Niños de cinco años trabajan
de sol a sol picando piedra en Bangladesh
Reciben una media de 500 pesetas a la semana
por 7 jornadas de 12 horas - Los que no alcanzan una determinada
productividad son inmediatamente despedidos de la cantera
DAVID JIMENEZ
Enviado Especial
DHAKA (BANGLADESH).- El
pequeño Najmun levanta brevemente la mirada y muestra
sus ojos teñidos de amarillo por el polvo. Tiene la
piel ennegrecida por el sol, los pies magullados y las palmas
de las manos cubiertas con gruesos callos de agarrar con fuerza
el pesado mazo de acero y madera.
«¡Bango, Bango! [golpead, golpead]»,
se escucha gritar al capataz a lo lejos. «¡Bango,
Bango!», repiten Najmun y sus diminutos compañeros
en la cantera, volviendo rápidamente al trabajo.
Aquí, en los campos de piedras de
Pagla, en el corazón de Bangladesh, no hay lugar para
el respiro ni la debilidad: se tiene que trabajar desde el
alba, y los niños, algunos menores de cinco años,
aprenden a picar piedras antes que a hablar. Las rocas más
grandes hay que partirlas en pedazos más pequeños,
y esos trozos más pequeños hay que convertirlos
en otros diminutos para que una gigantesca trituradora los
convierta en arena para la construcción.
Los hombres más fuertes cargan cestas
llenas de pedruscos y los apilan en montones junto al lugar
donde trabajan los menores, algunos de apenas tres años.
«Por cada 100 piedras que hacen añicos les doy
medio dólar [menos de 100 pesetas]. Los niños
pueden romper hasta cinco en un día, ¿a qué
parece mentira, con esos brazos tan pequeños?»,
dice el barbudo Mulluc Chan, jefe de un pedregal que emplea
a 300 personas, más de la mitad menores de 12 años.
Najmun tiene cinco años, la cabeza
afeitada y el gesto imperturbablemente triste. «Si golpeo
durante todo el día, mañana puedo descansar
un rato», dice. Sus tres hermanos y sus padres también
trabajan en la cantera. La familia entera tuvo que dejar el
campo y trasladarse a la capital hace un año, cuando
sus últimas reses murieron de hambre y quedarse habría
supuesto seguir la misma suerte. «Najmun y sus hermanos
tienen que esforzarse, sin ellos no tendríamos suficiente
para comer, no hay otra opción», se excusa Fatema,
la madre.
Todo lo que se ve en el horizonte es un inmenso
y arisco campo de piedras donde los pequeños se emplean
junto a los mayores con el tesón de un ejército
de hormigas. El objetivo es ganar lo suficiente para llenar
el estómago por la noche y reunir suficientes energías
para regresar al puesto al amanecer.
Bangladesh es, junto con Angola, el peor
lugar donde le puede tocar nacer a un niño. Los menores
tienen en esta nación asiática niveles de desnutrición
sólo comparables a Africa y dos millones de niños
de entre cinco y nueve años se ven obligados a trabajar.
Se les puede ver fabricando la ropa que se vende en Occidente,
pelando gambas 14 horas al día en los mercados de pescado
o como sirvientas en el caso de las niñas. Con todo,
es en las canteras donde el trabajo se hace más duro.
El calor es asfixiante -hasta 40 grados-,
el polvo envenena los pulmones, el esfuerzo físico
es agotador y los accidentes, constantes.
Los niños se sientan en lo alto de
los montes de rocas y van escogiendo las piedras una a una,
las sujetan entre sus diminutos tobillos, las golpean con
fuerza una y otra vez hasta que logran romperlas. La mayoría
de los pequeños picapedreros están completamente
desnudos y sólo los más afortunados llevan los
pies protegidos con trozos de plástico atados a los
tobillos con rudimentarias cuerdas. El resto se arriesga a
romperse los dedos de los pies con cada golpe. «Si no
das de lleno en la piedra te haces mucho daño y ya
no puedes trabajar en mucho tiempo, entonces te castigan»,
dice Lipi, una niña de siete años que lleva
más de tres en las canteras de Pagla y muestra heridas
ya cicatrizadas.
Saiful, uno de los más pequeños,
no ha cumplido los tres años. Los mazos son demasiado
grandes para él y en su lugar aporrea las piedras con
una barra metálica mientras llora desconsolado. Los
demás niños se burlan de su debilidad. «Está
empezando, es un mocoso», comentan.
El trabajo infantil está tan extendido
en Bangladesh que se ha convertido en parte del paisaje, hace
tiempo que dejó de llamar la atención. Las canteras
de Pagla, por ejemplo, están situadas junto a la transitada
carretera de Narayangonj, a media hora de la capital, Dhaka.
La policía no impide trabajar a los menores porque
sabe que de ellos depende la supervivencia de miles de familias.
«Nos cansamos mucho»
Shohel, de seis años; Shorbanu,
de ocho; Sumon, de siete, y Alamin, de cinco, han empezado
la jornada a las seis de la mañana. Cinco horas después,
Alamin, el más pequeño de ellos, apenas puede
levantar el mazo y mira de reojo antes de resoplar y dejarse
caer sobre las piedras. «Nos cansamos mucho»,
murmura con un tono de voz casi inaudible.
La paga es semanal, llega los viernes después
de que los capataces hayan ido contando el número de
piedras que ha partido cada trabajador durante la semana.
Los que no cumplen los objetivos impuestos por la empresa
y no logran suficiente productividad son despedidos, el resto
puede pasar por la caseta que hay a la entrada para llevarse
su dinero, nunca más de cinco o seis dólares
-menos de 1.000 pesetas- por una semana de trabajo de siete
jornadas. Hombres, ancianos, mujeres y niños en edad
de guardería tratan de apurar la jornada al máximo,
romper un pedrusco más antes de que anochezca.
Najmun ha logrado cerca de 500 pesetas esta
semana, un dinero que ha sido pagado directamente a sus padres.
De todos los pequeños, él es el que más
piedras rompe en las canteras. «Hoy he partido 25»,
espeta embadurnado de polvo y con la frente empapada en sudor.
Visité al pequeño Najmun dos
veces en un mismo día. La primera, a las siete de la
mañana. La segunda, once horas después, pensando
que no le encontraría. Pero allí estaba, en
el mismo sitio, con la misma mirada triste y perdida, sentado
en la misma posición, con algo más de polvo
en los ojos y bastante menos energía.
«¡Bango, bango!», le seguía
diciendo su padre casi de noche. «¡Bango, Bango!»,
repetía el pequeño Najmun asintiendo con la
cabeza y dejándose un poco de infancia con cada piedra
que lograba partir, con cada golpe del pesado mazo.
-Dos cooperantes
españolas luchan en Bangladesh para sacar a los niños
del trabajo de las canteras |