Memorias de una Geisha. Arthur Golden

(Ed. Alfaguara)

CAPITULO I

Imagínate que tú y yo estuviéramos sentados en una apacible estancia con vistas a un jardín, tomando té y charlando sobre unas cosas que pasaron hace mucho, mucho tiempo, y yo te dijera &laqno;el día que conocí a fulano de tal... fue el mejor día de mi vida y también el peor». Supongo que dejarías la taza sobre la mesa y dirías: &laqno;¿En qué quedamos? ¿fue el mejor o el peor?». Tratándose de otra situación, me habría reído de mis palabras y te habría dado la razón. Pero la verdad es que el día que conocí al señor Tanaka Ichiro fue de verdad el mejor y el peor día de mi vida. Me fascinó, incluso el olor a pescado de sus manos me pareció un perfume. De no haberlo conocido, nunca hubiera sido geisha.

No nací ni me eduqué para ser una de las famosas geishas de Kioto. Ni siquiera nací en Kioto. Soy hija de un pescador de Yoroido, un pueblecito de la costa del Mar de Japón. En toda mi vida, no habré hablado de Yoroido, ni tampoco de la casa en la que pasé mi infancia o de mis padres o de mi hermana mayor, ni desde luego de cómo me hice geisha o de cómo te sientes siéndolo, con más de media docena de personas. La mayoría de la gente prefiere seguir imaginándose que mi madre y mi abuela fueron también geishas y que yo empecé a prepararme para serlo en cuanto me destetaron, y otras fantasías por el estilo. En realidad, un día, hace muchos años, le estaba sirviendo sake a un hombre que mencionó de pasada que había estado en Yoroido la semana anterior. Me sentí como se debe de sentir un pájaro al encontrarse al otro lado del océano con una criatura que conoce su nido. Me quedé tan sorprendida que no pude contenerme y le dije:

-¡Yoroido! De ahí soy yo.

¡Pobre hombre! Su cara se convirtió en un muestrario de muecas. Hizo todo lo posible por sonreír, sin conseguirlo, porque no podía dejar de mostrar una turbada sorpresa.

-¿Yoroido? Seguro que no estamos hablando del mismo lugar.

Para entonces ya hacía mucho tiempo que yo había desarrollado mi &laqno;sonrisa Noh»; la llamo así porque cuando la pongo parezco una máscara del teatro Noh, de esas que son totalmente hieráticas. La ventaja que tiene es que los hombres la interpretan como quieren; no te puedes imaginar lo útil que me ha sido. En ese momento pensé que lo mejor sería usarla, y como era de esperar, funcionó. El hombre suspiró profundamente y se bebió de un trago la copa de sake que acababa de servirle. Luego soltó una enorme carcajada, de alivio, creo yo, más que de otra cosa.

-¡Qué idea! -dijo, soltando otra carcajada-. ¡Tú de un poblacho como Yoroido! Eso sería como pensar en hacer té en un cubo -y cuando volvió a reírse, me dijo-: Por eso eres tan divertida, Sayuri-san. A veces casi consigues que me tome en serio las bromitas que me haces.

No es que me guste mucho pensar que soy como un cubo de té, pero supongo que en cierta medida es cierto. Después de todo, me crié en Yoroido, y nadie se atrevería a decir que es un lugar con glamour. Casi nunca va nadie por allí. Y la gente de allí no tiene muchas oportunidades de irse. Probablemente te estés preguntando cómo lo conseguí yo. Ahí empieza mi historia.

 

* * *

 

La casa en la que vivíamos en el pequeño puerto de Yoroido era una &laqno;casita piripi», como la llamaba yo entonces. Estaba junto a un acantilado donde soplaba constantemente el viento del océano. De niña, pensaba que el mar estaba siempre acatarrado, porque jadeaba constantemente, salvo cuando se quedaba como sin respiración, antes de soltar uno de sus grandes estornudos -lo que equivale a decir que de pronto soplaban ráfagas tremendas acompañadas de agua de mar pulverizada-. Decidí que nuestra casita se habría ofendido de que el océano le estornudara en la cara cada dos por tres y empezó a torcerse para quitarse del medio. Probablemente hubiera terminado derrumbándose de no ser porque mi padre la apuntaló con un madero que rescató de un barco de pesca naufragado. De este modo, la casa parecía un viejo borracho apoyado en una muleta.

