Los
años 60 eran ya poco propicios para el género
musical, tal como lo había concebido la industria
de Hollywood desde los inicios del cine sonoro.
Tal vez por eso resultó ser un buen momento
para que las excepciones sobresalieran sobre las producciones
convencionales. Ese fue el caso de My Fair Lady, un
musical tardío, con dimensiones de superproducción,
dirigido por el gran realizador estadounidense George
Cukor, que nunca se había prodigado en el género,
y volcó sus esfuerzos, como de costumbre, sobre
una vigorosa dirección de actores y en una proteica
construcción de personajes.
Con My fair lady se hizo evidente una vez más
que al autor de títulos como Historias de Filadelfia
le interesaban más los personajes y las situaciones
que las propias historias. Y eso que esta vez se trataba
de llevar a la pantalla un libreto que adaptaba el Pygmalion
de George Bernard Shaw, antes convertido en un clamoroso
éxito sobre los escenarios teatrales.
El tiempo ha engrandecido este musical atípico
que persevera en la consistencia y el interés
del texto original, sobre el que Cukor volcó
su pasión y su energía, sin menoscabar
la brillantez de los números coreografiados y
en especial de las canciones, sagazmente compuestas
y escenificadas para dar relevancia al espíritu
de la obra y a cada uno de sus temas específicos.
Porque la película de George Cukor, según
la adaptación de Alan Jay Lerner y Frederick
Loeve, se presenta como una sustanciosa comedia iniciática
que ilustra como pocas el poder terapéutico del
lenguaje, pero también como una elegante versión
de Frankenstein en la que el lingüista Henry Higgins
se empeña en esculpir a una delicada criatura
llamada Eliza Doolittle a partir del barro de la vulgaridad
de la calle.
Los dos protagonistas fueron el casi siempre sardónico
Rex Harrison y la deliciosa Audrey Hepburn, sustituyendo
a Julie Andrews, que había interpretado el mismo
papel en el teatro. Ambos fueron muy cuestionados durante
aquellos años por los puristas del musical, pero
lograron llenar de minuciosos matices la sugerente relación
entre sus respectivos personajes.
En cualquier caso, no se puede relegar al olvido o
simplemente a segundo plano el trabajo que realizó
Stanley Holloway en el papel de Alfred P. Doolittle,
el canallesco padre de la chica, un truhán acostumbrado
a alimentarse del aire y a flotar entre la mugre, que
reivindica con infinita gracia su sacrosanto derecho
a la pereza. / A.B.
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