El guardián de la doctrina ortodoxa


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Por JOSÉ MANUEL VIDAL
Para desempeñar su papel de párroco universal, Juan Pablo II dejó las llaves del Gobierno de la Iglesia a la Curia romana y las de la doctrina, al cardenal Joseph Ratzinger. El purpurado alemán no sólo fue el guardián de la ortodoxia del papado de Karol Wojtyla, sino el ideólogo de la involución eclesial de las últimas décadas. En el interregno de la sede vacante, se convirtió también en referencia esencial del proceso sucesorio.

El 'Panzerkardinal', como le llaman en Roma, fue uno de los colaboradores más estrechos del Papa y, a menudo, considerado como el auténtico número dos de la Iglesia, por encima incluso del secretario de Estado, el cardenal Angelo Sodano. Profundamente asociado al Pontificado del Papa polaco, la figura de Ratzinger pasará a la Historia como la del teólogo que le ayudó a poner orden en la Iglesia y a decapitar primero y domesticar después a la Teología de la Liberación.

En 1984, las condenas formales de la Teología de la Liberación realizadas por el cancerbero de la fe permitieron a la derecha católica dejar fuera de juego a toda una corriente innovadora en el campo pastoral, teológico, catequético y social, destrozando casi en el huevo la idea de una Iglesia más popular y más fiel al Evangelio de los pobres.

Ratzinger impuso una rigidez doctrinal total a la vida intelectual de la Iglesia y una dinámica de control a ultranza de los teólogos. Y el miedo se instauró entre sus filas. Amonestados, perseguidos, vigilados, en una institución intelectualmente inhabitable, los pensadores de la Iglesia optaron por marcharse (Leonardo Boff), callarse (Gustavo Gutiérrez) o romper la baraja (Hans Küng).

El culmen de la represión teológica se alcanza con la publicación del «Catecismo de la Iglesia católica» y, sobre todo, con la «Dominus Iesus», un documento de Ratzinger, en el que se atribuye en exclusiva a la Iglesia católica la posesión de la verdad y de la salvación. La vuelta del axioma tridentino de que «fuera de la Iglesia no hay salvación». Un documento tan desafortunado que hasta protestaron contra él varios cardenales.

Más aún, Ratzinger silenció con medidas autoritarias todas las cuestiones teológicas debatidas: celibato de los curas, estatuto del teólogo, papel de los laicos, praxis penitencial, comunión para los divorciados, preservativo contra el sida o fecundación artificial.

Impuso la tesis del romano-centrismo, descafeinó la colegialidad y el poder de las Conferencias Episcopales, reduciéndolas a meras sucursales de la Curia, y zanjó casi como dogmático el eventual acceso de la mujer al sacerdocio. En definitiva, Ratzinger desactivó el Concilio.

Y eso que en época del Vaticano II (1962-1965), Ratzinger formaba parte del ala progresista de la Iglesia, aunque pronto se pasó al bando conservador. En el cónclave ha dirigido al partido de la Restauración, el del tradicionalismo legalista, junto a la ristra de movimientos neoconservadores (Opus Dei, Comunión y Liberación, Legionarios de Cristo...). El 'wojtylismo' sin Wojtyla.

A sus 78 años, el 'Panzerkardinal' conserva el encanto de una gran personalidad. Otros, sin embargo, le dibujan como un Jano bifronte. A Ratzinger no le gusta el optimismo ni la fe en la bondad humana del Vaticano II. Le obsesiona el pecado y, como su compatriota Lutero, está «hipnotizado por el mal».

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