n
BUSQUEDAS
 
Noticias Edición impresa Tu correo Suplementos Servicios Multimedia Charlas Tienda Clasificados  
# 173 Viernes 3 de mayo de 2002
.
LIBROS


Sufrir para contarlo


Concebida como una ficción autobiográfica, "Sarah" fue el boom editorial del 2000 en EEUU y Gran Bretaña. Descarnarda y tierna, mágica y sórdida, Mondadori la publica por fin en España el día 9. Aqui va un adelanto

SARAH SOLÍA VESTIRME. Y maquillarme. Me encantaba verla lamerse el dedo y pasármelo suavemente por debajo de los ojos. Eso siempre me recordaba a esos documentales de animales en que una hembra de pájaro regurgitaba el alimento en la boca de su cría y me hacía sentir tan lleno como si lo hubiera hecho. Cuando íbamos a robar a las tiendas era conveniente que yo fuera vestido de niña, aunque no pudiera competir con su belleza.

–Las chicas tienen más huecos donde esconder las cosas –me decía ella mientras me metía paquetes de cigarrillos por el hueco del vestido y en los sujetadores vacíos, y fríos y húmedos paquetes de carne picada en las bragas–. Los hombres solo piensan en meterse ellos en esos huecos, y no se enteran de lo que nosotras llevamos escondido en ellos. –Se reía de los vigilantes que nos miraban las piernas, y yo reía también de placer por haber sido incluido en aquel «nosotras». Pero había dejado de vestirme, pese a que es más fácil abrirse camino en el mundo haciéndose pasar por un par de chicas. Es más fácil cuando estás sentado en un restaurante, lamentándote en voz alta de que solo tienes dinero para una ensalada Jell-O cuando te vendría de perlas una hamburguesa con bacon, que se te acerque un hombre y te diga: «Pide lo que quieras. Te invito yo, guapa». Es más fácil que un hombre te invite a pasar la noche en su casa y no tengas que dormir en el coche. Casi todo resulta más fácil en esta vida si eres una chica mona. Dejó de vestirme de chica cuando a aquellos tipos empezó a resultarles demasiado fácil pasar de su cama a la mía.

Pero no dejé de hacerlo. A veces me ponía lazos en el rizado y largo cabello, y me echaba gel hasta hacerlo brillar como el de Sarah. De vez en cuando, cuando sabía que ella se había ido unos días con un cliente a jugar en un barco del delta, yo recorría las líneas que separaban los camiones, que parecían líneas de un tablero de tres en raya, y me hacía pasar por una chica nueva, mercancía nueva, y hacía ver que estaba dando un paseo. No salía de las sombras, y si algún putero o alguna puta me llamaba, echaba a correr. Les dejaba ver lo suficiente para que se interesaran por saber quién podía ser aquella misteriosa chica. Creía que nadie me había visto bien para saber que era yo. Me convencí de que era como un héroe de cómic, que se oculta en las sombras, y que el taconeo de mis mágicos zapatos de tacón de aguja ahuyentaban cualquier mal. Veía a los chaperos subir a los camiones y reía por lo bajo cuando de pronto la cabina empezaba a sacudirse hasta que el chapero saltaba del camión metiéndose los dólares en la bota. Solo recibí una vez por ponerme la ropa de Sarah, y fue porque no tuve cuidado y ella me descubrió. Pisé un charco, y como había metido papel de periódico en los zapatos para poder caminar con ellos, perdí el equilibrio y me caí. Me rompí un tacón y me hice una mancha y un desgarrón en la falda de cuero que me había ceñido con sujetapapeles. Intenté arreglarlo, pero ella se dio cuenta enseguida. Hasta aquel día nadie me había delatado. Pero la gente lo sabía. Glad me dice que a los hombres les encanta ver cómo salgo corriendo bajo la luz de la farola como un duendecillo del bosque. Hasta las chicas me encuentran gracioso, y opinan que sería una putita estupenda. Eso fue lo que le hizo fijarse en mí.

–Esos preciosos rizos dorados tuyos tienen mucho éxito –dice Glad, arqueando las cejas e inclinando la cabeza, pidiéndome permiso para tocarlos.

Me inclino hacia delante y ladeo la cabeza como un gato que se deja acariciar.

–Suave como la panza de un cerdito. –Casi me caigo encima de la mesa de tanto apretar la cabeza contra sus manos.

«Cuando comas aquí serás mi invitado. Así quizá engordes un poco. A nuestros clientes les gustan las chicas con un poco de carne.

Me imaginé a Sarah diciendo «¡Yo ya te lo dije!». Así que le digo a Glad:

–También podría ir de chico. Sé lo que hay que hacer.

