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# 206 Viernes 24 de enero de 2003
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LA ESQUIZOFRENIA DE TAKESHI KITANO

por Jordi Costa. Ilustración de Jorge Arévalo

«Y recordad, niños: esta noche, antes de acostaros, aseguraos bien de haber estrangulado a vuestros padres». Así se despedía Kitano en una de sus apariciones televisivas de los 80. Antes de convertirse en el cineasta japonés en activo de mayor reputación internacional, Takeshi Kitano (o, mejor, Beat Takeshi) fue el icono feroz de una nueva ola de cómicos nipones que hizo bandera del humor bestia, sangriento y escatológico: «¿Quieres probar una verdadera delicia culinaria? Coloca una pajita en el culo de una rana y chupa bien fuerte». No es extraño que nadie le tomara en serio cuando afirmaba que algún día dirigiría una película y acabaría recogiendo la Palma de Oro en el Festival de Cannes vestido de luchador de sumo.

Kitano siempre habla en serio. O siempre habla en broma. No llegó a subirse al escenario del Palais medio en bolas, pero sí logró hacerse con el León de Oro de Venecia por la magistral Hana-bi. Flores de fuego. Ahora, estrena su último trabajo, Dolls, una de esas filigranas de seda intangible que, de vez en cuando, le acreditan como poeta aquejado de hipersensibilidad y sentimiento trágico de la vida frente a quienes, en su día, sólo quisieron ver en él a un nuevo apóstol de la violencia. Resulta curioso comprobar cómo sus reencarnaciones artísticas han obligado a la crítica internacional (aunque la española se lleve la palma) a transformar radicalmente el discurso sobre su figura o a omitir algunos detalles de su trayectoria que el cinéfilo envarado prefereriría no saber. Entre otras cosas, que en 1995 rodó una comedia grosera titulada Getting Any sobre un tío que hace de todo para follar: un tour de force de comicidad chorra que se situaba más cerca de Jim Carrey que de Yasujiro Ozu.

En Dolls habla del amor más allá de la muerte y de ese destino cabrón que nos convierte a todos en marionetas de Bunraku. El mismo destino que el 2 de agosto de 1994 hizo que su moto se estampara sobre la vía del tren en el curso de lo que, posteriormente, el cineasta valoró como «una especie de inconsciente intento de suicidio». El Kitano que emergió del accidente fue distinto al que había antes: la combinación de un tic con cierta parálisis facial abrió una puerta insólita para su estolidez expresiva, tan paradójicamente elocuente, al tiempo que su obra seguía ramificándose hacia lo imprevisible. El asunto no es que Kitano cambiara: la clave es que Kitano nunca es el mismo. Una impenetrable capacidad de mutar define su esencia: ha hecho películas de polis cabreados, de yakuzas trágicos, de niños tristes, de surfistas sordomudos, de bestias autodestructivas...

Kitano es un maestro del origami que pliega una y otra vez nuestras expectativas para construir con ellas una figura siempre inédita. Ha sido Clint Eastwood y Buster Keaton encerrados en la cicatriz de un samurai. Ha sido un pintor naïf capaz de colorear una flor con el rojo de su sangre tras hacerse el hara-kiri. Ha sido el tipo al que antes veíamos en ese Humor amarillo de la Telecinco lazaroviana y ahora ocupa las pantallas del Alphaville o el Verdi. Cineasta, escritor, payaso, maestro de jóvenes cómicos, polemista, pintor, alma frágil, tímido compulsivo, sádico verbenero... Takeshi Kitano es muchos: un ejército portátil. Quizás algún día lleguemos a saber que ha sido el más completo artista conceptual de nuestros días. Dolls se estrena hoy.





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