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# 160 Viernes 1 de febrero de 2002
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EN ÓRBITA


Los 80, otra vez

Francisco Casavella

Parece ser que en los últimos tiempos hay un revival de los 80. Por un lado, artríticos a punto de aterrizar en la más aburrida madurez o plenamente instalados en ella (muy parecidos a aquellos jóvenes carrozas que, precisamente en los 80, añoraban los 60) cantan las habituales y sonrojantes loas tipo «Nosotros sí que éramos auténticos con nuestro rollo y no estos niñatos que bla, bla, bla...»; por otro, gente que durante esa década gastaba chupete se inventa la nostalgia de un tiempo no vivido donde de los árboles colgaban radiosfuturas y todas las vecinas eran como Alaska. El mercado pilla la onda, salen recopilaciones que sin ningún rubor se anuncian como «Los años que hicieron temblar al mundo» o memeces parecidas y ya tenemos otra moda en marcha. Lo sensacional, la broma de todo el asunto, es que el revival terminará ocultando la poliédrica verdad y, del mismo modo que durante los 60 todo el mundo era de un grupo yeyé (o corría delante de la policía, pero nadie se aburría como una ostra en pueblos y ciudades tercermundistas, ni ahorraba para dar la entrada para un piso ni oía a su padre decirle «Córtate el pelo y hazte aparejador»), todo aquel que tuvo entre 15 y 30 años en los 80 acabará siendo también un poco músico, un poco yonqui, un poco artista plástico y un poco público en estudio de La Edad de Oro.

Yo, la verdad, de los 80 no recuerdo casi nada. En su primera mitad (80-85, por si alguien no fue ese día a clase), trabajaba en un sitio infame que siempre me conoció resacoso, recorría durante las tardes y las noches, en busca de aventuras y un poco de diversión, los cuatro sitios mal contados que había en mi ciudad (Barcelona) y, de acuerdo con mis años, exageraba los placeres, el significado de las canciones y los hechos del día anterior que a duras penas lograba reconstruir. Lo que sí es cierto es que tenía un miedo atroz a acabar siendo lo que la vida me había destinado ser y que de ese miedo surgió todo lo bueno y lo malo que pude hacer a partir de entonces. Y, sí, a menudo sonaba en algún sitio Escuela de calor.

De la segunda mitad de los 80 sólo recuerdo gilipollas. Nunca este país fue tan hortera, nunca gente tan joven se vendió tan barato (como si el partido en el poder fuera un auténtico modelo de conducta) y nunca se fue tan frívolo en el uso del «Donde dije digo, digo Diego». También es verdad que nunca he visto a tanta gente sufrir sin merecerlo, olvidada de esos mismos gilipollas que temían encontrarla por la calle y ser víctimas de un sablazo. Escuela de calor seguía sonando, en versión larga. Este pequeño apunte autobiográfico que ha ocultado una verdad importante (que muchos eran jóvenes en un país que volvía a serlo) sólo tiene como objeto explicar que a mí los que me interesan de verdad son los años cero pelotero en los que ahora vivimos, el presente. Que las vidas buenas son continuaciones de buenos presentes. Y que si no necesito un revival de los 80 es porque, entonces, ya tuve suficientes presentes satisfactorios. Ahora quiero más.

Una última nota. Si algo caracterizó los primeros 80 era la proliferación de irracionales. El Loco Carioco abundaba como especie. Esa era la verdadera tribu urbana, interclasista e intergeneracional, que por aquel entonces salió de sus agujeros. Uno aprendió mucho de esos excéntricos hasta que se extinguieron. Por eso me gustaría que esta nota fuera una muestra de sentida admiración a Poch y a su grupo Derribos Arias.





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