La Esfera



Género:   Humor /  
Título:   La Codorniz (1941-1978)
Autor:   Prieto y Moreiro
Editorial:   Edaf . . 1998
Páginas:   627
Precio:   2900


La revista más audaz para el lector más inteligente

Nacida como anestesia festiva en la década de los 40, «La Codorniz» fue vivero de talentos, acuñó un estilo de humor (el «codornicesco») y en los 60 burló la censura, como pone de relieve este libro, que encabeza la lista de los más vendidos de no-ficción

Rafael Torres

Los autores de esta antología no han sucumbido a la revisión amable, tan en boga hoy, de los frutos del franquismo, y ello pese a que La Codorniz no fue, ciertamente, uno de sus frutos más amargos. Fruto más que pájaro, creado por intelectuales adictos a la sublevación de Franco, la revista nació para escamotear la percepción de la realidad, que no para hacerla más llevadera, y ese propósito inicial la encadenaría fatalmente a la dictadura durante sus treinta y siete años de vida, inhabilitándola para la libertad.

Miguel Mihura, su fundador y director durante tres años, había dirigido La ametralladora, una revista de horror que no de humor desde mayo del 37. Bien es cierto que Mihura, dotado para el humor de derechas, alimentado por los juegos de palabras, los retruécanos y los diálogos absurdos, introdujo en La ametralladora una cierta calidad literaria que suavizaba en algo el belicismo incontrolado de la publicación, pero no lo es menos que debió quedarle un amarguísimo gusto en la boca, como de balas en ráfaga, como de pólvora, tras su misión guerrera, porque al proyectar la revista que habría de suceder en la paz (¿?) a La ametralladora, se propuso el olvido, la evasión, casi la inanidad perceptiva: «La Codorniz no se apoyará nunca en la actualidad, ni en la realidad, será un periódico lleno de fantasía, de imaginación, de grandes mentiras, sin malicia».

A veinte años de la desaparición de La Codorniz, el recuerdo que de ella se tiene está más determinado por la leyenda de sus postreras multas y cierres, y por la necesidad saciada de leer algo no escrito enteramente al dictado, que por la realidad de la revista, absolutamente alejada de la realidad. Ajena a cualquier vocación transformadora, La Codorniz fue siempre a la rueda de la evolución de la sociedad, y del régimen, y del mundo en que vivía, y no, desde luego, por culpa de sus colaboradores, muchos de ellos de enorme talento y energía creadora, sino por su propia naturaleza de auxiliar del Régimen en los tiempos de la triste paz, del hambre, el frío, los fusilamientos, el exilio, la injusticia y la idiotez.

Los vencedores tenían ganas, y motivos seguramente, de reírse, y Miguel Mihura idea su nueva revista. El nombre se le ocurre ¡un Primero de abril!, el de 1941: «Puesto que La ametralladora es una revista de guerra, yo quiero que el título de esta nueva publicación signifique todo lo contrario. Por ejemplo, el nombre de un pájaro o de un ave. Algo que refleje inocencia y buena intención», escribe Mihura con ese mal gusto a ráfagas, a pólvora, en el cielo de la conciencia o del paladar.

OTRA MUNICION

Para la sensiblidad actual del lector más inteligente, nacida al amparo de la libertad y de la crítica, podría suponer una afrenta, o una provocación, la idea que Mihura tenía del humor, una idea de la que, afortunadamente, prescindió él mismo a la hora de componer alguna de sus brillantes piezas humorísticas: «El humor es un capricho, un lujo, una pluma de perdiz que se pone uno en el sombrero; un modo de pasar el tiempo». Así pues, no siendo una necesidad la gracia, sino un lujo para el que pueda pagárselo, no siendo un destello rutilante de la inteligencia, sino una pluma de perdiz que se pone uno en el sombrero, las autoridades no pusieron obstáculo alguno al nacimiento de La Codorniz.

«El humorismo es lo mejor para pasar las tardes», escribió Mihura. Pero las tardes eran terribles en aquellos primeros 40. Todas las heridas sangraban en esas tardes que se pasarían divinamente haciendo chistes, pero quienes los hacían aún escarbaban en la herida desde las propias páginas de La Codorniz, pese a que la revista no iba a referirse nunca a la realidad. Así, el gran Wenceslao Fernández Florez, otrora sensible escritor y humorista (la guerra pasó para todos), publica en uno de los primeros números de La Codorniz un cuento humorístico titulado El fantasma en peligro. Se trata de un fantasma madrileño que deambula en la noche pretendiendo asustar a la gente sin conseguirlo. ¿Cómo es que no logra el espectro, que aúlla y arrastra las cadenas reglamentarias, aterrorizar a nadie? Una de sus imposibles víctimas se lo explica: «Pero... ¿qué quiere usted de mí? Por esa misma puerta entraron hace cinco, hace cuatro, hace tres años, muchos sujetos más feos que usted, más terribles que usted, con puñales y con pistolas y con sacos para llevarse mi dinero y camiones para cargar con mis muebles, y con las ideas más estremecedoras que pueden ocurrírsele a un verdugo. ¿De qué me voy a asustar?».

