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# 168 Viernes 29 de Marzo de 2002
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CINE


Asuntos de familia

Los Tenenbaums, al completo. De izquierda a derecha: Margot (Gwyneth Paltrow), Etheline (Anjelica Huston), Royal (Gene Hackman), Chas (Ben Stiller), los niños Ari y Uzi (Grant Rosenmeyer y Jonah Meyerson) y Richie (Luke Wilson).
Jordi Costa

MENUDO ES MI PADRE. Una de las fotos más recientes que se conservan de J.D. Salinger nos lo muestra como un fibroso y colérico anciano de mandíbula desencajada en el instante previo de arrear un sopapo a la cámara. Parece alguien tan sólo apto para el berrido inarticulado y, sin embargo, estamos ante quien firmó algunas de las páginas más sensibles de la literatura americana contemporánea. De él sabemos que fue un padre infernal y, por lo general, un sujeto al que era preferible tener a una prudente distancia. Según las memorias de una de sus jóvenes amantes y de su hija, Margaret Salinger, su imagen de escritor esteta con un profundo conocimiento del género humano debe completarse con la del maniático bebedor de orina, el asceta castrador, el abstencionista sexual, el pater familias marcial o el novio de una chica del partido nazi. Y, sin embargo, Salinger también fue un padre ejemplar: de almas tan universales como la de Holden Caufield o de construcciones tan sensibles como los hermanos Glass, esos chicos que despuntaron demasiado pronto, tuvieron su temprano momento de gloria en el programa radiofónico Es un niño sabio y terminaron sufriendo las inclemencias de la vida adulta. Uno de ellos, Seymour Glass, acababa disparándose un tiro en la sien en uno de los relatos más inolvidables del escritor.

Los hermanos Glass y J.D. Salinger como figura paterna necesitada de redención están en el origen de Los Tenenbaums, el tercer largometraje de Wes Anderson. La película asume la forma de falsa adaptación literaria de un libro inexistente para crear un espejismo de metalenguaje donde, en el fondo, no hay más que sentimiento verdadero y mucha sabiduría. Los Tenenbaums son tres niños prodigio a los que se les ha jodido la vida: un Ben Stiller chandalero y viudo, una Gwyneth Paltrow que redefine el sex-appeal de la chica depresiva con sus ojos de mapache y un Luke Wilson eternamente pegado al uniforme de su fracaso en la cancha. Royal Tenenbaum, el padre canallesco encarnado por Gene Hackman, tiene todos los números para ser acusado de la catástrofe existencial de sus retoños. El metraje de la cinta acota el espacio de tiempo del que disponen esos tres talentos malogrados para reconciliarse con su progenitor, que vuelve ruidosamente a casa con la falsa excusa de una enfermedad terminal. También delimita el margen del espectador para descubrir si en el interior de esa bestia parda que quiere frustrar, incluso, el futuro sentimental de su esposa (Anjelica Huston), late o no algo parecido a un corazón de mamífero.

Que Wes Anderson y su coguionista Owen Wilson son gente con muchas lecturas es algo que salta a la vista más allá del transparente guiño a la obra de Salinger: el Nueva York esquemático e imposible de Los Tenenbaums —en el que sólo existe la tipografía Futura y por cuyas calles únicamente circulan taxis gitanos o autobuses Green Line— es el mismo que se destila de los relatos publicados en New Yorker. Pero hay más: Anderson cita como posibles referentes literarios a Joseph Mitchell, Scott Fitzgerald, Dawn Powell, Philip Barry o S. M. Behrman y el rico repertorio de personajes de la película incluye caricaturas nada clementes de Oliver Sacks y Cormac McCarthy. A la cámara de ecos se suman un buen puñado de guiños cinéfilos nada obvios —de El cuarto mandamiento de Orson Welles a El fuego fatuo de Louis Malle— y una precisión portentosa a la hora de tocar la fibra sensible pinchando selectos surcos de nuestro vinilo sentimental: Nico, Paul Simon, Nick Drake...

