UN RELATO EN
CUATRO ENTREGAS

 
   
MALVINAS, 20 AÑOS DESPUÉS

Ronald Reagan y su secretario de Estado, Alexander Haig, intentan evitar la confrontación armada. Gran Bretaña es su aliado más fiel y Argentina, un socio de conveniencia. Sin embargo, la Junta Militar interpreta mal los indicios y ve signos de debilidad donde sólo hay firmes convencimientos y una decidida resolución.Londres, por su parte, no quiere salidas de compromiso. El hundimiento del 'General Belgrano', torpedeado por un submarino británico, hace inevitable la guerra.

II)- Llegó la hora de los cañones
El hundimiento del 'Belgrano' hace imposible cualquier salida negociada
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RICARDO HERREN

El capitán de fragata Alfredo Astiz firma la rendición de las Georgias del Sur bajo la atenta mirada de los capitanes Pentreath y Barker

Los grandes titulares de la prensa británica del 2 de abril apenas sí conmovieron a sus lectores. La mayoría nunca había oído hablar de esas lejanas islas a las que ni siquiera lograban situar en el mapa y muchos no entendían bien por qué su Gobierno había despachado fuerzas navales para reconquistarlas.

Pero al día siguiente todo cambió. Los diarios, especialmente los escandalosos tabloides británicos notoriamente el Sun publicaron fotos de los argies (término utilizado para designar a los argentinos) capturando a los royal marines y arriando la bandera británica.Eso, unido a la exaltación patriótica de los pasquines, provocó en los británicos una oleada de exaltación chovinista por el orgullo nacional herido. Menudearon los insultos xenófobos y los motes despectivos para los invasores de las Malvinas, a quienes los tabloides motejaron como comedores de judías (bean-eaters), ignorantes de las sobredosis de proteínas en las dietas habituales de los argies.

A pocos les cupieron dudas de que era indispensable que el león británico asestara un zarpazo para castigar la osadía argentina.Una vociferante multitud se ocupó de despedir a la flota que partió de Portsmouth el 5 de abril.

CEGUERA
Reagan no logra que Galtieri vea la realidad
Thatcher recibía así un cheque en blanco popular que iba a saber aprovechar. Pocos meses antes, el 48% de los británicos la había calificado como «el peor primer ministro», según una encuesta Gallup, y el 12% opinaba que era, incluso, «peor que Arthur Neville Chamberlain». Pero ahora, ocho de cada 10 británicos respaldaban a Maggie en el manejo de la crisis.

Quienes seguían sin tener las cosas clara eran Galtieri y sus colaboradores. La euforia que reinaba en la Casa Rosada el 1 de abril por la inminencia del «histórico» desembarco argentino en las Malvinas se convirtió en un velo que le impedía ver la realidad y que los esfuerzos de Ronald Reagan no pudieron retirar a tiempo.

La víspera del desembarco, la Operación Rosario ya no era un secreto para ninguna de los protagonistas de la historia. Alarmado, Reagan telefoneó a Galtieri.

La conversación fue una repetición de los argumentos de uno y de otro. Galtieri arguyó que 17 años de conversaciones en el marco de la ONU no habían dado resultado alguno y que la pacien-cia de los argentinos tenía un límite; Reagan, que la nueva situación deterioraba gravemente las relaciones con Argentina, que Estados Unidos se mantendría firme junto a su aliado y que éste daría una firme respuesta militar a la acción de los suramericanos.Para enfatizar su «relación especial» con el Reino Unido, Reagan llamó a Thatcher «mi amiga».

El dictador argentino condicionó la cancelación de su acción militar a un reconocimiento de la soberanía de su país sobre el archipiélago, algo que dijo Reagan era imposible que se produjera de inmediato y mucho menos bajo presión militar. Galtieri no supo interpretar la llamada como una advertencia de EEUU sobre de qué lado iba a estar su lealtad.

Una nueva frustración al triunfalismo de los dirigentes argentinos les esperaba en Naciones Unidas al día siguiente del desembarco.Todos los esfuerzos de Costa y sus embajadores para evitar una condena del Consejo de Seguridad fracasaron. El ministro argentino, que solía jactarse públicamente de que «Argentina no pertenece al Tercer Mundo», no logró convencer a los países No Alineados, que eran a la sazón miembros del Consejo. Los del Primer Mundo, a quienes Costa consideraba sus pares, le dieron la espalda y ni siquiera pudo evitar que la URSS y China se abstuvieran.

La imagen internacional del Gobierno argentino no podía ser peor, merced a las reiteradas denuncias de las violaciones de los derechos humanos desde que tomaron el poder. Además, más allá de sus buenas razones, de cara a la galería Argentina era la agresora y Gran Bretaña, la víctima.