Cuando, en 1944, Miguel Mihura vende la revista al conde de Godó, se hace cargo de ella el jovencísimo Alvaro de Laiglesia , que la dirigirá durante treinta y tres años. Falangista, director de Flecha durante la guerra, voluntario de la División Azul, De Laiglesia imprime un nuevo estilo a la revista, más ardoroso, más guerrero... y más azul. Sobrado por su juventud, sus servicios al Régimen y su personalidad arrolladora, De Laiglesia le da un enfoque más audaz, se rodea de nuevos colaboradores, crea secciones algo críticas (los tranvías, el tabaco, los abastos..., cosas así), y hasta publica las polémicas que mantiene con Mihura sobre el nuevo rumbo de la revista. Enfrentados por dos distintos conceptos del humor, De Laiglesia y Mihura hacen patéticos esfuerzos, en su enfrentamiento epistolar, para parecer que dicen algo sin decir nada.

En la década de los 50 se acuña el lema La revista más audaz para el lector más inteligente. Es, en efecto, más audaz, pero a rastras de la propia deriva del Régimen, que se abre un poco para consolidar su nueva y salvífica condición de amigo del amigo americano y para obtener del incipiente turismo las divisas que necesita como agua de mayo. Y es más audaz, también, porque irrumpen en sus páginas colaboradores nuevos, que desconocen el manejo de las ametralladoras y que se quedan fríos cuando ven un sombrero con pluma. A los Chumy, Mingote y Gila, incorporados al final de la década anterior, se unen Azcona (que será luego grandísimo guionista del mejor cine español), Mena, Pablo, Serafín, Victor Vadorrey, Dátile, Munoa, PGarcía, Eduardo, Cebrián, Kalíkatres, Máximo y, con el tiempo, Forges, Cabañas, Sir Cámara, OPS, Rafael Castellano hijo, Alfonso Sánchez, Evaristo Acevedo etc.

El temperamento azul y divisionario de Alvaro de Laiglesia, aunque morigerado por el trato contínuo con tanto liberal, se manifiesta todavía en 1956 al inspirar un episodio pueril que, por lo visto, le hizo mucha gracia: La Codorniz declara la guerra a Inglaterra. Pegada a la propaganda oficial, siempre anglófoba y más en esos días en que se recrudece el contencioso sobre Gibraltar, La Codorniz vierte sobre la pérfida Albión todo el caudal de tópicos de uso corriente, reconvierte a sus redactores en redactores-soldados y les obliga a hacer el indio fotografiándose medio disfrazados de soldados decimonónicos.

LA DECADA «ROJA»

La década siguiente, la de los 60, viene tocada por la Ley de Fraga, que abole la censura previa en la prensa pero que instala la llamada autocensura, una nueva censura sin referencias, ni límites precisos, que ahonda más, si cabe, la trágica herida de la falta de libertad. En esa época se bruñe la leyenda que hace de ella una revista rebelde, audacísima, roja casi. Se dice que una de las portadas de Herreros, el dibujante introduce en la masa de bañistas que atestan una playa a un señor, medio oculto en una esquina, que se masturba; y se dice que ante la amenaza de una multa, la revista publica la siguiente ecuación salaz: «Almohadín es a almohadón lo que cojín es a X. Nos importa tres X que nos cierren la edición». Con bulos se va alimentando la leyenda apócrifa de La Codorniz, una leyenda que el tiempo, el imparable tiempo que va acabando con el franquismo por pura consunción, se encargará de desmentir: la revista no sobrevivirá a la libertad, esa codorniz no sabrá desenvolverse fuera de su jaula.

Ya en los 60 se percibe que la revista no entiende la realidad, ni sabe situarse ante ella, ni mucho menos a la cabeza de su transformación. Desprende un ácido conservadurismo ante las nuevas costumbres que le enajena el favor de los más jóvenes, y cuando en 1972 aparece Hermano Lobo, que no desprecia la realidad, que se abona a un humor transformador, inteligente, desinhibido y progresista, La Codorniz lo encaja como un tiro en el buche. Alvaro de Laiglesia, entonces, decide meterse en política y ordena a Evaristo Acevedo que entrulle a un ministro cada semana en su Cárcel de papel. La manera errática, torpe y desconcertada con que La Codorniz contraataca no le vale sino para coleccionar multas y cierres, y en 1977, incapaz de volar libre, La Codorniz de Alvaro de Laiglesia se muere. Tanto es así que en la portada del número 1821 (15.V.77), primera de la siguiente y penúltima etapa de su vuelo, figura una corona y una leyenda: «R.I.P. 1941-1977».

Ni Manuel Summers, cerebro gris en esa etapa, ni en la postrera Vilches, Máximo y Cándido, que le dan un estilo a lo Canard enchainé logran arrancar a La Codorniz de las manos de esos implacables taxidermistas que son el tiempo y la Historia cuando se ponen a andar. Bien que por asfixia económica, que no por falta de ganas y de talento, no consiguieron infundir la alegría del vuelo en libertad a La Codorniz, ese pájaro que nació triste con una pluma en el sombrero, en una jaula, como un capricho, como un lujo, en una de aquella tardes terribles.

     

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