Mi vida en la casita piripi también estaba un poco torcida. Como desde muy niña me parecí mucho a mi madre y apenas nada a mi padre o a mi hermana mayor, mi madre decía que estábamos hechas iguales -y era verdad que las dos teníamos unos ojos peculiares, de un color que casi nunca se ve en Japón-. En lugar de castaño oscuro, los ojos de mi madre eran de un gris translúcido, y los míos son exactamente iguales. Siendo niña le dije una vez a mi madre que alguien le había hecho un agujerito en los ojos y que se les había salido toda la tinta, y ella pensó que era una ocurrencia la mar de graciosa. Los videntes decían que sus ojos eran tan pálidos porque había demasiada agua en su personalidad, tanta que los otros cuatro elementos apenas estaban presentes, y por eso, explicaban, combinaban tan mal sus rasgos. La gente del pueblo decía que tendría que haber sido extremadamente atractiva, porque sus padres habían sido muy guapos. Pues bien, los melocotones tienen un sabor exquisito, lo mismo que las setas, pero no se pueden combinar; esa era la jugarreta que le había gastado la naturaleza. Tenía la boquita bien formada de su madre, pero la angulosa mandíbula de su padre, lo que daba la impresión de una delicada pintura enmarcada con un marco demasiado pesado. Y sus hermosos ojos grises estaban cercados por unas pestañas extremadamente espesas que en el caso de su padre debían de ser sorprendentes, pero en el suyo hacían que pareciera siempre espantada.

Mi madre siempre decía que se había casado con mi padre porque ella tenía demasiada agua en su personalidad y mi padre demasiada madera en la suya. La gente que conocía a mi padre enseguida entendía a qué se refería mi madre. El agua mana veloz de un lugar a otro y siempre encuentra una rendija por la que salir. La madera, por su parte, se agarra fuerte a la tierra. En el caso de mi padre esto era bueno, porque era pescador, y un hombre con madera en su personalidad se encuentra cómodo en el mar. En realidad, mi padre se encontraba mejor en el mar que en cualquier otro sitio, y nunca se alejaba mucho de él. Olía a mar incluso después de lavarse. Cuando no estaba pescando, se sentaba en el suelo de nuestra oscura casita y remendaba las redes. Y si la red hubiera sido una criatura dormida ni siquiera la habría despertado, tal era la lentitud con la que trabajaba. Lo hacía todo así de despacio. Incluso cuando intentaba poner cara de concentración, podías salir fuera y vaciar el barreño en el tiempo que le llevaba a él recolocar sus rasgos. Tenía la cara llena de arrugas, y en cada arruga había escondido una preocupación u otra, de modo que había dejado de ser su cara y más bien parecía un árbol con nidos de pájaros en todas las ramas. Tenía que luchar constantemente para dominarla, y siempre parecía agotado por el esfuerzo.

Cuando tenía seis o siete años, me enteré de algo referente a mi padre que hasta entonces había ignorado. Un día le pregunté: &laqno;Papá, ¿por qué eres tan viejo?». Él arqueó las cejas, de modo que tomaron la forma de unos pequeños paraguas caídos sobre sus ojos. Y luego suspiró largamente, movió la cabeza y dijo: &laqno;No lo sé». Cuando me volví a mi madre, ella me lanzó una mirada que significaba que respondería a mi pregunta en otro momento. Al día siguiente, sin darme ninguna explicación, me llevó con ella colina abajo, hacia el pueblo, pero antes de llegar torcimos en el camino que lleva al cementerio, en el bosque. Allí me condujo a tres sepulturas juntas en una esquina y marcadas cada una con un poste más alto que yo. Tenían unas austeras inscripciones escritas de arriba abajo, pero yo no había ido a la escuela del pueblo lo bastante para saber dónde acaba una y empezaba la siguiente. Mi madre los señaló y dijo: &laqno;Natsu, esposa de Sakamoto Minoru». Sakamoto Minoru era el nombre de mi padre. &laqno;Fallecida, a los veinticuatro años, en el año decimonoveno de Meiji.» Luego señaló la siguiente: &laqno;Jinichiro, hijo de Sakamoto Minoru, fallecido, a los seis años, en el año decimonoveno de Meiji», y a la siguiente, que era idéntica a las otras dos, salvo por el nombre, Masao, y la edad, tres años. Me llevó un rato comprender que mi padre había estado casado antes, hacía mucho tiempo, y que toda su familia había muerto. No mucho después volví a visitar las sepulturas y descubrí que la tristeza es un peso difícil de llevar. Mi cuerpo pesaba el doble que un momento antes, como si aquellas sepulturas tiraran de mí.

