Esclavitud
y globalización Por José
Antonio Marina Y María de la Valgoma Publicado en el diario EL MUNDO
el 10 de junio de 2001
| Las
ayudas internacionales suponen en muchas ocasiones una 'limosna', que no evita
que la gente tenga que emigrar de su país (Eyal Warshavsky, AP) |
La
esclavitud nos parece un fenómeno lejanísimo en el tiempo y en el
espacio, sobre todo a los españoles. Nuestros alumnos se sorprenden cuando
les decimos que España tardó más que Estados Unidos en abolirla.
Pero así es la historia. Hasta 1886 fuimos un país esclavista. Por
lo demás, la esclavitud ha acompañado siempre al ser humano como
una Humanidad en negativo, como una Inhumanidad. Y sigue haciéndolo.
Hace unos días la prensa recogía unos hechos estremecedores.
Mujeres africanas son traídas a Madrid, con la promesa de un puesto de
trabajo, para dedicarlas a la prostitución. La policía acaba de
detener a una banda que en los últimos cuatro meses había introducido
a 150 subsaharianas. A estas muchachas -algunas de ellas menores de edad- se les
hacía firmar unos contratos que imponen una esclavitud tan absoluta que
su incumplimiento acarrea su propia muerte o la de su familia. «Si falto
a las normas, tienen el derecho de matarme a mí y a mi familia en Nigeria»,
confesó una de las desdichadas. Sometidas a coacción, no son
liberadas hasta que saldan su deuda, que puede llegar a los siete millones de
pesetas, cantidad inasequible para felaciones a 1.000 pesetas. Si no lo consiguen,
pueden ser vendidas o alquiladas a otras redes para que sigan explotándolas.
Es fácil imaginarse el terror de unas mujeres que llegan a un país
desconocido, sin entender nada, sometidas a vejaciones, encerradas, víctimas
de la violencia física, o amenazadas con unos ancestrales ritos de vudú,
que, como mostró hace años el gran fisiólogo Cannon, pueden
matar de angustia. En muchos casos, ni siquiera se atreven a protestar porque
piensan que así deben ser las cosas en España. En algunos países
africanos, como Mauritania, la esclavitud se abolió sólo hace 20
años, sin que aún se hayan enterado muchos habitantes de zonas rurales.
En Sudán, como nos informan las ONG que luchan por evitarlo, se puede comprar
un esclavo por 100 dólares (18.000 pesetas). Hace unos meses el Tribunal
Supremo condenó a dos empresarios de Sigüenza porque obligaron a firmar
un contrato de esclavitud a un argelino. La víctima aceptaba que la empresa
pudiera «disponer de él como tuviese a bien, para la flagelación,
la sodomía» y otros menesteres. Al buscar documentación
para nuestro libro La lucha por la dignidad, nos horrorizó comprobar la
extensión de la esclavitud contemporánea. Recientemente se ha traducido
la obra La nueva esclavitud en la economía global (Siglo XXI, Madrid),
de Kevin Bales, el más conocido especialista en este trágico asunto,
obra que les recomendamos apasionadamente. Cifra la esclavitud actual en 27 millones
de personas a lo largo y ancho del mundo, un cálculo muy prudente ya que
algunas organizaciones lo fijan en 200 millones. Esclavo es «la persona
retenida mediante violencia o amenazas para ser explotada económicamente»,
lo que implica la muerte social. Hay notables diferencias entre la nueva
esclavitud y la que podemos llamar tradicional. En la esclavitud antigua interesaba
el reconocimiento de la propiedad del esclavo, los costes de adquisición
eran elevados, su rentabilidad escasa, se les mantenía durante un largo
plazo, y los esclavos potenciales escaseaban. En la nueva esclavitud se evita
toda relación legal de propiedad, el coste de adquisición es muy
bajo, la rentabilidad elevadísima, hay una relación a corto plazo
-de usar y tirar-, y existe un exceso de esclavos potenciales. El tráfico
de mujeres y niños de ambos sexos con propósitos sexuales es el
ejemplo perfecto de la nueva esclavitud. Constituyen un grupo social perversamente
integrado. El mercado de la prostitución es floreciente. En España
se calcula que unas 400.000 prostitutas producen unos cuatro billones de pesetas
al año. La prostitución global es un negocio que mueve más
dinero que el tráfico de armas y de drogas. La comercialización
del sexo está en ebullición. Se piensa que dentro de un par de años
el negocio de la pornografía, el más rentable de Internet, alcanzará
los 3.100 millones (más de medio billón de pesetas). De hecho, las
industrias del sexo han sido uno de los motores del desarrollo de influyentes
tecnologías en Internet. La globalización ha agravado la situación.
