Para hablar de la guerra del Vietnam, Francis Ford
Coppola viajó al mismísimo corazón
de las tinieblas y casi se perdió a sí
mismo -y su cordura- en el trayecto. El resultado fue
una obra maestra esculpida en pasión y visceralidad.
Años más tarde, Stanley Kubrick no necesitó
moverse de su limbo británico para aproximarse
a ese episodio histórico y obtener una pieza
igualmente soberbia, aunque realizada en las antípodas
conceptuales y estéticas de la vehement Apocalypse
Now.
Si la película de Coppola es ruido, furia y
locura, la de Kubrick adopta la forma de un juego cerebral,
es un trabajo hecho en frío, la obra de un geómetra,
un ejercicio de precisión que consigue helar
la sangre y que no deja la emoción -ni la verdad-
fuera de cuadro.
Con la novela de Gustav Hasford como inspiración
y la colaboración en el guión de Michael
Herr, Kubrick siguió ahondando en el tema vertebrador
de su filmografía -la guerra-, al tiempo que
seguía adensando su pesimista visión del
ser humano como sujeto insignificante, contingente y
manipulable. Resulta revelador que la película
dedique su primer tramo al claustrofóbico campo
de entrenamiento, donde los soldados son sometidos a
un perverso y detallado lavado de cerebro.
Al director de La chaqueta metálica no le interesó
tanto la denuncia política de un conflicto en
concreto como el estudio detallado de los mecanismos
de poder que son capaces de transformar al hombre en
máquina de guerra: Vietnam es el pretexto, porque,
a la postre, la película formula un discurso
extrapolable capaz de explicar nuestra propia vulnerabilidad
en manos de un poder empeñado en moldear los
mecanismos mentales. / J.C.
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