–Hay muchos chicos que quieren trabajar para mí. –Glad me coge una mano y la sostiene delicadamente–. Lo que un hombre busca en un chico es muy diferente de lo que busca en mis chicas-chicos. –Echa su larga trenza por encima de los hombros. Lo miro entrecerrando los ojos e intento ver al indio que hay en él. Él siempre afirmaba que era indio, pero aparte de su larga y negra trenza y las manchas de su cara, nadie lo diría.

Dicen que ni siquiera tiene el cabello negro. Dicen que se lo tiñe. Tiene los ojos demasiado azules, aunque él intenta disimularlo con sus gruesos párpados, manteniéndolos medio cerrados. Tiene la nariz chata, más irlandesa que india. Pero, según cuentan, su bisabuela, o quizá su tatarabuela, o su tataratatarabuela era una choctaw de Misisipí. Nadie, ni siquiera el propio Glad, lo sabía con certeza. Mother Shapiro era la única que conocía la verdad. Ella es la prostituta más vieja y sabia de todas las estaciones de servicio para camiones del país, y todo el mundo sabe que el sheriff visitaba su caravana de vez en cuando. Vino hace mucho tiempo del norte, pero nadie se lo reprocha. Sarah le cae bien. Yo la había visto muchas veces abrazada a Sarah en una de las mesas del restaurante The Doves. Sarah se tumbaba sobre los michelines cubiertos de telas hawaianas de Mother Shapiro y comía crème brulée de plátano mientras Mother Shapiro le acariciaba el rizado cabello.

–Se llama Glading Grateful ETC…* ETC con mayúsculas, con tres puntos suspensivos detrás como un rastro en el crepúsculo –le dijo Mother Shapiro a Sarah. Estaban sentadas en la cama redonda de Mother, acurrucadas bajo los edredones húngaros. Sarah me lo contó todo. Y yo comprendí que quería ponerme celoso, así que fingí no escuchar y preguntaba una y otra vez «¿Qué? ¿Qué?», hasta que Sarah se calló y tuve que suplicarle que me repitiera lo que le había contado Mother.

–Mother Shapiro vio una copia auténtica del carné de conducir de Glad –continuó explicando Sarah–. El sheriff se la enseñó porque le parecía increíble que alguien pudiera poner ETC y tres puntos en su nombre solo porque no sabía quién había sido el primer Glad–. A Sarah le encanta cotillear cuando está borracha. Aunque hubiera jurado que me odiaría el resto de su vida, si se enteraba de algún chisme sobre alguien de los bares donde siempre se paraba a tomar algo antes de volver al motel tras la jornada de trabajo, lo compartía conmigo. Yo miro todos los programas de cotilleos para obtener material.

Sarah estaba en la cama, con la cabeza entre las piernas extendidas para no vomitar. Pero eso no le impidió explicarme lo que Mother le había contado una noche sobre la bisabuela de Glad.

–Resulta que un misionero se empeñó en convertirla al cristianismo, y a esa tarea dedicó toda su vida. Le daba lecciones sobre cómo transportar la alegría y el amor de Cristo a su corazón. –Sarah movió la cabeza de arriba abajo y soltó una risita vibrante; yo sabía que ese gesto se lo había copiado a Mother Shapiro–. Así que siguió llenándola de alegría y agradecimiento… –Rió y dejó que todo su cuerpo temblara, como si fuera redondo y ondulante como el de Mother–. Nueve meses más tarde nació Glading Grateful I.

Me desplacé lentamente hasta pegar mi costado al brazo de Sarah, y apoyé con cuidado la cabeza sobre su hombro. Nos quedamos sentadas en la habitación a oscuras, iluminada de vez en cuando por el resplandor de los faros de un camión que se marchaba. Deslicé los pies bajo la abultada colcha, despacio, como un cangrejo que se esconde bajo la arena, para tenerlos cerca de los suyos. Y nos quedamos así hasta que ambas nos quedamos dormidas.

–Me gustaría mucho tener mi propia falda de cuero y mi propia bolsita de maquillaje con cierre de velcro –le digo a Glad.

–Yo puedo darte mucho más que eso –dice él, y pega un golpe en la mesa.

Empezamos enseguida mi entrenamiento en las caravanas que hay detrás de The Doves. Intento decirle a Glad que ya sé qué hay que hacer, que he estado con muchos novios y maridos de Sarah, que si me hubieran pagado ahora podría ser criador de caimanes. Glad dice que tengo que quitarme los vicios que he aprendido observando a las prostitutas borrachas, sin intención de ofender.

–Tienes que aprender a interpretar a los hombres para saber cuándo solo buscan un poco de diversión y cuándo lo que en realidad necesitan es que los abraces y les dejes llorar sobre tu hombro como un niño pequeño –me dijo mientras bebíamos Yoo-Hoos de fresa sentados en unos sillones rellenos de bolitas de poliestireno con forro de raso–. Tienes que aprender a escuchar. Ese hueso de pene tiene una magia que te enseñará a amar como un verdadero profesional.