Existe otro estimulante nivel referencial: la tira cómica como haiku perfecto en el que ceñir estados existenciales. En telecomedias como Seinfeld, la estructura se disgrega en pequeñas escenas autoconclusivas que parecen remitir a ese ritmo narrativo, sintetizado en grupos de cuatro viñetas, de las tiras dibujadas. El trabajo de Anderson podría, también, interpretarse como un conjunto de viñetas de esos Peanuts que creara Charles M. Schulz: el reencuentro del grupo de niños neuróticos, convertido en un hatajo de adultos infantilizados a los que el cineasta define, con la sintética eficacia de un maestro de la línea, a través de la irrealidad de sus fetiches indumentarios: el chándal, el rímel, la cinta de tenista...

Hay quien le ha reprochado a Los Tenenbaums no ser una comedia divertida y resultar más suave que Happiness. Las dos acusaciones yerran el tiro: el secreto encanto de la cinta reside en el perverso ping pong emocional que juega con el espectador, que no sabe si reir o llorar ante una réplica ingeniosa de devastador trasfondo o ante una escena dramática rematada con alguna pirueta cómica. Anderson efectúa una proeza inusual en el cine de hoy: concederle al público la libertad para sentir (lo que crea conveniente). Su filme es, esencialmente, una película triste, pero no pesimista. El humor negro sin fisuras de Todd Solondz pertenece a un planeta distinto: Anderson adora a sus criaturas y tiene el detalle de dejar respirar al respetable abriendo alguna ventana a la esperanza (o, por lo menos, a su posibilidad).

ALTA SUCIEDAD. Los Tenenbaums merece ocupar una página de oro en la historia del cine americano de familias disfuncionales, en la que el padre pedófilo de Happiness —o los jirones de basura blanca de la posterior Storytelling— y los matarifes unidos en el degüello de La matanza de Texas —y su soberbia secuela— marcan un techo de sordidez difícil de superar. Siguiendo el hilo de ese apuntado parentesco con el humor gráfico, quizá sean la versión, en clave realista, de esa familia Addams que Charles Addams creó con elegante trazo en las páginas de (no podia ser de otra manera) New Yorker. Al contrario que Los Simpsons y otras derivadas unidades familiares de clase media baja, los Tenenbaums son pura disfuncionalidad neoyorquina: su forma de infelicidad deriva de su sofisticación.

Esa misma naturaleza les aparta, también, de otras maneras de vivir la familia desde el rencor y la confusión, más propias de entornos europeos. Para entendernos, no tienen nada que ver con los formatos que intentaron carcomer Thomas Vinterberg con Celebración o el perverso Michael Hanneke de Funny Games. Tampoco existe vínculo alguno con la crispación proletaria de Secretos y mentiras (Mike Leigh) o con las familias diseccionadas por Tim Roth y Gary Oldman en sus respectivos debuts en la dirección: los Tenenbaums son de la especie de perdedores que uno jamás encontraría en la cola del paro.

Al contrario que Harmony Korine en Julien Donkey Boy, Sam Mendes en American Beauty, François Ozon en Sitcom, John Waters en Pink Flamingos y Cosa de hembras o Takeshi Miike en Visitor Q, Anderson no utiliza la transgresión para acabar de una vez por todas con la familia, cosa que le emparenta con los trabajos de Agnés Jaoui y Jean-Pierre Bacri —Como en las mejores familias, Para todos los gustos—: el director de Academia Rushmore también es capaz de comprender incluso a sus personajes más miserables. Con todo, la mejor vía de acceso para disfrutar de esta obra soberbia es olvidarse de referencias. Está claro que Anderson no ha nacido por generación espontánea, pero eso no impide que sea uno de los talentos más colosales de su generación. Sin parangón posible: ni en la familia indie, ni fuera de ella.

«Los Tenenbaums» se estrena el 12 de abril


Wes Anderson

Beatrice Sartori
«UN DIRECTOR MAGISTRAL», ha proclamado The New York Times. «El nuevo rey de la comedia», le ha coronado el diario The Independent. «Es un hombre nacido para filmar», ha sentenciado Peter Bogdanovich, quien ha añadido en The Guardian: «El guión es brillante, el filme, soberbio y, el reparto, perfecto. Wes, como Orson Welles, lleva la película en la cabeza antes de rodarla». Todos se refieren al nuevo genio de culto Wes Anderson (Houston, 1970), quen con Los Tenenbaums se ha colado en el selecto club de innovadores del cine norteamericano integrado por Spike Jonze, Paul Thomas Anderson, Sofia Coppola, Alexander Payne y David O. Russell.

