JAZZ EN MONTREAL,
POR LUCÍA ETXEBARRÍA |
LA GATA SOBRE
EL TEJADO(V)
Resumen / Llega
el momento del reencuentro, inevitable tras tanto tiempo
de huir el uno del otro, de desviar las miradas, de alimentar
los rencores. La protagonista vuelve a sucumbir ante la
misma voz que la había enganchado por teléfono,
esa voz «pegajosa y húmeda» que la hace
vibrar. En la casa en la que se encuentra como invitada,
en el particular tejado de esa casa, expuesta la pareja
a las miradas ajenas, llega la pasión, el erotismo,
ese instante en el que únicamente los deseos lo llenan
todo, adueñándose de la voluntad, espantando
la rutina.
Hace un día
brillante, la ciudad parece cegada por la collera amarilla
de una luz cenital, rabiosa, inesperada. Quizá la
propia ciudad celebra nuestra tregua (esta entente cordiale
que ha acercado a los que hasta hoy eran dos beligerantes
competidores por un mismo territorio, cada uno intentando
a la desesperada definir las fronteras de lo que es y no
es espacio neutral en una casa) mientras contempla cómo
bajamos por Coté des Neiges hasta Saint Catherine,
cómo Jeff trota a mi lado, nervioso, cómo
intenta hacer chistes y tartamudea, excitado como un perrito
que sale de paseo. «Ya no estás enfadada conmigo»
pregunta o afirma. «No, ni lo estoy ni lo estaba.
Estaba dolida, que es distinto», aclaro.«Me
alegro, porque me apetece volver a estar en mi apartamento
sin sentirte tan tensa». «Yo no estaba tensa,
el tenso eras tú».«Lo que tú digas»,
condesciende él, trotón y apurado.
Elegimos tomates
y melones en un supermercado que hierve de aromas y colores,
vamos a buscar vino, y parecemos en todo momento una pareja
bien avenida y compenetrada. «Nos vamos a llevar muy
bien, ya verás», me anuncia Jeff. Y habla de
una vida compartida como compañeros de piso que se
presenta idílica, convivial, amable, un remanso de
paz para la próxima semana, el oasis en el que transcurrirán
mis últimos siete días en Montreal.
Ya en casa,
se ofrece a hacerme de pinche y revolotea a mi alrededor
mientras cocino, acercándome el colador, o la batidora,
o el cucharón de madera, mientras nos bebemos lentamente,
a sorbitos despaciados, una botella de vino blanco. Hace
calor en la calle y más calor en la cocina, así
que en algún momento él se quita la camiseta
y descubro, redescubro, un cuerpo bonito que ya casi no
recordaba, que nunca había visto a la luz del día:
abdominales lisos como una tabla de lavar, los brazos reventando
de músculos y venas, mientras Richard bebe cerveza
en el salón, ajeno a nosotros, leyendo una copia
vieja del Adbusters, y yo no entiendo muy bien por qué
ha decidido dejarnos a solas, olvidarse de nosotros, si
es que está harto de mi compañía y
ahora necesita tiempo para sí mismo, y ha decidido
que Jeff se ocupe de mi persona.
De vez en cuando
Jeff abandona la cocina para cambiar el disco.Reconozco
a Dave Brubeck. «Me cuesta mucho admitirlo»,
le digo, «pero para ser una cucaracha tienes un sorprendente
buen gusto en música». «No mucha gente
aprecia mi gusto en música». «Bueno,
puede ser que los dos tengamos muy mal gusto». Se
ríe, no una risa cristalina de ésas de campanillas,
sino una especie de carraspera ronca, como de animal que
ronronea.
Hemos apurado
la primer botella sin darnos cuenta y los dos estamos ya
bastante borrachos, pero abrimos otra de todas formas. Hace
un calor pegajoso y envolvente, una gota de sudor resbala
por los abdominales torneados de Jeff, la quiche está
lista, ponemos la mesa y comemos, seguimos bebiendo, el
sonido estrangulado del piano de Brubeck goteando notas
sobre el ambiente como gotea el sudor sobre el torso desnudo
de Jeff, la tarde empieza a caer y desde la ventana se sucede
un festival de naranjas y fucsias y malvas encendidos, el
sol que se funde, Jeff que me está hablando de antiguos
veranos en la ciudad y de fiestas en el tejado.
«¡Pero
tú no conoces el tejado!», exclama de pronto,
como si acabara de caer en la cuenta, e insiste en que debo
visitarlo, como si hablara de una de las siete maravillas
que está precisamente ahí, encima de mi techo,
y a cuya existencia yo he permanecido ajena, ignorante de
mí. Apura el último trago de vino, ya ha caído
la segunda botella, e insiste, los ojos brillantes, la palabra
roof temblándole en la boca como si fuera un conjuro,
en que le acompañe. Pero no se trata de una azotea
cualquiera, de los terrados mediterráneos que conocí
en la infancia, uno no puede entrar así como así,
no hay una puerta de acceso, sino que hay que saltar desde
el rellano de la escalera a uno de los alféizares,
y trepar desde allí al tejado.