Manuel Castells, que es en general optimista respecto del nuevo mundo económico
y social, reconoce que en este momento la globalización está aumentando
las diferencias entre países ricos y países pobres. Esto hace que
haya un Cuarto Mundo de miseria, excluido socialmente, sin posibilidad de acceso
a nuestro eficaz sistema de mercado a no ser que aproveche la demanda de servicios
degradantes. A mediados de los 90, trazando la línea de extrema pobreza
por debajo de un consumo equivalente a un dólar diario, 1.300 millones
de personas estaban en la miseria. Castells escribe: «Hay un aumento sustancial
de la pobreza en el mundo en general y en la mayoría de los países,
tanto desarrollados como en vías de desarrollo». Este diferencial
expulsa a las gentes de su tierra y las hace emigrar hacia los mágicos
focos de la prosperidad. Históricamente, las pautas migratorias de la población
femenina difieren de las masculinas. Antes, las mujeres emigraban como miembros
de la familia o para casarse, mientras que los hombres solían hacerlo de
forma independiente y por motivos de trabajo. Las cosas han cambiado. La corriente
emigratoria incluye actualmente tantas mujeres como hombres, e incluso en algunos
países asiáticos o latinoamericanos emigran más mujeres que
hombres en busca de trabajo. Las mujeres lo encuentran más fácilmente,
sobre todo en servicios domésticos y en la prostitución. Pero es
una emigración que con facilidad se vuelve invisible, y cae en el olvido.
En el caso del servicio doméstico, porque se integra en el mundo cotidiano
privado, en el caso de la prostitución, porque es un tema desagradable
que nadie quiere tratar. En una investigación llevada a cabo en Tailandia
por tres autoras tailandesas, se comprobó que en muchas ocasiones la prostitución
es el único camino para sobrevivir. Un estudio de los hogares del norte
del país reveló que el 28% de los ingresos familiares procedían
de hijas ausentes, muchas de ellas prostitutas. Pero la historia tiene otra faz
más espantosa todavía. La irrupción de costumbres occidentales
ha descoyuntado sistemas tradicionales de vida, sin sustituirlos por otros aceptables.
Muchos padres venden a sus hijas. Bales escribe: «Los padres se vuelven
locos por comprar bienes de los que hace 20 años ni siquiera habían
oído hablar; con el dinero de la venta de una hija se puede comprar un
televisor. Dos tercios de las familias que venden a sus hijas pueden permitirse
no venderlas, pero prefieren comprar televisores en color y equipos de vídeo».
Las niñas son fáciles de colocar en el mercado. Son un valorado
producto de exportación. En Berlín hay 5.000 prostitutas tailandesas.
Como conclusión de su estudio, las tres investigadoras dicen algo que conviene
meditar, ahora que se propaga eufóricamente la idea del «mercado
del bienestar», de un welfaremarket: «La trata de mujeres ilustra
perfectamente la naturaleza del mercado de la economía global. En muchos
aspectos las mujeres son la mercancía perfecta. Existe la demanda y la
oferta acude a aquellos lugares donde hay mayor demanda. Se despliega ingenio
e iniciativa para satisfacer las necesidades de los clientes. Se genera mucha
riqueza y se crea empleo. El hecho de que los objetos de este mercadeo sean seres
vivos de carne y hueso y no artículos manufacturados es una cuestión
que no importa lo más mínimo a los mecanismos impersonales del mercado.
Si hubiera un argumento para no confiar en el mercado como árbitro de nuestro
destino, éste ciertamente es uno». ¿Qué podemos
hacer? En primer lugar, dejar bien claro que quien usa a una esclava es un esclavista,
y merece el desprestigio social. El ejemplar ciudadano que detiene su coche en
la Casa de Campo de Madrid o en un lugar semejante para pasar un buen rato, está
colaborando al mantenimiento de un sistema que violenta, extorsiona y martiriza
a mujeres sin protección, sin esperanza, sin salida. El cliente crea la
oferta y es responsable de ella. Pero, además, tenemos que rechazar
a los que quieren convencernos de que las cosas son como son y no tienen arreglo.
Los profesionales de la excusa son peligrosos porque vampirizan el ánimo.
El mundo se deshumaniza en un momento en que podría humanizarse. Muchos
problemas pueden resolverse sin revoluciones ni exigencias heroicas. La historia
nos demuestra que las reivindicaciones de las gentes desdichadas sólo se
han conseguido mediante movimientos sociales poderosos, lentos y a veces trágicos.
¿No podríamos, por una vez, acelerar el proceso para evitar el dolor?
¿No podríamos tomar la iniciativa los privilegiados, sin esperar
a que se desencadene la tormenta de la desesperación? Ojalá nos
dejáramos guiar por una inteligencia creadora, compasiva y generosa, que
está al alcance de todos. José Antonio Marina,
filósofo, y María de la Válgoma, jurista, son autores de
La lucha por la dignidad, (Anagrama). |