El texano Anderson no parece tomarse tanta loa en serio. Su aspecto es simple y hasta conservador: sólo un flequillo erecto sobre las gafas y llamativos calcetines a rombos le distinguen de un ejecutivo de banca. Ha dirigido y coescrito sus tres películas —Ladrón roba a ladrón (Bottle Rocket, 1996), Academia Rushmore (1998) y Los Tenenbaums— con el actor tejano Owen Wilson (Los padres de ella, Zoolander, Tras la línea enemiga), el más popular de un trío de hermanos (Luke y Andrew, también intérpretes) del que Wes es amigo desde la infancia. Ambos se han quedado este año sin el Oscar al guión original.

PREGUNTA: ¿Cuál es vuestra fórmula secreta?

RESPUESTA: No la hay. Encontramos divertidas las mismas cosas y nos gusta jugar al ajedrez, aunque él gana casi siempre. Y cuando pierde, lo hace deportivamente. Yo, sin embargo, me tomo la derrota en plan traumático.

P: ¿Qué os divierte?

R: La disfuncionalidad familiar, que ha sido el tema de nuestras tres producciones, el carácter excéntrico, la obsesión por el amor y actividades bizarras que llevarían al que las ejecutara a una institución mental. Tratamos de escribir sobre todo ello desde una locura serena y aparentemente desapasionada.

P: La cual te permite abor- dar temas como el incesto, el suicidio…

R: Bueno, no lo veo así del todo. Fíjate que mis referencias son muchas. En Los Tenembaums hay un montón, empezando por Las reglas del juego, de Jean Renoir, la familia Glass creada por J.D. Salinger, la vida del escritor bohemio Joe Gould y las viñetas de Charles Addams en la revista New Yorker. Y la personalidad de mi madre, con la que crecimos mis hermanos tras el divorcio de mi padre, posiblemente el hecho más traumático de nuestras vidas. Aparte de Renoir, Louis Malle y Truffaut, mis directores favoritos son Wilder, Preston Sturges y Joseph L. Mankiewicz.

P: Háblame de tu madre como inspiradora del papel de la materfamilias Etheline y de dónde te has sacado el infrecuente apellido Tenenbaum.

R: Ya separada y con nosotros crecidos, mi madre se matriculó en arqueología. Era la más vieja de la clase y vestía de un modo diferente, por eso la consideraban un ser aparte, como a Etheline. En cuanto a lo del apellido, procede de un amigo común que teníamos los Wilson y yo, un juerguista profesional. Me gusta como suena.

P: Creo que Gene Hackman te puso una condición para aceptar el papel del inmoral Royal, que le ha valido el Globo de Oro.

R: Sí. Me prohibió que me basara en él a la hora de escribir su personaje. Yo le di la razón, sobre todo porque conozco su famoso temperamento y temía una reacción de las suyas, con puñetazos incluidos, pero no le hice caso. Durante el rodaje, no me lo puso fácil. Es un hombre muy introvertido. Actúa, pero se niega a ser dirigido.

P: La anacrónica familia Tenenbaum resulta tan excéntrica y extraña como el adolescente Max Fischer de tu clásico Academia Rushmore...

R: Puse mucho de mí en Max. Y en la casa familiar de los Tenenbaums, una especie de panteón lleno de cachivaches del pasado. Esta es una película que concebí como una carta de amor a un Nueva York que ya no existe. Es también la celebración de la excentricidad de una gran familia de Manhattan. Y si me tuviera que reconocer en algún personaje, lo haría con Margot (Gwyneth Paltrow). De pequeño, estuve tan obsesionado con la literatura como ella y hasta escribí una obra de teatro de suspense, The Initial Bullet. Mi madre contaba que si no me dejaban leer durante la comida, me dedicaba a estudiar la fórmula del ketchup y la mostaza.

P: ¿Cómo fue contar con un reparto por el que cualquier director mataría?

R: Escribí el guión pensando en ellos. En cuanto lo leyeron, todos aceptaron. Soy un tipo con buenos amigos.




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