No concibo
cómo alguien pudo organizar una fiesta en un lugar
con semejante acceso, pero, en cualquier caso, borracha
como estoy, no le encuentro mayor problema a escalar desde
una altura de 12 metros con una falda estrecha y sandalias
de tacón. El esfuerzo, sin embargo, merece la pena,
pues desde allí arriba se ve todo Montreal, la línea
de los edificios recortándose sobre una puesta de
sol que explota en fucsias y morados y malvas.
El alcohol
intensifica la percepción y la puesta de sol se transforma
en una obra de arte, en un cuadro de Rothko, en una epifanía.Nos
sentamos en una vieja colchoneta que supongo vestigio de
alguna fiesta. No sé quién inicia el movimiento,
pero en algún momento nos encontramos tumbados de
perfil el uno frente al otro, las cabezas muy juntas, pero
sin rozarnos, y soy yo la que emprende el acercamiento definitivo,
la que junta mis labios con los suyos.El responde y su lengua
sale al encuentro de la mía. Mi cabeza, que sigue
funcionando, a pesar del alcohol, como una máquina
engrasada, me advierte que esto no irá más
allá, que él se dará cuenta de lo que
está haciendo y parará en algún momento,
y todo se quedará en un beso inocente en el tejado,
una manera de sellar una amistad incipiente, pero antes
de que me dé cuenta ya lo tengo encima, sujetándome
las manos sobre la cabeza, ya me besa el pelo, ya me busca
los pechos bajo la blusa, ya está apoyando la pierna
sobre los muslos para separármelos, ya me está
besando el cuello, hablándome al oído, «you
are so beautiful, so fucking beautiful», con esa voz
ronca y pegajosa, tan de azúcar, demorándose
en cada sílaba y repitiendo mi nombre, «you
are so beautiful, so fucking beautiful», ya está
hablándome y besándome cada vez más
cerca de la boca, envolviéndome en saliva y en caricias
y en palabras, y en el fondo de las salivas y las caricias
y las palabras alienta otro reino, respira otra yo, reclama
su lectura un texto no terminado, su final una historia
que se dejó a medias, y yo ya me estoy abandonando,
dejando que la falda se deslice cuesta abajo por los muslos
y las rodillas y las pantorrillas, adiós falda, you
are so beautiful, so fucking beautiful, las lenguas encontrándose,
mezclándose, una araña de dedos que baja por
el vientre y avanza bajo el elástico de las bragas,
una araña de dedos que se tropieza en un charco mojado
y que se esconde en un hueco, un placer delicioso en el
que por debajo late algo parecido al miedo, no debería
hacer esto, no debería hacer esto, un miedo que no
consigue acallar el placer, una conciencia de cómo
la araña recula y se marcha y cómo su lugar
lo ocupa un bulto conocido que insiste en avanzar con presión
rectilínea, el miedo contraataca desde su escondite
subterráneo, no debería hacer esto, no debería
hacer esto, abro los ojos para volver al reino de las cosas
decentes, del pensamiento lógico, del orgullo encendido,
de los mecanismos de defensa, y entonces reparo en los balcones
vecinos, en las cabecitas borrosas que se asoman y que sin
duda nos contemplan («Jeff, hay gente mirándonos».«No
les mires, mírame a mí»), y es la misma
voz ronca y demorada, la misma voz que me había enganchado
a través del teléfono, la misma voz pegajosa
y húmeda que se abre y se abría paso entre
jadeos, la voz que ahora me envuelve y me transporta y me
levanta de tal manera que decido cerrar los ojos y sentir
cómo Jeff me sujeta ahora, los dedos engarfiados
en mis nalgas, y cómo avanza ese bulto -presión
rectilínea, constante-, cómo se desliza entre
mis piernas, cómo entra resbaloso y se instala y
sale y vuelve a entrar, los oídos abiertos, abiertos
a sus palabras, a sus jadeos, a su voz de mermelada, de
saliva, de esperma, you are so beautiful, so fucking beautiful,
los oídos abiertos, demasiado abiertos, porque por
entre los jadeos y las palabras se cuela de pronto no el
sonido de los coches de la calle ni el de alguna televisión
perdida, sino el de unos gritos claros y punzantes que me
están chirriando en los oídos.
«Jeff,
nos están vitoreando», digo. «No pienses
en ellos, piensa en mí», responde jadeante.
Pienso en ti, intento concentrarme en tu voz y en tu persona
que me está penetrando con fuerza inapelable, de
forma que los aplausos de los vecinos se quedan como el
tiempo, congelados, colgados en el aire, quietos y en suspenso,
y sigo concentrándome en su voz, y en su persona,
y en mi propia respiración que se acelera, el oxígeno
va inundando mi cerebro, estoy entrando en trance, mareándome
de puro placer, una frenética soladura de órganos
y fluidos. «Fuck», exclama Jeff, y súbitamente
se detiene y sale de mí, yo vuelvo a la conciencia,
demasiado atontada como para sentir vergüenza (el cuerpo
siempre se queda desorientado cuando se desgaja del del
amante) y de pronto la tierra, que se había quedado
detenida, comienza a girar de nuevo, lentamente.
(Continúa)
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