 

* * *

 

Con toda aquella agua y toda aquella madera, el equilibrio tendría que haber sido perfecto, y mis padres tendrían que haber engendrado hijos con la proporción adecuada de cada elemento. Seguro que se sorprendieron al ver que habían terminado teniendo una de cada. Pues no sólo yo me parecía a mi madre y había heredado incluso sus extraños ojos, sino que mi hermana, Satsu, se parecía a mi padre como una gota de agua a otra. Satsu tenía seis años más que yo, y, claro, al ser mayor, le dejaban hacer cosas que a mí todavía me estaban prohibidas. Pero Satsu tenía la virtud de hacerlo todo de tal forma que parecía una completa casualidad. Por ejemplo, si le pedías que te sirviera un cuenco de sopa de la olla puesta en el fogón, lo hacía, pero de tal modo que parecía que la sopa se había derramado y, por suerte, había caído en el cuenco. Una vez incluso se cortó con un pescado. Y no es que se cortara con un cuchillo limpiando un pescado. Qué va. Subía la cuesta desde el pueblo con un pescado envuelto en papel, y se le escurrió y cayó de tal forma que le dio en la pierna y le cortó con una de las aletas.

Seguramente nuestros padres habrían tenido más hijos además de Satsu y de mí, sobre todo porque mi padre esperaba tener un chico que saliera a pescar con él. Pero cuando yo tenía siete años, mi madre cayó gravemente enferma, probablemente con cáncer de huesos, aunque por entonces yo no tenía ni idea de lo que le pasaba. Su única forma de escapar al dolor era dormir, lo que empezó a hacer como los gatos, es decir, más o menos constantemente. Conforme se sucedían los meses, más tiempo pasaba ella dormida, y enseguida empezó a gemir cuando estaba despierta. Yo me daba cuenta de que algo estaba cambiando rápidamente en ella, pero como había tanta agua en su personalidad, no me pareció preocupante. A veces en cuestión de unos pocos meses se quedaba en los huesos, pero luego volvía a engordar con la misma rapidez. Pero para mi noveno cumpleaños, empezaron a salírsele los huesos de la cara y ya no volvió a engordar. Yo no me daba cuenta de que debido a su enfermedad se estaba quedando sin agua. Al igual que las algas que están naturalmente empapadas y se vuelven quebradizas al secarse, mi madre estaba perdiendo más y más de su esencia.

Entonces, una tarde estaba yo sentada en el agujereado suelo de nuestra casa, cantándole a un grillo que había encontrado aquella mañana, cuando una voz llamó a la puerta:

-¡Eh! ¡Abrid la puerta! ¡Soy el doctor Miura!

El doctor Miura venía a nuestro pueblo una vez a la semana, y desde que mi madre había enfermado, siempre se tomaba la molestia de subir la cuesta hasta nuestra casa para ver cómo iba la enferma. Mi padre estaba en casa aquel día, porque se avecinaba una gran tempestad. Estaba sentado en el suelo, en su lugar de costumbre, con sus inmensas manos enredadas, como arañas, en una red de pescar. Pasado un momento, volvió sus ojos hacia mí y levantó un dedo. Esto significaba que quería que fuera a abrir la puerta.

El doctor Miura era un hombre muy importante, o al menos eso creíamos en el pueblo. Había estudiado en Tokio, y se decía que conocía más caracteres chinos que nadie. Era demasiado orgulloso para fijarse en una criatura como yo. Cuando abrí la puerta, se quitó los zapatos y entró en la casa delante de mí.

