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Prólogo de Francisco Umbral
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Unos diálogos inolvidables y una historia eterna
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Viaje al interior de 'Casablanca'
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Propaganda y romance | Francisco Marinero
En
1942, la Warner proyectaba rodar Casablanca, un melodrama
romántico con ciertos toques de exotismo que
serviría como propaganda de la causa aliada durante
la II Guerra Mundial. Elegido el director, Michael Curtiz,
los protagonistas debían ser Ronald Reagan y
Ann Sheridan. Por diversas razones, ambos rechazaron
intervenir en el proyecto y fueron sustituidos por un
secundario de la casa, habitual en películas
de gangsters, y por una guapa chica sueca que empezaba
a abrirse camino en Hollywood. Humphrey Bogart e Ingrid
Bergman, se llamaban. Lo demás es historia.
Porque hablar de Casablanca es hablar de uno de los
títulos míticos de la historia del cine,
una de esas películas que todo el mundo ha visto
varias veces, cuyos diálogos, cursis, memorables
y éicos al mismo tiempo -«Son cañonazos
o los latidos de mi corazón?», «Ellos
iban de gris y tú ibas de azul», «Presiento
que este es el inicio de una hermosa amistad»,
«Siempre nos quedará París»
o el apócrifo «Tócala otra vez,
Sam», que no se pronuncia ni una sola vez a lo
largo del metraje-, han sido repetidos y citados hasta
la saciedad (el mismísimo Woody Allen lo hizo
en Sueños de un seductor) y cuya canción,
As Time Goes By, ha sido tarareada por media Humanidad.
Pero Casablanca es mucho más. Con todos sus defectos,
fruto de un guión que se iba improvisando sobre
la marcha -Bergman llegó a comentar que hasta
el último día de rodaje no supo con quién
se quedaba su personaje-, resulta uno de los pocos alegatos
hollywoodienses antinazis que, en lugar de convertirse
en un panfleto puro y duro, se decantan por la sutileza.
Y resulta, también, una magnífica oportunidad
de ver en acción a media docena de intérpretes
del más alto nivel, pues al trío protagonista
hay que añadir a Claude Rains, Peter Lorre, Conrad
Veidt y Sydney Greenstreet. Por supuesto, es un buen
ejemplo de la capacidad creativa de Curtiz, un artesano
que valía tanto para un roto como para un descosido,
capaz de dignificar cualquier proyecto, de cualquier
género, por muy descabellado que fuera. Como
Éste cuando Reagan iba a ser Rick. / ALBERTO
LUCHINI
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