La Resolución 502 del Consejo de Seguridad exigió un inmediato cese de las hostilidades y la retirada de las fuerzas argentinas de las Malvinas y exhortó a los gobiernos de ambos países involucrados a buscar soluciones diplomáticas. La previsión argentina de que Operación Rosario iba a despertar un entusiasta respaldo internacional recibía su primer cubo de agua fría.

Gran Bretaña tenía buenos motivos para celebrar un triunfo diplomático de fuste, apenas empañado por la noticia de que Los Lagartos, el comando dirigido por el tenebroso capitán de fragata Alfredo Astiz, habían ocupado las Georgias del Sur.

FRACASO
Thatcher rechaza el plan presentado por Haig
En Washington se creyó que valía la pena hacer un esfuerzo diplomático para tratar de resolver el conflicto y, así, no verse obligado a perder a su aliado suramericano, al que seguía necesitando para sofocar los incendios centroamericanos.

El 6 de abril, Alexander Haig, general y secretario de Estado de Reagan, citó a Costa Méndez para iniciar conversaciones personales en Washington. En un clima de simpatía mutua, ambos barajaron la posibilidad de abortar la invasión militar argentina y la expedición de la Task Force británica, mediante la creación de un gobierno interino tripartito de las islas Argentina, Gran Bretaña y Estados Unidos mientras se buscaba una solución global.Con esa idea bajo el brazo, al día siguiente Haig partió hacia Londres para comenzar su shuttle diplomacy (diplomacia itinerante) al estilo Henry Kissinger.

Pero Haig no iba a encontrar la misma receptividad en los británicos, que no alcanzaban a comprender la neutralidad, al menos aparente, de EEUU en el conflicto. En el avión se enteró de que Londres había establecido un bloqueo naval y una zona de exclusión marítima de 320 kilómetros en torno a las Malvinas, dentro de la cual todo barco de guerra argentino sería atacado.

Los contactos con el ministro de Exteriores, Francis Pym, fueron cordiales, pero los encuentros con la primera ministra en el 10 de Downing Street no encontraron el mismo clima. Para Thatcher la única solución posible era que Argentina acatara y ejecutara la Resolución 502. Si no, no habría negociación. Contaba con el apoyo de la ONU y de la Comunidad Europea, que ya había condenado la acción argentina.

Impresionado por la dureza de la jefa del Gobierno británico, Haig se dirigió a Buenos Aires.

Los militares argentinos le prepararon una recepción especial.Como gozaban por primera vez del apoyo de partidos políticos y sindicatos, decidieron impresionar a Haig con una clamorosa manifestación popular. Desde primeras horas del día 10, la población llenó la plaza frente a la Casa de Gobierno. Desgraciadamente para los militares, al secretario de Estado el acto le evocaba las grandes manifestaciones del nazismo o el apoyo popular al ayatolá Jomeini, lo que no lo predispuso a favor de sus interlocutores.

De todos modos, las intenciones conciliatorias de Haig se es-trellaron contra la irreductible posición de Galtieri, que sacaba a relucir un lenguaje belicista y heroico. Las conversaciones se convirtieron en un diálogo de sordos que no vaticinaba un buen fin.

Los poco fructíferos viajes de Haig entre una y otra capital se prolongaron hasta el 19 de abril, cuando gran parte de la flota bri-tánica había llegado ya a la isla Ascensión, posesión inglesa y es-cala obligada, considerada como un punto de no retorno.

Pese al escaso fruto de sus gestiones, el secretario de Estado insistió y en los últimos días de abril presentó otro proyecto, conocido como Haig 2. Para entonces, la sangre ya había llegado al río y los argentinos habían recibido el espaldarazo de la Organización de Estados Americanos (OEA), que los envalentonó para aumentar su intransigencia.

Tras el naufragio de la política viajera de Haig el día 19, Costa Méndez pidió en la OEA la aplicación del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) entre los países americanos. En virtud de este texto, que databa de 1947, los estados americanos, en caso de ataque de una potencia extracontinental a uno de los signatarios, se comprometían a tomarlo como una agresión contra todos. La reunión fue fijada para el lunes 26.

Pero, entre tanto, ocurrieron hechos trascendentes. El día 25, helicópteros británicos atacaron y dejaron fuera de juego al viejo submarino Santa Fe, anclado en el puerto de Grytviken.También desembarcaron tropas británicas ante las cuales Los Lagartos, al mando de Astiz, se replegaron, primero, y se rindieron, pocas horas después, sin disparar un tiro.