-¡Vaya, vaya, Sakamoto-san! -le dijo a mi padre-. Me gustaría vivir como usted, todo el día en el mar, pescando. ¡Qué maravilla! Y luego los días de resaca descansando en casa. Veo que su esposa sigue dormida -continuó-. Es una pena, porque había pensado reconocerla hoy.

-¿Ah, sí? -dijo mi padre.

-La semana que viene no puedo acercarme. ¿Podría despertarla para que la reconociera?

A mi padre le llevó un rato desenredarse los dedos de la red, pero por fin se puso en pie.

-Chiyo-chan -me dijo- tráele una taza de té al doctor.

Entonces me llamaba Chiyo. Todavía no se me conocía por mi nombre de geisha, Sayuri.

Mi padre y el doctor entraron en la otra habitación, donde dormía mi madre. Intenté escuchar desde la puerta, pero sólo oía los gemidos de mi madre y nada de lo que decían ellos. Me puse a hacer el té, y enseguida salió el doctor frotándose las manos y con una expresión muy seria. Mi padre salió detrás, y se sentaron los dos en la mesa, en el centro de la habitación.

-Ha llegado el momento de decirte algo, Sakamoto-san -empezó diciendo el doctor Miura-. Tienes que ir a hablar con una de las mujeres del pueblo. Con la Señora Sugi, tal vez. Y pedirle que haga un bonito vestido para tu mujer.

-No tengo el dinero, doctor -dijo mi padre.

-Últimamente todos somos más pobres. Entiendo lo que dices. Pero se lo debes a tu mujer. No debería morir con el andrajoso vestido que lleva puesto.

-¿Entonces es que va a morir pronto?

-Unas pocas semanas más. Tiene unos dolores espantosos. La muerte la aliviará.

Después de esto, dejé de oír sus voces, pues lo que oía dentro de mi cabeza era un sonido semejante al de un pájaro aleteando espantado. Tal vez era mi corazón, no sé. Pero si alguna vez has visto un pájaro atrapado dentro de un templo, intentando como un loco encontrar una salida, así estaba reaccionando mi mente. No se me había ocurrido pensar que mi madre no podía continuar enferma para siempre. No voy a decir que no me hubiera preguntado qué pasaría si se muriera; sí que me lo preguntaba algunas veces, pero de la misma manera que me preguntaba qué pasaría si un terremoto se tragara nuestra casa. La vida se acabaría.

-Creí que me moriría yo primero -decía mi padre.

-Eres viejo, Sakamoto-san. Pero tienes buena salud. Todavía te quedan cuatro o cinco años. Te dejaré más píldoras de éstas para tu mujer. Le puedes dar dos juntas, si es necesario.

Hablaron un poco más sobre las píldoras, y luego el doctor Miura se marchó. Durante un largo rato, mi padre continuó sentado en silencio, dándome la espalda. No llevaba camisa, sólo su fláccida piel. Cuanto más lo miraba, más me parecería una extraña colección de formas y texturas. Su columna vertebral era una soga llena de nudos. Su cabeza, con aquellos descoloridos manchurrones, podría haber sido una fruta machucada. Sus brazos eran palitos envueltos en cuero viejo, colgando de dos bultos. Si moría mi madre, ¿cómo iba yo a seguir viviendo en la casa con él? No quería alejarme de él, pero cuando mi madre desapareciera, la casa se quedaría vacía, estuviera él o no.

Por fin mi padre me llamó en un susurro. Me acerqué y me arrodillé a su lado.

-Algo muy importante -me dijo.

Tenía la cara más seria de lo normal, con los ojos en blanco, casi como si no pudiera controlarlos. Pensé que se debatía, intentando decirme que mi madre no tardaría en morir, pero todo lo que me dijo fue:

-Baja al pueblo y compra incienso para el altar.

Nuestro pequeño altar budista estaba dispuesto en un viejo cajón a la entrada de la cocina; era lo único de valor en nuestra casita piripi. Delante de una figura toscamente tallada de Amida, el Buda del Paraíso Occidental, había unas pequeñas tablillas mortuorias con los nombres budistas de nuestros antepasados.

