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 DIRECTORIO   Viernes 17 de octubre de 2003 , número 239
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La vida a partir de los 30
Me llamo Cesc Gay, vivo en Barcelona, tengo 36 años y soy director de cine. En mi tercera película, «En la ciudad», hablo de los problemas cotidianos de la gente de mi edad: amor, trabajo, vivienda y otras responsabilidades de la edad adulta. Un retrato intimista y algo melancólico de la vida a partir de los 30

"En la ciudad" se estrena el 7 de noviembre
   

Si ya estás harto de oír hablar a tus mayores de la crisis de los 40, prepárate a fondo, porque ahora la que se lleva la palma de la notoriedad es la de los 30, la que llega cuando se escapa de nuestras manos una juventud que habíamos creído que podíamos hacer casi eterna. El trabajo, el compromiso con la pareja, los amigos, la vivienda y demás asuntos propios de adultos sorprenden a una generación presa del síndrome de Peter Pan. «En la ciudad», la tercera película de Cesc Gay, planea sobre los barrios altos de Barcelona para sacar sus propias y desesperanzadas conclusiones acerca de los treintañeros de diseño que pueblan ésta y todas las ciudades. Llenos de dudas, bastante mentirosos, absolutamente incapaces de expresar sus sentimientos y más bien conservadores, no salen demasiado bien parados en el relato cinematográfico del director catalán. Es el signo de los tiempos.

ETERNOS ADOLESCENTES. Cesc Gay ya demostró ser un especialista en adolescentes cuando Kràmpack, adaptación de una obra de teatro de Jordi Sánchez, se convirtió en el sleeper de 2000. Muchos recuerdan aquella tierna historia protagonizada por Jordi Viches y Fernando Ramallo sobre dos chavales que se meten mano y no tienen muy claro si prefieren la carne o el pescado. Cosa curiosa, en Krámpack, Gay rebajó la edad original de sus personajes más de una década para convertirlos en adolescentes, mientras En la ciudad parece proponernos el efecto contrario. En esta ocasión, son hombres y mujeres hechos y derechos como los interpretados por Eduard Fernández, Mónica López, Vicenta Ndongo, Alex Brendemühl y María Pujalte, entre otros, quienes se comportan como si estuvieran en el patio del colegio: fardan, mienten, les encantan las marcas, se lían entre ellos sin piedad y siguen sin tener muy claro con cuál de los dos sexos prefieren acostarse.

«A esta edad uno ha llegado a la cima: tienes estabilidad, quieras o no has acabado enganchado con una pareja y has conseguido posicionarte laboralmente. Siempre andas buscando un poco de adrenalina», explica Cesc Gay. Llegar al final de un camino es mucho más complicado que empezarlo. Cuando los niños se convierten en chavales, sufren como adolescentes. Y cuando éstos mismos se hacen hombres, tras una larga prórroga que conocemos como juventud pero que quizá debería llamarse posadolescencia, vuelven a deprimirse porque de cada uno de nuestros actos depende, ahora sí, la diferencia entre el éxito o el fracaso.

SEXO, MENTIRAS Y DISCOS DE JAZZ . «La gente no quiere comprometerse. Mi personaje se lía con una niña a la que dobla la edad, lo que tiene una evidente connotación regresiva. Existe una voluntad por agarrarse a lo que se marcha, a evitar establecerse», explica Alex Bendremühl. Este actor catalán, disparado desde su interpretación de un asesino en Las horas del días (Jaime Rosales, 2003), da vida dentro del mosaico de En la ciudad a Tomás, un profesor de filosofía que vive en un piso que se parece al cuarto de alguno de sus alumnos: lleno de discos tirados por el suelo, sucio y desordenado. Tomás tiene un encanto a lo Adam Green: desaliñado y medio etéreo. Que de tan listo se ha quedado empanado.

