pensado reconocerla hoy.
-¿Ah, sí? -dijo mi padre.
-La semana que viene no puedo acercarme. ¿Podría despertarla
para que la reconociera?
A mi padre le llevó un rato desenredarse los dedos de la red,
pero por fin se puso en pie.
-Chiyo-chan -me dijo- tráele una taza de té al doctor.
Entonces me llamaba Chiyo. Todavía no se me conocía por
mi nombre de geisha, Sayuri.
Mi padre y el doctor entraron en la otra habitación, donde dormía
mi madre. Intenté escuchar desde la puerta, pero sólo oía
los gemidos de mi madre y nada de lo que decían ellos. Me puse a
hacer el té, y enseguida salió el doctor frotándose
las manos y con una expresión muy seria. Mi padre salió detrás,
y se sentaron los dos en la mesa, en el centro de la habitación.
-Ha llegado el momento de decirte algo, Sakamoto-san -empezó
diciendo el doctor Miura-. Tienes que ir a hablar con una de las mujeres
del pueblo. Con la Señora Sugi, tal vez. Y pedirle que haga un bonito
vestido para tu mujer.
-No tengo el dinero, doctor -dijo mi padre.
-Últimamente todos somos más pobres. Entiendo lo que dices.
Pero se lo debes a tu mujer. No debería morir con el andrajoso vestido
que lleva puesto.
-¿Entonces es que va a morir pronto?
-Unas pocas semanas más. Tiene unos dolores espantosos. La muerte
la aliviará.
Después de esto, dejé de oír sus voces, pues lo
que oía dentro de mi cabeza era un sonido semejante al de un pájaro
aleteando espantado. Tal vez era mi corazón, no sé. Pero
si alguna vez has visto un pájaro atrapado dentro de un templo,
intentando como un loco encontrar una salida, así estaba reaccionando
mi mente. No se me había ocurrido pensar que mi madre no podía
continuar enferma para siempre. No voy a decir que no me hubiera preguntado
qué pasaría si se muriera; sí que me lo preguntaba
algunas veces, pero de la misma manera que me preguntaba qué pasaría
si un terremoto se tragara nuestra casa. La vida se acabaría.
-Creí que me moriría yo primero -decía mi padre.
-Eres viejo, Sakamoto-san. Pero tienes buena salud. Todavía te
quedan cuatro o cinco años. Te dejaré más píldoras
de éstas para tu mujer. Le puedes dar dos juntas, si es necesario.
Hablaron un poco más sobre las píldoras, y luego el doctor
Miura se marchó. Durante un largo rato, mi padre continuó
sentado en silencio, dándome la espalda. No llevaba camisa, sólo
su fláccida piel. Cuanto más lo miraba, más me parecería
una extraña colección de formas y texturas. Su columna vertebral
era una soga llena de nudos. Su cabeza, con aquellos descoloridos manchurrones,
podría haber sido una fruta machucada. Sus brazos eran palitos envueltos
en cuero viejo, colgando de dos bultos. Si moría mi madre, ¿cómo
iba yo a seguir viviendo en la casa con él? No quería alejarme
de él, pero cuando mi madre desapareciera, la casa se quedaría
vacía, estuviera él o no.
Por fin mi padre me llamó en un susurro. Me acerqué y
me arrodillé a su lado.
-Algo muy importante -me dijo.
Tenía la cara más seria de lo normal, con los ojos en
blanco, casi como si no pudiera controlarlos. Pensé que se debatía,
intentando decirme que mi madre no tardaría en morir, pero todo
lo que me dijo fue:
-Baja al pueblo y compra incienso para el altar.
Nuestro pequeño altar budista estaba dispuesto en un viejo cajón
a la entrada de la cocina; era lo único de valor en nuestra casita
piripi. Delante de una figura toscamente tallada de Amida, el Buda del
Paraíso Occidental, había unas pequeñas tablillas
mortuorias con los nombres budistas de nuestros antepasados.
-Pero, padre... ¿eso es todo?
Esperaba que me contestara algo, pero se limitó a hacer un gesto
con la mano que indicaba que me fuera.