-Pero, padre... ¿eso es todo?

Esperaba que me contestara algo, pero se limitó a hacer un gesto con la mano que indicaba que me fuera.

 

* * *

 

El camino de nuestra casa bordeaba el acantilado antes de meterse tierra adentro, hacia el pueblo. Andar por él en un día como aquél no era fácil, pero recuerdo que agradecí que el feroz viento barriera de mi mente todo lo que me atormentaba. El mar estaba embravecido, con unas olas cortantes como piedras afiladas. Me pareció que el mundo entero se sentía como me sentía yo. ¿Es que la vida era sólo una tempestad que arrasaba con todo, dejando tras ella sólo algo yermo e irreconocible? Nunca había tenido pensamientos así. Para escapar de ellos, me eché a correr por el camino hasta que vi el pueblo a mis pies. Yoroido era un pueblecito situado a la entrada de una ensenada. Por lo general, el agua estaba plagada de barcos de pesca, pero ese día sólo se veían algunos barcos que volvían y que, como siempre, me parecieron pulgas de agua saltando por la superficie. La tempestad venía en serio; la oía rugir. Los barcos de pesca que quedaban en la bahía empezaron a difuminarse hasta desaparecer tras la cortina de agua. Vi que la tormenta avanzaba hacia mí. Me golpearon las primera gotas, del tamaño de huevos de codorniz, y en cuestión de segundos estaba tan mojada como si me hubiera caído al mar.

Yoroido sólo tenía una carretera, que llevaba directamente a la entrada principal de la Compañía Japonesa del Pescado y el Marisco y estaba flanqueada por una hilera de casas, cuya habitación delantera se utilizaba como tienda. Crucé la calle corriendo hacia la Casa Okada, donde vendían artículos de mercería; pero entonces me sucedió algo -una de esas nimiedades con consecuencias gigantescas, como tropezar y caer delante de un tren-. La carretera de tierra estaba resbaladiza, y mis pies siguieron andando sin mí. Me caí de frente y me di en un lado de la cara. Supongo que el golpe debió de aturdirme, porque sólo recuerdo una especie de entumecimiento y la sensación de que quería escupir algo que tenía en la boca. Oí voces y sentí que me daban la vuelta; me levantaban y me transportaban. Me di cuenta de que me entraban en la Compañía Japonesa del Pescado y del Marisco, porque me envolvió el olor a pescado. Oí un golpe seco cuando dejaron caer al suelo un gran pescado y me echaron a mí sobre la viscosa superficie de la mesa que éste había ocupado. Sabía que estaba empapada, que estaba sangrando y que iba descalza, sucia y vestida con ropas de campesina. Lo que no sabía era que aquél era el momento que iba a cambiarlo todo. Pues fue en semejante situación en la que me encontré mirando a la cara del Señor Tanaka Ichiro.

Había visto al Señor Tanaka muchas veces en el pueblo. Vivía en una ciudad cercana, pero venía todos los días, pues su familia era la propietaria de la Compañía Japonesa del Pescado y del Marisco. No iba vestido de campesino como el resto de los hombres, sino que llevaba un kimono masculino, con unos pantalones que me recordaban a esas ilustraciones de los samuráis que tal vez conozcas. Tenía la piel suave y tersa como un tambor; sus mejillas eran brillantes crestas, como la piel tirante y crujiente de un pescado a la parrilla. Siempre me había parecido fascinante. Cuando estaba jugando en la calle con los otros niños, y acertaba a pasar por allí el Señor Tanaka, siempre dejaba de hacer lo que estuviera haciendo para mirarlo.

Me dejaron tumbada en aquella pringosa superficie mientras el Señor Tanaka me examinaba el labio, estirándomelo al tiempo que me giraba la cabeza a un lado y al otro. De pronto se fijó en mis ojos grises, que estaban clavados en él con tal fascinación que me resultó imposible fingir que no lo estaba mirando. No sonrió burlón como diciéndome que era una descarada, ni tampoco apartó la vista; se diría que le daba igual adónde mirara yo o lo que pensara. Nos miramos durante un largo rato, tan largo que me dio un escalofrío a pesar del bochorno que hacía dentro del edificio de la Compañía.