Tomad nota, porque la vida del resto de sus colegas es todo un culebrón. La nínfula amante de Tomás, Ana (Miranda Makaroff), es sobrina de uno de sus mejores amigos, Mario. Esto los obliga a esconderse y vivir recluidos como en Gran Hermano. El tal Mario (Eduard Fernández) es un arquitecto casado con una estilista de origen dominicano (Vicenta Ndongo) que le pone los cuernos con un actor de teatro sin preocuparse mucho en disimularlo. «Mi personaje necesita un psicólogo – explica Fernández –. Sufre mucho y tiene un problema de comunicación que a mí me asombra. Ni siquiera es capaz de contarle a sus mejores amigos lo que está pasando con su matri- monio. La única explicación que logro darle es que está aterrorizado, pero puede haber más lecturas. Todo es muy ambiguo no sólo en él, sino en toda la película. Soy incapaz de imaginar en qué situación se encontrarían estas personas solo un año después de la última escena».

PUES YA NO ME GUSTAS. Ni siquiera Mario (Eduard Fernández), con su aire despistado y algo moralista, es inmune a los encantos de tomarse la crisis como excusa para saltarse las normas. Pocas palabras necesita para ligarse a Cristina, la camarera del bar que frecuenta con sus amigos. El papel le sienta como un guante a la bella Leonor Watling (cuya voz de jilguero cada día se parece más a la de una Gracita Morales posmoderna): «No soy muy aficionada a los cameos, pero acepté este papel porque tiene la consistencia de un personaje. Cristina aporta algo de cordura al conjunto. Es la única que no escondie secretos a todo el mundo», explica la actriz. Sofía, en cambio, marca la pauta general y larga una trola tras otra sin darle la mayor importancia: «A mí me cae mal –explica quien le da vida en la pantalla, María Pujalte–. Mientras la defendí en el rodaje traté de no juzgarla. Pasado un tiempo, pienso que es una mujer fría que se aprovecha de los demás hasta que le interesa. No tiene sentimientos profundos y trata a las personas como zapatillas. También miente mucho y por eso se mete en unos jardines considerables».

Si Sofía/Pujalte «miente cuando habla», Irene, interpretada por Mónica López, profundiza en ello mientras piensa. Vive sumergida en un conflicto sobre sus preferencias sexuales que se adivina terrible en el ceño fruncido de la brillante actriz, que de tan poco que habla parece estar en una película muda. A Irene, para ser una heroína decimonónica, sólo le falta acabar tirándose a la vía del tren: «Yo la veo producto de ese puritanismo burgués tan catalán, esencialista, que existe y es terrible. Ni siquiera el hecho de trabajar en el Centre de Cultura Contemporània (CCCB), en un ambiente liberal, la ayuda a aceptarse a sí misma. Su lesbianismo choca no sólo con lo que le han enseñado sus padres, también, me temo, con algo que lleva muy dentro y que es atávico». En la ciudad funciona como una mecha que nunca explota, hasta que, al final, Irene, figura sobre la que la película oscila de forma magnética, provoque con sus lágrimas una catarsis quizá imposible.

ADIÓS A LA PIEL TERSA . ¿Por qué todos estos personajes andan tan despistados? ¿No habíamos quedado hace mucho tiempo en que a los 30 uno ya estaba como mínimo medianamente instalado? Sí, pero tener casa (los que la tienen) o estar casado no es lo mismo que madurar ni, sobre todo, madurar es imprescindible para ambas cosas. Hubo un tiempo en el que sólo unos pocos disfrutaban de las muchas y populares ventajas de la vida universitaria: un ratito para estudiar, el resto para cazar sapos; la moda se dividía entre infantil y señora; la gente se iba mucho antes de casa de sus padres; se estudiaba Derecho y no se necesitaban cinco másters para no acabar de dependiente, etc.

La debacle existencial sobre el futuro coincidía con el fin de la adolescencia, que significaba lo mismo que hacerse mayor, expresión que sólo puede provocar pánico. «A mi edad, mi madre ya tenía tres hijos –cuenta Leonor Watling con perplejidad–. Hoy alargamos ese período intermedio de la juventud en el que uno no sabe muy bien qué hacer con su vida y va probando. De adolescente vives amargado por mil inseguridades, pero a los 20 se abre un nuevo campo de diversión que permite aplazar las decisiones importantes».
Cuando termina la adolescencia lamentamos haber perdido ese trozo que aún nos ligaba con el paraíso perdido de la infancia. A los 30, cuando por fin volvemos a sentirnos sólidos, se nos roba algo que quizá nos duele del mismo modo: «La belleza física y las fuerzas para salir de marcha sin descanso. Eso es lo que jode dejar atrás», confiesa Ernesto Alterio, protagonista de Días de fútbol. Éso, y que las cartas vengan ya marcadas.