* * *
El camino de nuestra casa bordeaba el acantilado antes de meterse tierra
adentro, hacia el pueblo. Andar por él en un día como aquél
no era fácil, pero recuerdo que agradecí que el feroz viento
barriera de mi mente todo lo que me atormentaba. El mar estaba embravecido,
con unas olas cortantes como piedras afiladas. Me pareció que el
mundo entero se sentía como me sentía yo. ¿Es que
la vida era sólo una tempestad que arrasaba con todo, dejando tras
ella sólo algo yermo e irreconocible? Nunca había tenido
pensamientos así. Para escapar de ellos, me eché a correr
por el camino hasta que vi el pueblo a mis pies. Yoroido era un pueblecito
situado a la entrada de una ensenada. Por lo general, el agua estaba plagada
de barcos de pesca, pero ese día sólo se veían algunos
barcos que volvían y que, como siempre, me parecieron pulgas de
agua saltando por la superficie. La tempestad venía en serio; la
oía rugir. Los barcos de pesca que quedaban en la bahía empezaron
a difuminarse hasta desaparecer tras la cortina de agua. Vi que la tormenta
avanzaba hacia mí. Me golpearon las primera gotas, del tamaño
de huevos de codorniz, y en cuestión de segundos estaba tan mojada
como si me hubiera caído al mar.
Yoroido sólo tenía una carretera, que llevaba directamente
a la entrada principal de la Compañía Japonesa del Pescado
y el Marisco y estaba flanqueada por una hilera de casas, cuya habitación
delantera se utilizaba como tienda. Crucé la calle corriendo hacia
la Casa Okada, donde vendían artículos de mercería;
pero entonces me sucedió algo -una de esas nimiedades con consecuencias
gigantescas, como tropezar y caer delante de un tren-. La carretera de
tierra estaba resbaladiza, y mis pies siguieron andando sin mí.
Me caí de frente y me di en un lado de la cara. Supongo que el golpe
debió de aturdirme, porque sólo recuerdo una especie de entumecimiento
y la sensación de que quería escupir algo que tenía
en la boca. Oí voces y sentí que me daban la vuelta; me levantaban
y me transportaban. Me di cuenta de que me entraban en la Compañía
Japonesa del Pescado y del Marisco, porque me envolvió el olor a
pescado. Oí un golpe seco cuando dejaron caer al suelo un gran pescado
y me echaron a mí sobre la viscosa superficie de la mesa que éste
había ocupado. Sabía que estaba empapada, que estaba sangrando
y que iba descalza, sucia y vestida con ropas de campesina. Lo que no sabía
era que aquél era el momento que iba a cambiarlo todo. Pues fue
en semejante situación en la que me encontré mirando a la
cara del Señor Tanaka Ichiro.
Había visto al Señor Tanaka muchas veces en el pueblo.
Vivía en una ciudad cercana, pero venía todos los días,
pues su familia era la propietaria de la Compañía Japonesa
del Pescado y del Marisco. No iba vestido de campesino como el resto de
los hombres, sino que llevaba un kimono masculino, con unos pantalones
que me recordaban a esas ilustraciones de los samuráis que tal vez
conozcas. Tenía la piel suave y tersa como un tambor; sus mejillas
eran brillantes crestas, como la piel tirante y crujiente de un pescado
a la parrilla. Siempre me había parecido fascinante. Cuando estaba
jugando en la calle con los otros niños, y acertaba a pasar por
allí el Señor Tanaka, siempre dejaba de hacer lo que estuviera
haciendo para mirarlo.
Me dejaron tumbada en aquella pringosa superficie mientras el Señor
Tanaka me examinaba el labio, estirándomelo al tiempo que me giraba
la cabeza a un lado y al otro. De pronto se fijó en mis ojos grises,
que estaban clavados en él con tal fascinación que me resultó
imposible fingir que no lo estaba mirando. No sonrió burlón
como diciéndome que era una descarada, ni tampoco apartó
la vista; se diría que le daba igual adónde mirara yo o lo
que pensara. Nos miramos durante un largo rato, tan largo que me dio un
escalofrío a pesar del bochorno que hacía dentro del edificio
de la Compañía.
