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# 168 Viernes 29 de Marzo de 2002
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EN ÓRBITA


Los Premios Darwin

Francisco Casavella

¿Recuerda la primera vez que acercó la mano a una llama? ¿O que especuló con la pérdida de tiempo que supone masticar los alimentos? ¿O que ante la jaula de unos leones dedujo que era probable que, pese a un vago aire de familia, jugar con uno de aquellos especímenes no traería las mismas consecuencias que hacerlo con Miau, el gato de la abuela? Pues los ganadores de los Premios Darwin no recuerdan, no especulan, no deducen. Estudian con mecheros encendidos los interiores de bidones de gasolina, convocan fiestas en la playa para celebrar la llegada de un huracán, electrocutan a los peces de un estanque con la corriente eléctrica casera y luego los van a recoger con un silbido entre los labios y sin acordarse de quitar el cable. Parece claro que no mola ser un Premio Darwin, el galardón que se otorga a aquellos que, con su autoinmolación o automutilación sexual mediante acto de ocurrencia imbécil y terribles resultados, libran al género humano de la carga genética («La maldición del idiota», que antes se decía) que supone su existencia y, lo que es peor, su procreación. En otras palabras: colaboran de forma decisiva en la selección natural. Las hazañas de esos cracks de la combinatoria genética estaban recogidas hasta hace poco en www.DarwinAwards.com. Ahora, su impulsora, Wendy Northcutt, los ha reunido en un libro publicado en España por RBA.

Cuando uno tiene entre sus manos Los Premios Darwin ha de ser consciente que trabaja con un material peligroso. Leer seguidos esos avatares de consecuencias fatales deprime mucho al lector. Lo recomendable es guardar el libro a la vista en nuestra biblioteca y consultarlo antes de iniciar una sesión de bricolage, emprender un viaje o, simplemente, al comenzar o acabar la jornada. Si el relato no nos vuelve más sabios, sin duda nos hará más prudentes. Northcutt ha dividido su colección de desastres en varios apartados: percances animales (los leones no son gatos, para entendernos), desgracias domésticas en las que destaca el fuerte vínculo familiar, casos legendarios de criminales idiotas (brilla el caco bobo como símbolo), fuego y explosiones (donde el humo suele ser la vida en fuga del cretino), caídas mortales y vuelos nocturnos (¿recuerdan a John F. Kennedy Jr.? Pues bien: en su muerte no hubo conspiraciones. John-John era mucho John-John). Un apartado importante (supongo que la condición femenina de la autora tiene mucho que ver) es la dedicada a lo tontos que son los machos de la especie: alardes de hombría, actos procurados por los celos y desastres del Servicio de Inteligencia (que no tienen a la mujer muy en cuenta para ejercer su control sobre los ciudadanos). Otro, este curioso, es el de los Haikus de Darwin, expresiones líricas que, siguiendo la receta poética japonesa, se inspiran en ese momento donde surge el vacío o la intensidad que procura el desastre: «Sombrero en los raíles/dejadlo al menos que no os gusten/vuestros propios apéndices», «Paracaídas casero/nada de tecnología punta/se abre al chocar».

¿Cuál sería el Premio Darwin entre los Premios Darwin? La del ingenioso que conecta un reactor a un turismo y luego sale elevado, desierto adelante, hasta pulverizarse en un risco (o no, porque nunca se tuvieron más noticias) es digna del Coyote. Y ahora que lo pienso, cualquiera de esos rectos procederes son dignos de esa figura que, aunque se elimine genéticamente, crea un arquetipo.





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