-Te conozco -dijo finalmente-. Eres la pequeña del viejo Sakamoto.

Ya de niña me daba cuenta de que el Señor Tanaka veía el mundo como era realmente; nunca tenía la expresión aturdida de mi padre. A mí me parecía que aquel hombre veía correr la savia por los pinos y el círculo brillante en el cielo, donde las nubes tapan el sol. Vivía en un mundo visible, aun cuando no siempre le agradara estar en él. Me di cuenta de que se fijaba en los árboles, en el barro y en los niños que jugaban en la calle, pero no tenía ninguna razón para pensar que se hubiera fijado en mí.

Tal vez por eso, cuando me habló, se me saltaron las lágrimas.

El Señor Tanaka me sentó. Creí que me iba a decir que me fuera, pero en lugar de ello dijo:

-No te tragues esa sangre, muchachita. A no ser que quieras que se te haga una piedra en el estómago. Si yo fuera tú, la escupiría en el suelo.

-¿La sangre de una muchacha, Señor Tanaka? -dijo uno de los hombres-. ¿Aquí, donde traemos el pescado?

Los pescadores son terriblemente supersticiosos, ya sabes. Especialmente no quieren que las mujeres tengan nada que ver con la pesca. Un hombre del pueblo, el Señor Yamamura, encontró a su hija jugando en su barco una mañana. Le dio una paliza con una vara y luego fregó el barco con sake y lejía con tal fuerza que levantó la pintura. Pero esto tampoco le pareció suficiente, y el Señor Yamamura hizo que el sacerdote shinto viniera a bendecirlo. Todo ello simplemente porque su hija había estado jugando donde se pesca. Y hete aquí que el Señor Tanaka estaba sugiriendo que escupiera la sangre en el suelo de la nave donde se limpiaba el pescado.

-Si lo que os asusta es que lo que escupa estropee las tripas del pescado -dijo el Señor Tanaka-, llevároslas a casa. Tengo muchas más.

-No es por las tripas del pescado, señor.

-Y yo les digo que su sangre será lo más limpio que haya tocado este suelo desde que nacimos vosotros y yo. Venga -dijo el Señor Tanaka, dirigiéndose a mí-. Escupe.

Sentada sobre las babas que cubrían la mesa, no sabía qué hacer. Pensaba que sería terrible desobedecer al Señor Tanaka, pero no estoy segura de que hubiera tenido el valor de escupir si uno de los hombres no se hubiera echado a un lado y se hubiera sonado en el suelo. Tras ver aquello no pude soportar tener nada en la boca ni un minuto más, y escupí la sangre como el Señor Tanaka me había dicho. Todos los hombres se alejaron asqueados, salvo el ayudante del Señor Tanaka, que se llamaba Sugi. El Señor Tanaka le dijo que fuera a buscar al doctor Miura.

-No sé dónde encontrarlo -dijo Sugi, aunque para mí que lo que realmente quería decir era que no le apetecía ir.

Yo le dije al Señor Tanaka que el doctor había pasado por nuestra casa hacia unos minutos.

-¿Dónde está tu casa? -me preguntó el Señor Tanaka.

-Es la casita piripi que está encima del acantilado.

-¿Qué es eso de &laqno;casita piripi»?

-Es la que está inclinada, como si hubiera bebido demasiado.

Parecía que el Señor Tanaka no sabía qué hacer con aquella información.

-Bueno, Sugi, sube hasta esa casa piripi y busca al doctor Miura. No te costará encontrarlo. Guíate por los gritos que dan sus pacientes cuando los palpa.

Me imaginé que el Señor Tanaka volvería a su trabajo al salir Sugi; pero se quedó junto a la mesa sin quitarme ojo. Sentí que la cara me empezaba a arder. Finalmente dijo algo que me pareció muy inteligente.

-Tienes la cara como una berenjena, pequeña Sakamoto.

Se acercó a un cajón y sacó un espejito para que me viera. Tenía el labio hinchado y amoratado, como había dicho él.