ARRIBA Y ABAJO. Días de fútbol, dirigida por David Serrano, se ha convertido en el gran éxito español de la temporada (con permiso de Carmen) retratando el tema que tratamos: la crisis de los 30. Si Cesc Gay, como Woody Allen, prefiere los ambientes elitistas y la música de jazz, Serrano aporta su visión del conflicto situando la acción en el extrarradio madrileño. Es paródico imaginar al personaje de Mónica López torturado porque quiere estudiar Psicología y su entorno la anima a no perder el tiempo, como le ocurre a Antonio (Ernesto Alterio) en esta divertida y profunda película. «Las posibilidades de acomodarte en una rutina son muy superiores porque, cuando no tienes dinero, las aventuras salen mucho más caras. Lo normal es que uno tenga que tragar con más mierda», opina Fernando Tejero, quien da vida a Serafín, ex compañero de cárcel de Antonio/Alterio. Además, el mismo vivió en sus carnes la crisis, y la recomienda como catarsis: «Trabajaba en un despacho lúgubre en Córdoba y había ido aplazando mi sueño de ser actor. Mis padres me decían que los payasos son para el circo y que fuera serio. Eso me acomplejaba. Así que a los 30, después de muchos padecimientos porque sentía que el tiempo se agotaba, me planté en Madrid a estudiar Arte Dramático. Dudé mucho, pero me ha salido bien, de momento».

Las malas noticias son que el tiempo pasa y que, por muchos recursos que pongamos, al final hay que pagar las multas. Las buenas, que la crisis de los 30 no marca el fin de la juventud,0 sino de una adolescencia estirada. Asumir la madurez como una forma de derrota y el futuro como un inevitable conformismo es una falacia. En realidad, como decía Sartre, juventud y responsabilidad son una misma cosa. Por esto la verdadera y eterna juventud es lo que muchas veces empieza a partir de los 30. O como cantó Bob Dy- lan mucho después: «Ojalá me hubiera sentido tan joven a los 20 años».



RADIOGRAFÍA DE UNA EDAD CRUCIAL

LOS NÚMEROS CANTAN. Tiene por los pelos la edad media española, 39 años. Nació durante finales de los 60 o principios de los 80. Tomó sus primeras papillas mientras Franco agonizaba y, cuando murió, no se dio mucha cuenta. Creció con la transición y la movida, y hoy la mayoría vive independizada, aunque un considerable 28% cruza la barrera viviendo con sus padres. Casi todos se casan precisamente a esta edad, a los 30,3 años según la estadística, y las mujeres tienen su primer hijo durante el primer lustro de sus 30: el 58,7 % para ser exactos. Muchas emociones que conjugar con el pago de la hipoteca, aunque por lo menos han superado la epidemia de precariedad laboral que los asolaba no mucho tiempo atrás, el 70% de los temporales tiene menos de 29 años. Sus ingresos, según el gobierno, se sitúan en una media de 1.200 euros mensuales. Pero más allá de las cifras están los acontecimientos. Son la primera generación en vivir y respirar en democracia con absoluta normalidad, los primeros en escuchar música rock o convivir con la homosexualidad sin traumas. No corrieron delante de los grises, pero tuvieron la osadía de ser pioneros en llevar a la práctica ideas hasta entonces consideradas clandestinas. No viajaron a Francia para ver películas prohibidas, pero tuvieron que entenderlas cuando muy pocos podían explicárselas. Sobre ellos se depositó la responsabilidad de cambiar las cosas en la práctica y no en asambleas solipsistas, y su momento de alcanzar el poder se acerca por momentos. La generación de treintañeros comienza a pedir su turno a la hora de valorar la realidad. Y la acumulación de filmes, obras de teatro y libros sobre ellos son solo un aviso. Algo nuevo se está moviendo y su responsabilidad de ser diferentes se acerca. La gran incógnita es si lo conseguirán.

Fuentes: Informe Eurostat sobre poblaión europea 2001. Encuesta aobre la juventud española 2002 (Injuve).

