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Prólogo de Eduardo Bautista
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Una de las tres mejores bandas sonoras del cine
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La batalla de los «ultras» españoles
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Ni el cantante de Deep Purple ni John Travolta
El
tándem formado por Andrew Lloyd Weber y Tim Rice
tuvo un sueño que se hizo realidad, aunque por
tiempo limitado: que la opera rock iba a ser el sucesor
evolutivo de la clásica comedia musical. Las
carreras de ambos, con el tiempo, iban a separarse,
acomodándose a registros más convencionales,
pero en Jesucristo Superstar -perla del West End exportada
a Londres y adaptada al cine con mano maestra por Norman
Jewison- cristalizó lo mejor de ese lenguaje
posible que articularon, mano a mano, para modernizar
un género que, en la gran pantalla, había
muerto por elefantiasis.
Su propuesta, al igual que en la posterior Evita, se
apoyaba en la sugestiva base teórica de homologar
el mesianismo de una figura religiosa Ðo políticaÐ
con el de una estrella del rock: la religión
y la historia son, en esencia, espectáculos de
masas y sus motores más carismáticos,
estrellas capaces de morir por la autocombustión
de la fama.
Con una estética libre que jugaba con los anacronismos
para trascenderlos, la película de Jewison se
convirtió en una representación canónica
en clave bigger than life de una partitura que amalgamaba
registros dispares usando como elemento cohesionador
el aliento épicoódramático de la
canción rock.
Los juegos vocales entre Anás y Caifás,
la desgarrada voz de la conciencia de Judas, el estallido
glam protagonizado por Herodes y el pulso angustiado
y dubitativo de ese Jess enfrentado a su fragilidad
en el huerto de Getsemaní elevaron a los cielos
de la mitología perdurable la arriesgada propuesta
de este espectáculo que no intentó tanto
desmitificar como diseccionar uno de los episodios fundacionales
de nuestra cultura. / JORDI COSTA
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