-Pero lo que realmente quiero saber -continuó- es por qué tienes unos ojos tan extraordinarios y por qué no te pareces en nada a tu padre.

-Son los ojos de mi madre -respondí yo-. Pero mi padre tiene tantas arrugas que nunca he podido saber cómo es realmente.

-Tú también tendrás arrugas algún día.

-Pero algunas de sus arrugas se deben a cómo está hecho -dije yo-. La parte de atrás de su cabeza es tan vieja como la de delante, y, sin embargo, es tan lisa como un huevo.

-No es lo más respetuoso que se puede decir de un padre -me dijo el Señor Tanaka-. Pero supongo que será cierto.

Luego dijo algo que me sonrojó tanto, que estoy segura de que mis labios empalidecieron.

-¿Y entonces cómo un viejo arrugado con cabeza de huevo ha podido tener una hija tan guapa como tú?

En los años que siguieron me han dicho guapa más veces de las que puedo recordar. Aunque, claro, a las geishas siempre se las llama guapas, incluso a las que no lo son. Pero cuando el Señor Tanaka me dijo aquello, mucho antes de que yo supiera lo que es una geisha, casi creí que era cierto.

 

* * *

 

Después de que el doctor Miura me curara el labio, compré el incienso que mi padre me había encargado, y volví a casa en un estado tal de agitación que no creo que hubiera habido más actividad dentro de mí si, en lugar de un niña, hubiera sido un hormiguero. Me habría resultado más fácil si mis emociones me empujaran todas en la misma dirección, pero la cosa no era tan sencilla. Me habían dejado al azar del viento, como un trozo de papel. En algún lugar, entre los diversos pensamientos que me inspiraba mi madre -en algún lugar más allá del dolor del labio- había anidado en mí un pensamiento placentero, que intentaba una y otra vez poner en claro. Tenía que ver con el Señor Tanaka. Me paré en el acantilado y contemplé el mar, donde aun después de la tormenta, las olas seguían siendo como piedras afiladas, y el cielo había tomado un color pardusco, de barro. Me aseguré de que no había nadie por allí mirándome, y entonces, apretando el incienso contra mi pecho, grité al viento el nombre del Señor Tanaka, una y otra vez hasta que escuché, satisfecha, la música de cada sílaba. Ya sé que debe de sonar a locura por mi parte, y lo era. Pero yo sólo era una muchacha confusa.

Después de cenar y de que mi padre se hubiera ido al pueblo a ver cómo jugaban los otros pescadores al ajedrez, Satsu y yo limpiamos la cocina en silencio. Intenté recordar cómo me había hecho sentir el Señor Tanaka, pero en el frío silencio de la casa, la sensación se había evaporado. Lo que sentía era un terror gélido y persistente ante la idea de la enfermedad de mi madre. Me encontré calculando cuánto tiempo quedaría para que fuese enterrada en el cementerio del pueblo junto a la otra familia de mi padre. ¿Qué sería de mí luego? Con mi madre muerta, Satsu actuaría en su lugar, suponía yo. Observé a mi hermana fregar la olla de hierro en la que hacíamos la sopa; pero aunque la tenía delante de sus narices, aunque parecía mirarla, me di cuenta de que no la estaba viendo. Siguió fregándola mucho después de que ya estuviera limpia. Por fin, le dije:

-Satsu-san, no me siento bien.

-Sal y calienta el baño -me contestó, apartándose de los ojos los encrespados cabellos con la mano mojada.

-No quiero bañarme -dije-. Satsu, Mamá se va a morir...

-Esta olla está rajada. ¡Mira!

-No lo está -dije yo-. Siempre ha tenido esa marca.

-Pues entonces, ¿por qué se sale el agua?

-No se sale. La has salpicado tú. Te estaba viendo.

Durante un momento Satsu pareció profundamente emocionada, lo que se tradujo en su cara en una expresión de asombro extremo, tal como sucedía con otros muchos de sus sentimientos. Pero no dijo nada más. Se limitó a quitar la olla del fogón y se dirigió a la puerta para tirarla fuera.


(Continúa)