JAZZ EN MONTREAL,
POR LUCÍA ETXEBARRÍA |
LA REALIDAD Y EL DESEO(y VI)
Resumen / La jugada final de esta interesante
partida ha llegado.Y no puede ser más inesperada.
Una tercera persona, un 'voyeur', entra en juego, mientras
que la protagonista escucha una arrebolada declaración
de amor. Pero el universo alternativo, irreal, es el que
triunfa. Es el refugio de los que son incapaces de amar,
de entregarse, heridos emocionalmente por cuchilladas del
pasado.«La obsesión moderna por el Gran Amor,
por el amor verdadero, sirve de excusa perfecta para rechazar
el amor cuando se presenta», reflexiona la protagonista.
Deberíamos
seguir abajo», sugiere él. «Deberíamos»,
asiento. Me desenrosco y me alzo en vertical, y termino
con una pequeña reverencia, desnuda, en honor de
mis complacidos espectadores.(Vítores y aplausos
dignos de un partido de liga). Recojo mis cosas con dignidad
de reina, me calzo e intento vestirme como puedo, abrochando
los botones en el ojal equivocado, mientras Jeff se viste
a su vez, también como buena o malamente puede, enredándose
en la camiseta, metiendo el brazo por el agujero del cuello,
maldiciendo de nuevo, fuck, hasta que por fin emerge su
rubia cabeza despeinada y sudorosa. Me tiende la mano y
nos volvemos por donde habíamos venido, pero es entonces
cuando caigo en la cuenta de que si intento saltar al rellano
de la escalera desde la ventana, puedo matarme, y Jeff salta,
y aterriza precisa y firmemente en el rellano con gracia
de gimnasta, y me tiende la mano desde su posición
segura.
Arriesgo mi
vida y salto a la vez, proeza más meritosa incluso
si tenemos en cuenta que calzo unas sandalias de tacón
muy elegantes y muy incómodas. Acalorada, roja, despeinada,
bajo el tramo de escaleras hasta el apartamento. Richard
me ofrece una cerveza con sonrisa cómplice. No pregunta.
Yo sé que sabe. Los dos sabemos que yo sé
que sabe. Jeff y yo nos encerramos en la habitación
y allí desaparecemos durante horas.
Las explicaciones
no tardan en llegar, aunque nadie las ha reclamado.No me
había hablado nunca de ella porque en principio ni
se había fijado: una chica bajita, de sonrisa limpia
y vestimenta sobria, tan aséptica, tan a juego con
el entorno, a la que había visto tantas veces sin
nunca mirarla. Le costó incluso darse cuenta de que
le dedicaba una atención especial, unos saludos algo
más festivos y joviales de lo esperable, y no se
le había ni ocurrido pensar en ella como otra cosa
que como la esforzada y laboriosa ayudante, una borrosa
presencia en bata blanca, hasta que ella misma le propuso
salir. «Y ella representaba todo aquello que tú
me negabas: promesas, compromiso, sensación de permanencia.Mientras
tú intentabas ahuyentar la realidad, ella vivía
firmemente instalada en sus dominios. Cuando ella averiguó
que tú venías (yo había intentado ocultárselo,
pero de alguna manera se enteró), me puso entre la
espada y la pared. Y yo no hago promesas que no puedo cumplir.
No es que tú no me gustaras, es que siempre te mantenías
distante, esquiva, y pensé que todo nuestro encuentro
iba a reducirse a que tú jugarías un poco
más conmigo, para volver después a esa tierra
de nadie donde has estado siempre. Me sentía utilizado.
No sé si quería vengarme, puede. Creo que
estaba asustado».
Si Richard
insistió tanto en que yo no debía anular mi
viaje, decía Jeff, fue sobre todo por una cuestión
de cortesía. Overpolite, como buen canadiense, le
parecía inconcebible que una invitación formulada
con tanta antelación se cancelara de una forma tan
abrupta. Pero yo sospechaba ya que más allá
de un Richard amante de las formas y las buenas maneras,
existía un Richard juguetón y curioso que
no quería perderse la jugada final de una partida
que se presentaba tan interesante (Richard estaba al corriente
de nuestro juego, desde la tarde en que descolgó
el teléfono para hacer una llamada y escuchó
la conversación de Jeff, que hablaba desde su habitación,
y tras unos segundos de vacilación, desechó
la primera idea, la que dictaba la buena educación
y el respeto a la privacidad ajena, y en lugar de volver
a colocar el auricular en su cuna se quedó escuchando,
colocando una mano sobre el micrófono para que no
identificáramos su respiración, inesperado
e inadvertido tercero en nuestra historia, voyeur que no
ve pero que escucha, espía en una irrealidad ajena,
como acabaría por confesarme más tarde).