EL CINE DE LOS TREINTAYTANTOS
PEDRO CALLEJA

FENÓMENO RECIENTE. En el cine de antes, los tíos pa- saban directamente de los 20 a los 40, de la tontería al gesto adusto. Con los perso-najes femeninos sucedía al-go peor. Después de la trein- tena, las actrices se veían obligadas a interpretar pa-peles de madre o mujer fa-tal. Cinematográficamente hablando, la crisis de los 30 es un asunto que afecta sólo a las generaciones más re-cientes. Basta una ruptura amorosa seria o una profun-da decepción laboral para que se manifieste.

El cine americano suele tocar el tema echando ma-no del manido recurso de la reunión de amigos que lle-van más de una década sin verse. En Diner (Barry Levin-son, 1987), ambientada a fi-nales de los 50, una cena amiguetil degenera en lamento existencial. Kevin Bacon, Mickey Rourke y Ste- ve Guttenberg se enfrentan a su triste futuro con re- signación prejipiosa. En Reencuentro (Lawrence Kasdan, 1982), un grupo compuesto por Tom Berenger, Glenn Close, Jeff Goldblum, William Hurt, Kevin Kline y algún actorazo más, acude al funeral de un colega común. A los cinco minutos, ya están psicoanalizándose los unos a los otros. Que si qué mal lo pasé en Vietnam, que si nuestro amor era imposible, que si qué putada me hiciste en el insti... El rollo habitual.

Los filmes que describen fiestas de ex alumnos de una misma promoción conforman un subgénero aparte. Todas están cortadas por el mismo patrón: el guaperas ligón se ha convertido en una piltrafa, el freak maltratado se ha hecho millonario, la reina de la belleza ha parido cinco hijos, etc. En Romi & Michelle (David Mirkin, 1997), un par de dependientas de moda (Mira Sorvino y Lisa Kudrow) acuden a la celebración posestudiantil con ganas de fiesta. Su ingenuidad provoca mil y una catástrofes.

Las dos obras maestras del género treintañeros en crisis son Cuando Harry encontró a Sally (Rob Reiner, 1989), comedia romántica de carretera protagonizada por Billy Crystal y Meg Ryan, y Beautiful Girls (Ted Demme, 1996), crónica campestre de un reencuentro de amigos con el corazón roto.

Algunos realizadores indies se han especializado en el tema de la crisis de los treinta. Todd Solondz ilumina media docena de zonas oscuras relacionadas con la soledad, el fracaso, el desamor, la obsesión, la falta de autoestima, el impulso suicida y las apetencias perversas en Happiness (1998): impresionante catálogo de miserias urbanas de treintañeros. Neil Labute adopta un tono aún más seco. En compañía de hombres (1997) está protagonizado por un par de oficinistas machistas que acosan sexualmente a una secretaria sordomuda; Amigos y vecinos (1998) se centra en las relaciones cruzadas de un puñado de parejas; Persiguiendo a Betty (2000) le sigue los pasos a una maruja asesina (Renée Zellweger) abducida por los culebrones. Diez años antes, Steven Soderbergh sorprendía con su ópera prima Sexo, mentiras y cintas de vídeo (1989), un análisis de las flaquezas eróticas de los treintañeros en clave de Arte y Ensayo afrancesado.
El actor y director Edward Burns también se ha sentido inspirado por los síntomas de la crisis treintañera masculina, con raíces católico-irlandesas, en Los hermanos MacMullen (1995) y Ella es única (1996). Lo mismo que Ben Stiller en ese himno a la generación X que es Reality Bites (1994). Sin perder de vista el tema, Cameron Crowe coloca a Matt Dillon y Bridget Fonda en la movida grunge de Seattle en Solteros (1992) y saca de quicio al representante deportivo en paro Tom Cruise en Jerry Maguire (1996).

Los cineastas ingleses prefieren reirse a costa de esta crisis. El escritor Richard Curtis utiliza el tema como gasolina dramática de dos guiones magníficos: el de Cuatro bodas y un funeral (Mike Newell, 1994) y el de Notting Hill (Roger Michell, 1999), ambos con Hugh Grant ejerciendo de treintañero alérgico al compromiso. La versión femenina del problema la encarna Renée Zellgewer en El diario de Bridget Jones (Sharon Maguire, 2001), genuíno manual teórico y práctico para enfrentarse al terremoto emocional de los treintaitantos con algún kilo de más.

 
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