Tomo lecciones diarias de varios chicos de Glad, que se llaman unos a otros cariñosamente baculum; Glad me explica que baculum significa «bastoncillo» en latín.

Practico la técnica de ponerle un condón a un hombre con los dientes sin que él se entere. Practico cómo meterme un pene entero en la boca. Eso ya lo sabía. Hacía concursos con Sarah. Nos tendíamos boca arriba en la cama de un motel, con la cabeza colgando por el borde de la cama, hasta que la boca, el esófago y la garganta quedaban alineados. Entonces nos metíamos una zanahoria hasta donde podíamos, sin vomitar. Hacíamos una señal en la zanahoria con los dientes superiores y después comprobábamos quién había llegado más lejos. Sarah siempre ganaba.

–Ganas tú porque eres mayor y tienes la boca más grande –le dije yo un día, y me pegó una bofetada tan fuerte que vi las estrellas.

–No vuelvas a decirme que soy mayor –dijo, y se marchó llorando.



Aprendo trucos, como rociarte la mano derecha con Binaca, para que si el tipo no va demasiado limpio puedas aspirar el aroma de la menta fresca de tu mano y pensar en los Alpes nevados en lugar de inhalar su olor a amoníaco que recuerda a un orinal sucio.

Aprendo a complacer a los hombres que quieren vestirse con recargadas prendas de encaje.

–Eso es lo más difícil –me explica Pie. Pie es un hijo bastardo, y para colmo medio blanco. Para su madre china de una familia tradicional china, que llevaba el único restaurante tradicional chino de las regiones más altas de los montes Apalaches, aquello era un desastre. Intentaron mantenerlo oculto haciéndole cortar habichuelas y melones amargos día y noche. El único sueño de Pie era ser una geisha japonesa, y en cuanto fue lo bastante mayor se dedicó a recorrer el país a dedo, y acabó en San Francisco. Volvió a casa cuando se enteró de que su tía abuela Wet Yah se estaba muriendo. Su tía abuela Wet Yah era la única que le dejaba ponerse su ropa interior de seda y le leía un libro prohibido sobre las grandes geishas que ella tenía. Wet Yah murió y ahora Pie trabajaba para Glad, y estaba ahorrando para volver a San Francisco y montar una escuela de geishas para hombres.

–Cuando estés con un hombre que quiere ponerse ropa de mujer tienes que escuchar atentamente. –Pie mueve mucho las manos mientras habla, agitándolas con elegancia como si estuviera bañando un pastel invisible con fondant–. Quizá solo quiera enseñarte lo bien que le quedan las bragas de seda y explicarte cómo le gusta el tacto de esa tela tan suave en sus partes pudendas. Quizá quiera hacer de lesbiana y hacerte el amor como si fuerais dos mujeres. –Pie mueve su cuerpo formando una fluida S, y hace que la seda de su quimono susurre sinuosamente como sugiriendo a dos mujeres haciendo el amor–. También es posible que al caballero le guste que le llamen mariquita, se burlen de él y lo humillen. –Pie mueve las caderas imitando a un chico afeminado–. Puedes ganarte un dinero extra haciendo pagar al caballero para que otros bacula se rían de él. –Asiento con la cabeza y tomo notas en una libreta que me ha dado Glad.

«Generalmente los caballeros no te dicen qué clase de travestidos son. Tienes que escuchar y descubrir las pistas que te den. –Pie se sienta en uno de aquellos sacos y me mira atentamente; las gruesas pinceladas de delineador negro acentúan el leve sesgo de sus ojos–. Te corresponde a ti averiguarlo: ¿quieren hacer ver que eres una mujer de todas todas, quieren que seas dulce y delicado, quieren que actúes con contundencia y les llenes la hambrienta boca, quieren que los maltrates o que les ofrezcas suaves consejos? Cuanto antes lo averigües, más famoso te harás.

Y Pie es muy famosa. Los travestidos vienen desde muy lejos, incluso desde Antigua, para verla. Pero yo no necesito que me digan qué chicos son los mejores. Lo único que tengo que hacer es mirar los huesos de mapache que llevan colgados del cuello. Cuanto mejor es el chico, más grande es su hueso. Dicen que los huesos más grandes no son de verdad, que Glad pega seda dental encerada derretida en un hueso pequeño hasta conseguir el tamaño que quiere. Miro el hueso de Pie y me parece auténtico. Grande y de verdad.

Copyright J.T. Leroy. «Sarah». Ed. Mondadori





LA LUNA es un suplemento de
.
Noticias Edición impresa Tu correo Suplementos Servicios Multimedia Charlas Tienda Clasificados