JORNADA 17. MARTES 3 DE
JULIO. CAJAMARCA.
La prisión del inca
PEDRO CACERES
Enviado especial
|
Los chicos de la Ruta BBVA escuchan
atentos las explicaciones sobre la ciudad. (JOSE
LUIS CUESTA) |
Me van a disculpar si hoy les hago una
crónica disgregada y les hablo de asuntos varios
a la vez, pero creo que el sitio lo merece, aunque hay
tanta luz de alta montaña en esta Cajamarca que
todo invita a los pensamientos sencillos y claros. No
es así. Será cosa del mal de altura.
Empecemos por este breve
resumen de aficionado sobre los hechos de Cajamarca.
Son los que ha estudiado hoy la Ruta Quetzal-BBVA en
el mismo lugar y hora de la tarde en que ocurrieron,
de la mano de José Antonio del Busto, el catedrático
limeño de verbo encendido. Prescindan de esta
introducción si lo estiman necesario.
Cajamarca es pura historia,
un sitio legendario, mítico si se quiere. Cajamarca
es la historia de una jornada, la del sábado
16 de noviembre de 1532, y perdonen la exactitud de
la cifra, pero así se escribe la historia. Porque
fue aquel día cuando 170 hombres a las órdenes
de Francisco Pizarro tomaron prisionero al Inca Atahualpa,
al que rodeaban decenas de miles de sus soldados, y
dieron un golpe de muerte al imperio incaico, que se
derrumbó por toda la cordillera como las fichas
de un dominó.
No hagamos juicios de valor;
aquello fue un baño de sangre, una invasión,
una atrocidad, pero ocurrió, cambió la
historia de España y América y ya nada
volvió a ser igual. Y hay que conocerlo. Hay
que leer las tremendas crónicas de Indias de
hombres como Pedro de Cieza de León otro
de nuestros olvidados Pulitzer nacionales para
valorar lo que supuso la conquista, es más, para
saber como ocurrió la conquista. Porque estas
cosas ya no se enseñan en las escuelas y, cuando
se enseñaron hace años, estuvieron tan
teñidas de destinos históricos e imperiales
que sirvieron para que varias generaciones aborrecieran
la historia de España en América, que
no es sólo nuestra historia, sino la de toda
la humanidad.
La conquista fue obra de
aventureros, de buscadores de gloria y fortuna, de locos
que costearon de sus bolsillos sus exploraciones. El
Reino no puso nada para América, sólo
la autorización para ir a descubrir en nombre
del Rey y la concesión de una gobernaduría
en caso del triunfo. También la exigencia de
dar un quinto a la Corona de todo lo obtenido si se
obtenía en vez de perder la vida.
Después, cuando la
cosa se asentaba, llegaba la administración real,
que empezaba a organizar el territorio y, necesariamente,
se enfrentaba a los señores de la conquista,
que se sentían 'dueños' de lo conseguido.
¿Recuerda alguien que Pizarro murió acuchillado
por los seguidores de su lugarteniente Almagro durante
las 'guerras civiles' que siguieron a la conquista?
¿Sabemos que Cortés murió en España,
solo, olvidado de todos y desautorizado por el Rey en
su gobernación de México? ¿Nos
han enseñado que Vasco Núñez de
Balboa fue decapitado en Panamá, acusado de traición,
tan cerca del Pacífico que descubrió?
La conquista es una historia
tremendamente humana, llena de paradojas, de sinrazones,
la primera de ellas, la de la guerra y la muerte de
miles de americanos. Muchos capitanes no volvieron vivos
a España tampoco, pues la mayoría de los
grandes nombres de la conquista salieron de una para
meterse en otra y no pararon hasta dejar sus días
en el continente. Otros sí regresaron, pero,
en general, ninguno se conformó con una campaña.
Como Hernando de Soto, de Cajamarca al Mississipí;
Cabeza de Vaca, de la Florida a Paraguay; Alvarado,
de México a Quito
Aventureros. Cada nombre
da para un relato épico que está por hacer.
Francisco Pizarro había
sido uno de los primeros en cruzar el istmo como teniente
de Balboa, descubriendo el Pacífico, muchos años
antes de que se lanzara a la conquista de Perú.