-Te conozco -dijo finalmente-. Eres la pequeña del viejo Sakamoto.
Ya de niña me daba cuenta de que el Señor Tanaka veía
el mundo como era realmente; nunca tenía la expresión aturdida
de mi padre. A mí me parecía que aquel hombre veía
correr la savia por los pinos y el círculo brillante en el cielo,
donde las nubes tapan el sol. Vivía en un mundo visible, aun cuando
no siempre le agradara estar en él. Me di cuenta de que se fijaba
en los árboles, en el barro y en los niños que jugaban en
la calle, pero no tenía ninguna razón para pensar que se
hubiera fijado en mí.
Tal vez por eso, cuando me habló, se me saltaron las lágrimas.
El Señor Tanaka me sentó. Creí que me iba a decir
que me fuera, pero en lugar de ello dijo:
-No te tragues esa sangre, muchachita. A no ser que quieras que se te
haga una piedra en el estómago. Si yo fuera tú, la escupiría
en el suelo.
-¿La sangre de una muchacha, Señor Tanaka? -dijo uno de
los hombres-. ¿Aquí, donde traemos el pescado?
Los pescadores son terriblemente supersticiosos, ya sabes. Especialmente
no quieren que las mujeres tengan nada que ver con la pesca. Un hombre
del pueblo, el Señor Yamamura, encontró a su hija jugando
en su barco una mañana. Le dio una paliza con una vara y luego fregó
el barco con sake y lejía con tal fuerza que levantó la pintura.
Pero esto tampoco le pareció suficiente, y el Señor Yamamura
hizo que el sacerdote shinto viniera a bendecirlo. Todo ello simplemente
porque su hija había estado jugando donde se pesca. Y hete aquí
que el Señor Tanaka estaba sugiriendo que escupiera la sangre en
el suelo de la nave donde se limpiaba el pescado.
-Si lo que os asusta es que lo que escupa estropee las tripas del pescado
-dijo el Señor Tanaka-, llevároslas a casa. Tengo muchas
más.
-No es por las tripas del pescado, señor.
-Y yo les digo que su sangre será lo más limpio que haya
tocado este suelo desde que nacimos vosotros y yo. Venga -dijo el Señor
Tanaka, dirigiéndose a mí-. Escupe.
Sentada sobre las babas que cubrían la mesa, no sabía
qué hacer. Pensaba que sería terrible desobedecer al Señor
Tanaka, pero no estoy segura de que hubiera tenido el valor de escupir
si uno de los hombres no se hubiera echado a un lado y se hubiera sonado
en el suelo. Tras ver aquello no pude soportar tener nada en la boca ni
un minuto más, y escupí la sangre como el Señor Tanaka
me había dicho. Todos los hombres se alejaron asqueados, salvo el
ayudante del Señor Tanaka, que se llamaba Sugi. El Señor
Tanaka le dijo que fuera a buscar al doctor Miura.
-No sé dónde encontrarlo -dijo Sugi, aunque para mí
que lo que realmente quería decir era que no le apetecía
ir.
Yo le dije al Señor Tanaka que el doctor había pasado
por nuestra casa hacia unos minutos.
-¿Dónde está tu casa? -me preguntó el Señor
Tanaka.
-Es la casita piripi que está encima del acantilado.
-¿Qué es eso de &laqno;casita piripi»?
-Es la que está inclinada, como si hubiera bebido demasiado.
Parecía que el Señor Tanaka no sabía qué
hacer con aquella información.
-Bueno, Sugi, sube hasta esa casa piripi y busca al doctor Miura. No
te costará encontrarlo. Guíate por los gritos que dan sus
pacientes cuando los palpa.
Me imaginé que el Señor Tanaka volvería a su trabajo
al salir Sugi; pero se quedó junto a la mesa sin quitarme ojo. Sentí
que la cara me empezaba a arder. Finalmente dijo algo que me pareció
muy inteligente.
-Tienes la cara como una berenjena, pequeña Sakamoto.
Se acercó a un cajón y sacó un espejito para que
me viera. Tenía el labio hinchado y amoratado, como había
dicho él.