«La noche
en que llegaste a casa desde el aeropuerto, lo recuerdo
todavía, lo primero que vi salir del taxi fueron
tus tacones de estilete, y después se me aparecieron
lentamente tus piernas -largas, torneadas, palaciegas- y
no me hizo falta siquiera esperar a ver el resto, antes
incluso de ver tus ojos y tu melena ya supe que me había
equivocado, y desde aquel momento no conseguía sujetar
a mi imaginación, que brincaba y se desbocaba, y
se ramificaba en miles de imágenes diferentes, siempre
visiones de ti. Te encontré tan distante, tan orgullosa,
tan exquisitamente desdeñosa Ni siquiera te mostrabas
enfadada ni triste, pero aquella corrección afilada
que mostrabas resultaba mucho más hiriente que un
reproche, y más conmovedora que las lágrimas,
y así empezó la tortura, porque cuando estaba
con ella no podía evitar que me acosara la presencia
de otro universo alternativo, irreal, que parecía
más real que la propia Angela, en el que habitabas
tú, inesperadamente presente y concreta, abierta
a todo tipo de susurrantes posibilidades.Pero no se trataba
de un sentimiento nuevo: antes de verte, cuando sólo
podía escucharte, cuando no eras más que una
presencia sin cuerpo, ya entonces no podía dejar
de pensar en ti».
Cuando tenía
17 leí La educación sentimental y pensé
que si Flaubert había dicho aquello de que Madame
Bovary era él, bien podía yo decir que Frederic
era yo, de tal manera me reconocía en su tendencia
a desear huir de los cuerpos cercanos que tan dolorosamente
había deseado cuando eran distantes. Pasiones consumadas,
pues ningún amante real se ajusta al ideal de perfeccion
que todo Gran Amor postula y necesita. Por eso es más
fácil amar en el territorio del deseo que en el de
la realidad. Y por eso resulta más sencillo amar
a una construcción virtual que a un ser de carne
y hueso.Por no hablar del inevitable margen de error que
existe entre el centro más hondo de un hombre físico
y la percepción que de éste pueda tener una
mujer, por muy íntima que ésta sea; sin embargo,
la construcción virtual se ajusta exactamente a lo
que se espera de ella.
Hay quien dice
que esta compromisofobia nos afecta a aquéllos que
fuimos emocionalmente heridos antes de tiempo: el trauma
es tan grande que nos impide volver a entregarnos, y si
nos encontramos con la posibilidad de volver a amar, que
lleva aparejada la posibilidad de volver a ser traicionados,
abandonados, activamos nuestro mecanismo de defensa. Es
una fobia que actúa como cualquier otra.Igual que
quien no puede viajar en un avión o no soporta subir
a un ascensor, el compromiso fóbico se siente incapaz
de precisar las razones de su angustia y mucho menos de
superarlas, abrumado por un imperioso sentimiento de terror.
La vida del compromisofóbico no es dura ni requiere
de especial adaptación. Las parejas se van sucediendo
en una razonable monogamia sucesiva. Al cabo de un tiempo
uno dice que empieza a agobiarse, que su amante no le comprende,
o que lo que está viviendo, pese a tratarse de un
sentimiento tierno y agradable, no es ni de lejos ese Amor
Verdadero al que de verdad aspira.
Paradójicamente,
esta obsesión moderna que existe por el Gran Amor,
el Unico, el Irreemplazable, sirve como una excusa perfecta
para rechazar el amor cuando éste se presenta, y
así el compromisofóbico se siente moralmente
respaldado por la sociedad en la que vive.No es que rechace
el amor, se dice, sino que el amor aún no le ha llegado.
Pero a los 35 años la vida comienza a desteñirse
y parece que se achicara, o al menos eso dijo Cortázar,
y para colmo, en el caso de las mujeres existe ese problema
añadido de los hijos no nacidos que reclaman un vientre,
un cauce tibio y propicio para el fluir de la especie (y
nana, y pecho, y cuna, y peluches) y el de ese reloj biológico,
que con su insidiosa precisión germánica nos
recuerda que el plazo se acaba, y que no tiene sentido agotarlo
esperando a ese Príncipe Azul, que seguramente nunca
va a llegar, que probablemente ya esté viviendo en
Chueca con El Hombre de Nuestra Vida.
El equilibrio
es dinámico, me digo, por consiguiente no existe
el Estado Perfecto. ¿Pero cómo negar que a
los tres días de recuperar a Jeff ya estaba deseando
subir al avión, volver a mi casa y olvidar lo sucedido,
ya estaba confirmando los peores temores de Jeff, los que
le impulsaron prudentemente (la intuición no constituye
una prerrogativa masculina, diga lo que diga la sabiduría
popular) a solicitar asilo en los primeros brazos hospitalarios
que se le ofrecieron, para huir de mí? Y ahora, mientras
escribo esto, me debato entre el impulso de escribir el
último mail definitivo que dé cumplido cierre
a la historia aquí narrada y que corte toda relación
que pueda seguir habiendo entre mi vida y Montreal o el
de seguir jugando a mi juego favorito y cumplir así
la luminosa promesa que encerraba aquel corazón de
luz en el techo. Y entretanto el hoy se está apagando:
se está volviendo ayer.
FIN
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