Mientras Panamá se convertía en el centro
de comunicaciones entre el Atlántico y el Pacífico
de la colonia española, Pizarro fue envejeciendo
sin hazañas. Finalmente, junto a Diego de Almagro
y en acuerdo con el gobernador de Panamá Pedrarias
(el mismo que decapitó a Balboa) se embarcó
camino del reino de Perú.
México ya había
sido conquistado y el reclamo estaba en el sur. Durante
años, Pizarro se esforzó por las aún
hoy hostiles costas tropicales del Urabá y el
norte de Ecuador, tomando tierra y resistiendo las inclemencias
de los pantanos y manglares, mientras Almagro iba y
venía a Panamá por bastimentos y nuevos
hombres que sustituyeran a los caídos. Cuando
por fin llegó a lugares más cómodos,
de tribus dominadas por los incas, el intento de descubrimiento
del reino de Perú había estado varias
veces a punto de ser abandonado. Pero la perseverancia
se unió a un azar histórico decisivo.
Por primera vez, el Imperio Inca se había dividido
en una guerra de sucesión entre los descendientes
de Huayna Capac: Atahualpa y Huascar.
Tras años de guerras,
Atahualpa, al norte, Quito, había dominado a
Huascar, señor de Cuzco, y lo había hecho
prisionero. El reino estaba dividido y agotado. Hasta
entonces, nadie se había preocupado de los españoles
que merodeaban por las costas de la frontera norte del
imperio desde hacía años. Y, Atahualpa,
vencedor de la guerra civil, pecó de confianza.
Sus espías ya le habían confirmado que
los españoles no eran dioses, sino hombres de
carne y hueso. Pero, pese a ello, sus soldados no se
habían enfrentado nunca a la caballería.
Tampoco a los arcabuces y falconetes, poco eficientes
pero atronadores, y a las armas de acero y las ballestas.
Los quechuas portaban armas de piedra y madera y tenían
un sentido mágico de la guerra: caído
el jefe, la batalla estaba perdida.
Atahualpa descansaba del
último combate con su hermano en Los Baños
del Inca, a unos kilómetros de Cajamarca. Y hasta
la ciudad dejó que se acercaran los españoles,
convencido de que sus miles de soldados no tendrían
dificultad en atrapar a los ciento y pico de Pizarro.
Tras alguna escaramuza por
la cordillera, a los españoles se les dio camino
libre hasta Cajamarca. Llegaron el 15 de noviembre de
1532. Los emisarios de Atahualpa les invitaron a instalarse
en la plaza de armas de la ciudad mientras el ejército
quechua se quedaba en las afueras. Era una ratonera.
Al día siguiente,
por la tarde, tras una espera llena de miedo que Cieza
de León describe magistralmente, Pizarro vio
entrar en la plaza a Atahualpa acompañado de
miles de nobles que, o no portaban armas, o solo llevaban
algunas porras de madera. Estaba de pie en el centro
de la plaza con sólo dos docenas de soldados
de infantería junto a él. Sus capitanes
Hernando de Soto, sus hermanos Gonzalo y Hernando
estaban en los soportales, con la caballería
dispuesta a cargar.
Posiblemente ambas partes
se engañaban y esperaban a atacar a la otra,
o posiblemente los incas iban en son de paz. Pero hubo
un intento de parlamento que quedó roto cuando
los españoles conminaron al inca a la conversión
y este arrojó el libro al suelo. Sonó
un solo cañonazo y la caballería cargó.
Cundió el terror ante los caballos. En la estampida,
atrapados e intentando salir de la plaza, los quechuas
murieron aplastados, asfixiados o acuchillados, derribaron
el grueso muro que circundaba la plaza
Sólo hubo una baja
española y 4.000 indígenas, según
los cálculos más conservadores. Los portadores
del palanquín de Atahualpa fueron cayendo, sin
soltarlo, desmembrados a espadazos hasta que el inca
fue hecho prisionero.
Cajamarca, un gran gesto
de audacia, 170 contra 40.000. Una carnicería.
Desde ese momento, Pizarro utilizó sus dotes
de diplomático para controlar el imperio aprovechando
el vacío de poder y las disensiones entre los
generales y las tribus dominadas por los incas. De hecho,
los seguidores de Huascar, vieron la caída de
Atahualpa como una victoria propia. Lo que fue un error.
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