-Pero lo que realmente quiero saber -continuó- es por qué
tienes unos ojos tan extraordinarios y por qué no te pareces en
nada a tu padre.
-Son los ojos de mi madre -respondí yo-. Pero mi padre tiene
tantas arrugas que nunca he podido saber cómo es realmente.
-Tú también tendrás arrugas algún día.
-Pero algunas de sus arrugas se deben a cómo está hecho
-dije yo-. La parte de atrás de su cabeza es tan vieja como la de
delante, y, sin embargo, es tan lisa como un huevo.
-No es lo más respetuoso que se puede decir de un padre -me dijo
el Señor Tanaka-. Pero supongo que será cierto.
Luego dijo algo que me sonrojó tanto, que estoy segura de que
mis labios empalidecieron.
-¿Y entonces cómo un viejo arrugado con cabeza de huevo
ha podido tener una hija tan guapa como tú?
En los años que siguieron me han dicho guapa más veces
de las que puedo recordar. Aunque, claro, a las geishas siempre se las
llama guapas, incluso a las que no lo son. Pero cuando el Señor
Tanaka me dijo aquello, mucho antes de que yo supiera lo que es una geisha,
casi creí que era cierto.
* * *
Después de que el doctor Miura me curara el labio, compré
el incienso que mi padre me había encargado, y volví a casa
en un estado tal de agitación que no creo que hubiera habido más
actividad dentro de mí si, en lugar de un niña, hubiera sido
un hormiguero. Me habría resultado más fácil si mis
emociones me empujaran todas en la misma dirección, pero la cosa
no era tan sencilla. Me habían dejado al azar del viento, como un
trozo de papel. En algún lugar, entre los diversos pensamientos
que me inspiraba mi madre -en algún lugar más allá
del dolor del labio- había anidado en mí un pensamiento placentero,
que intentaba una y otra vez poner en claro. Tenía que ver con el
Señor Tanaka. Me paré en el acantilado y contemplé
el mar, donde aun después de la tormenta, las olas seguían
siendo como piedras afiladas, y el cielo había tomado un color pardusco,
de barro. Me aseguré de que no había nadie por allí
mirándome, y entonces, apretando el incienso contra mi pecho, grité
al viento el nombre del Señor Tanaka, una y otra vez hasta que escuché,
satisfecha, la música de cada sílaba. Ya sé que debe
de sonar a locura por mi parte, y lo era. Pero yo sólo era una muchacha
confusa.
Después de cenar y de que mi padre se hubiera ido al pueblo a
ver cómo jugaban los otros pescadores al ajedrez, Satsu y yo limpiamos
la cocina en silencio. Intenté recordar cómo me había
hecho sentir el Señor Tanaka, pero en el frío silencio de
la casa, la sensación se había evaporado. Lo que sentía
era un terror gélido y persistente ante la idea de la enfermedad
de mi madre. Me encontré calculando cuánto tiempo quedaría
para que fuese enterrada en el cementerio del pueblo junto a la otra familia
de mi padre. ¿Qué sería de mí luego? Con mi
madre muerta, Satsu actuaría en su lugar, suponía yo. Observé
a mi hermana fregar la olla de hierro en la que hacíamos la sopa;
pero aunque la tenía delante de sus narices, aunque parecía
mirarla, me di cuenta de que no la estaba viendo. Siguió fregándola
mucho después de que ya estuviera limpia. Por fin, le dije:
-Satsu-san, no me siento bien.
-Sal y calienta el baño -me contestó, apartándose
de los ojos los encrespados cabellos con la mano mojada.
-No quiero bañarme -dije-. Satsu, Mamá se va a morir...
-Esta olla está rajada. ¡Mira!
-No lo está -dije yo-. Siempre ha tenido esa marca.
-Pues entonces, ¿por qué se sale el agua?
-No se sale. La has salpicado tú. Te estaba viendo.
Durante un momento Satsu pareció profundamente emocionada, lo
que se tradujo en su cara en una expresión de asombro extremo, tal
como sucedía con otros muchos de sus sentimientos. Pero no dijo
nada más. Se limitó a quitar la olla del fogón y se
dirigió a la puerta para tirarla fuera.
(Continúa)