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# 142 Viernes 28 de septiembre de 2001
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EN LA WEB



Las confesiones de Jamiroquai

LOLA FERNÁNDEZ

Primera decepión: ni rastro del sombrero con cuernos de búfalo en la cabeza de Jason Kay, mandamás de Jamiroquai. Ni siquiera luce su nueva adquisición, un tocado presuntamente inspirado en la Estatua de la Libertad que causó más de un quebradero de cabeza a la seguridad de Carlos de Inglaterra durante el encuentro de ambos en un concierto benéfico (las barras metálicas que lo adornaban eran tan potencialmente mortíferas que el cantante tuvo que pedir un permiso especial para retenerlo en su sesera). Sin sus extravagantes cubrecabezas, queda reducido a un treintañero con complejo de Peter Pan, pelo de niña, estatura escasa y complexión delgaducha que hace de percha a unos vaqueros y un neososo polo azul. Para compensar, es multimillonario (lleva vendidos 16 millones de copias de sus cuatro casi clónicos álbumes, Emergency on Planet Earth (1993), The Return of The Space Cowboy (1994), Travelling without Moving (1996) y Synkronized (1999), todos a base de un disco-funk altamente pegadizo), vive con dos perros alsacianos, Titán y Luger, en una megamansión en Buckinghamshire, y colecciona coches de lujo (Ferrari, Lamborghini, Mercedes...). Su pasado reciente está plagado de juergas, peleas en pubs, rubias bastante chachas y comparecencias casi diarias en los tabloides británicos. Aún así, toca sumar y seguir con las decepciones: ni rastro de alcohol, drogas o cualquier tipo de desorden en la habitación de hotel que ocupa. Al garete su fama de rebelde y díscolo adalid del funk para las masas. Peor aún: pone cara de Santa Teresa cuando se le pregunta sobre su affaire con la coca. «En este negocio es difícil mantenerse alejado de la droga. A veces, cuando me quedaba solo en casa después de una fiesta, me preguntaba por qué me autodestruía así. Hasta que me di cuenta de que podía perder todo lo que había conseguido por algo tan estúpido como una adicción y lo dejé». A punto estuvo de quedarse sin voz tras seis años de relación amor-odio con el polvo blanco. El sustito le ayudó a desengancharse sin ayuda de terapia.

Ni siquiera saca a relucir su carácter de superstar consentida cuando se le menta a su vilipendiada (mayormente por él) ex, la presentadora de televisión Denise Van Outen, una especie de Paula Vázquez que ha conseguido, nadie sabe cómo, un papelito en un musical del West End. «¿Es verdad que se aprovechó de tu fama para hacerse un hueco en el show bussiness?». Tercera decepción: no hay quien le apee de su sonrisa socarrona, quien le saque un pequeñísimo insulto con dedicatoria. «Estuvimos tres años juntos y hubo momentos maravillosos. Pero llega un momento en que tienes que preguntarte a ti mismo: ¿Esta persona quiere cuidar de mí o sólo le interesa figurar y salir fotografiada con un famoso del brazo?». Ahora son amigos, a pesar de que ella ha aireado su relación para promocionarse como actriz.

Decepción final: Jamiro (mira que nos gusta la abreviatura) se empeña en contar la originalidad de sus nuevas canciones para vendernos la moto de su quinto disco, A Funk Odyssey, grabado en el estudio que tiene en su casa junto a su inseparable teclista Toby Smith. «Cerramos una etapa con el anterior disco y siento que empezamos otra distinta. Estoy mucho más contento con este álbum que con el anterior, que es cierto que tenía sus momentos. Hemos jugado más con la electrónica, hay más programación, incluso tiene influencias latinas, brasileñas, la orquestación es fantástica... Y las letras son mucho más personales, más adultas. Estoy orgulloso de todas las canciones. Es cierto que la producción es muy buena, pero ningún productor podría sacar oro de la mierda». Se lo permitimos porque tiene una extensa familia que mantener. Su contrato con Sony de ocho discos, firmado en 1992 y por el que cobró 1,9 millones de dólares, especifica que él se hace cargo de mantener a toda su troupe, desde sus músicos hasta sus guardaespaldas, en total, 35 personas. Incluso prefiere pagar la mitad de la producción de sus propios vídeos (que salen a unos 106 millones de pesetas por clip) que dejarlos en manos de la compañía.

Al chico que quería ser negro (qué mal repartido está el mundo, ¿verdad Michael?) no le asustan las responsabilidades. «No sólo me juego mi vida con esto, sino también la de otras familias que dependen de que mis canciones tengan éxito. No voy a mentirte, quiero hacer canciones simples y efectivas que se programen incesantemente en las emisoras de radio, pero sin bajar al nivel de, digamos, Nsync. Somos especies diferentes. Ellos son los extraterrestres». Uno de sus gorilas juguetea con el equipo de música que ha ordenado instalar en la suite. Su dedazo acaba aterrizando en el botón de play y comienza a sonar Little L a todo volumen. Jay Kay da por terminada la charla. Qué alivio. Él también prefiere bailar.





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