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# 166 Viernes 15 de Marzo de 2002
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EN ÓRBITA


El nombre de la alegría

Francisco Casavella

¿De quién hablamos cuando hablamos de Bustamante? Voy a hablar de Bustamante. Pero no se confundan. Éste no es ese otro gran artista, Prince Bustamante Campbell, más conocido como Prince Buster, el rey del Blue Beat jamaicano, mundialmente alabado entre los coinesseurs por su ciclo de canciones sobre el juez Dread, sus versiones de Sam Cooke o la inolvidable Los diez mandamientos del amor, cuyo verso inicial dice: «Primer mandamiento: la mujer no adorará a ningún hombre, salvo a mí, Prince Buster». No. No hablo de ése. Este otro Bustamante es Julio Bustamante. Muy activo en la escena levantina desde principios de los 70, en los 80 Bustamante graba discos en catalán, y en castellano con el grupo In Fraganti. Cargo de mí es un ejemplo de su labor: una de esas canciones que, si no llegan a la perfección, contagian al menos la idea de que su intérprete y compositor es de esos raros animales pop de sinceridad desarmante y capacidad para conmover. Esa gente que ya no hará otra cosa, de ésos que, según Mallarmé, «exhiben sin empacho la incompetencia extrema sobre todo lo que no sea el absoluto».

Pero hasta el absoluto tiene matices. Y sus formas se combinan en los tres grandes elepés que Bustamante lleva lanzados desde 1996: Sinfonía de las horas (1996), Entusiastas (1998) y La vida habla (2000). El primero y tercero son discolibros donde, además de las letras de las canciones, se pueden encontrar poemas, apuntes biográficos, opiniones y citas de otros poetas que demuestran que a Julio le gusta tener juntos a los amigos, reunirlos para pasarlo bien. De la mano de los más grandes cantantes-compositores de la historia del pop Van Morrison, Dylan, Lou Reed, Randy Newman o Van Dyke Parks y con una neta influencia de la mejor canción italiana, Bustamante se destaca de modo sobresaliente en todas las facetas que no suele detectar, retroalimentada de la nada hasta la nada, la zafia patulea de negados que componen el grueso de los llamados artistas y el llamado público de nuestro país. Esas facetas son canciones generalmente maravillosas (Hablando de Van Morrison, Mundo sereno, Canción de amor, Tardes azules con Piniwies) y una voz para interpretarlas que cumple, como los arreglos de limpieza cristalina, la misión que no sé si se ha marcado, pero que desde luego realiza. Y repito cuál es: conmover, conmover hasta la alegría absoluta.

Mención aparte merecen las letras. Bustamante hace buena la sentencia que dice «No hay estética sin ética». Cuando no son canciones de amor, muchas de sus composiciones son guías para perplejos, interpelaciones a un hombre o una mujer a los que Bustamante dedica una pequeña joya moral. Esta técnica, por cierto, ha sido muy utilizada desde siempre por los grandes compositores de música negra: la advertencia, el consejo que da con mucha humildad alguien que ya ha pasado por lo mismo, que lo ha pasado mal y cree que tiene la solución. Y la solución, envuelta en gran música, es la alegría.

Alegría. Felicidad. Palabras absolutamente gastadas que cobran una nueva realidad con el trabajo de ese monstruo valenciano: Julio Bustamante. No lo confundan, por favor, con Prince Buster, otro talentazo, desde luego, pero que tuvo el don de profetizar el advenimiento del genio y por eso se cambió el nombre.





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