Astiz firmó la rendición «incondicional» y fue enviado a Inglaterra, donde quedó detenido. Estaba acusado, entre otros crímenes, de asesinar a dos monjas francesas y a una joven sueca disparándole por la espalda cuando huía aterrorizada durante los años de la represión de la dictadura (1976-1981). París y Estocolmo lo reclamaban para juzgarlo. Pero Thatcher, invocando la Convención de Ginebra, se negó a extraditarlo y lo devolvió a Argentina al final de la guerra, donde le esperaba una vida algo más incómoda. En 1998 fue expulsado de la Marina y perdió su rango. Soportó numerosas detenciones por los crímenes cometidos, así como agresiones físicas por parte de sus antiguas víctimas y aún hoy no puede salir de Argentina.

La guerra había estallado por fin. Las dudas sobre las intenciones de la flota británica habían quedado despejadas.

El día 28, el Comité de Consulta del TIAR lanzó una resolución que no satisfizo las expectativas argentinas pero que reconocía los derechos de Buenos Aires sobre el archipiélago en cuestión, urgía a Gran Bretaña a cesar las hostilidades y a Argentina a que evitara cualquier acto que pudiera empeorar la situación e instaba a las partes a negociar una tregua.

Una súbita corriente de latinoamericanismo patriótico inundó entonces a los argentinos, que siempre habían mirado con cierto desdén a sus vecinos continentales. Estos fueron los únicos que, a la hora de la verdad, les mostraron su apoyo. En vista de ello, Galtieri endureció su postura.

Ese mismo día, Londres había extendido la zona de exclusión también a las aeronaves. En estas condiciones el proyecto Haig 2 era letra muerta. Era el momento de entonar cantos triunfalistas y bravuconadas. Y Costa Méndez no se mordió la lengua: «Las Malvinas serán el Vietnam de Gran Bretaña», dijo a periodistas de la BBC.

Haig dejó paso al Senado norteamericano, que aprobó una resolución exigiendo a Argentina la retirada de sus fuerzas. Poco después, el secretario de Estado anunciaba sanciones económicas y militares contra Buenos Aires.

En la madrugada del 1 de mayo, aviones Vulcan y Sea Harrier iniciaron el bombardeo de Port Stanley, mientras que varios helicópteros atacaban Puerto Darwin. Las fragatas inglesas también cañonearon las posiciones enemigas en la capital insular. Algunos intentos de desembarco fueron rechazados por los defensores, que consiguieron abatir cinco aviones y dañar una fragata.

Las informaciones triunfalistas de la envalentonada dictadura contribuyeron a enardecer el fervor patriótico: a principios de mayo, nueve de cada 10 argentinos estaban a favor de la guerra y el 82% desestimaba cualquier arreglo con el enemigo.

A pesar de este clima, la Casa Blanca decidió relanzar las iniciativas de paz, para lo cual contó con Fernando Belaúnde Terry, presidente del Perú, un país con estrechos lazos con Argentina. Era una operación planeada por Jeanne Kirkpatrick, representante norteamericana ante la ONU. Sobre la base de propuestas anteriores, Belaúnde hizo llegar su iniciativa a Galtieri, mientras Haig le enviaba el plan a Pym.

El día 2 Belaúnde pidió machaconamente a Buenos Aires una respuesta a su plan de paz, que, al menos, no había sido rechazado por las partes. A Costa Méndez le atraía la propuesta, pero necesitaba la aquiescencia de la Junta y no era fácil poner de acuerdo a tres cabezas que no pensaban de igual modo. La ansiedad del presidente peruano tenía su fundamento. Al parecer, Belaúnde, que está en comunicación permanente con Haig, sabe que ese día «algo puede suceder ».

Y sucedió. El submarino Conqueror, tras seguir a lo largo de 30 horas al viejo crucero argentino General Belgrano, recibió órdenes de hundirlo, pese a que navegaba fuera del área de exclusión.

Dos de los tres torpedos MK 8 lanzados dieron en el blanco. El buque, que ya contaba 43 años de servicio, se hundió en las heladas aguas, arrastrando a más de 300 hombres, la mayoría adolescentes que cumplían la mili.

La iniciativa de Belaúnde tambien naufragó. «La Armada se retira de las negociaciones: nos hundieron el Belgrano», comunicó lacónicamente a Costa Méndez el almirante Anaya, miembro de la Junta y jefe de la Marina argentina, mientras agitaba en su mano un télex con la noticia.

La Armada no sólo se retiró de las negociaciones. Anaya, el más belicista de los tres miembros de la Junta, ordenó que todas las naves regresaran a puerto y se desentendió de la guerra que tanto había alentado.

La respuesta no se hizo esperar y la vendetta le tocó ejecutarla a la Fuerza Aérea, el arma argentina mejor preparada: dos días más tarde tres cazabombarderos Mirage y un Super Etendard atacaron a dos buques fondeados a 40 millas al oeste de la isla Soledad.Desde 35 kilómetros de distancia el Super Etendard disparó un misil Exocet que hundió el destructor Sheffield, uno de los más modernos de la flota inglesa, matando a 20 de sus 268 tripulantes.

 



Es un especial de