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 DIRECTORIO   Viernes 24 de octubre de 2003 , número 240
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The Strokes: «Esto es sólo el principio»
El grupo revelación de 2001 se desmarca del nuevo rock neoyorquino y ahonda en su segundo disco en su exitosa fórmula de punk callejero y melódico. Hablamos en el Soho con su carismático líder, Julian Casablancas, y asistimos al primer concierto de su gira norteamericana
CARLOS FRESNEDA
Su disco Room of fire ya está a la venta
   

LA RUEDA DE LA FORTUNA. Julian Casablancas tiene todo el aspecto de haberse caído de la cama a las tres la tarde tras una noche de farra. Cerveza para estrangular la resaca. Pitillos, por favor. Aunque lo que mejor le vendría es un recuperador de oxígeno a estas horas intempestivas y cegadoras de la siesta, en este día como de verano tardío en Manhattan: terracita en el tejado de un hotel y las piernas voladoras de una apetitosa camarera. Eso le despierta. «¿Has visto lo que he visto yo?». Lo hemos visto, Julian, pero estábamos aquí para hablar de The Strokes, ya sabes, de vuestro primer pelotazo, de la escena rockera de NY, de la expectativas que hay puestas en vuestra segunda entrega, Room on Fire, y de todas esas cosas de las que se supone que uno habla en entrevistas como éstas. Media hora de reloj y que pase el siguiente.

Tenemos la suerte de ser los primeros y, por supuesto, el aliciente carnal de la camarera, ventilada por el aire como en aquella película de Marilyn. «¿Cuál era?».

Cada cual tiene su tempo. Julian es de despertar tardío y lento, le lleva tiempo desperezar la voz y menear las ideas, sus días arrancan a primera hora de la tarde y la puntualidad no es su fuerte (sangre española en las venas). «Anoche estuvimos ensayando hasta las tantas. Hay algunas canciones nuevas todavía muy verdes; las tenemos que trabajar porque si no, no llegamos».

Le decimos que vamos a bajar a Filadelfia, a verles en el primer concierto: «Vamos a sonar a mierda, no nos hagas eso... ¿Por qué no esperas a que vengamos a Nueva York, que ya estaremos más rodados?». Pero al final, bajamos a Filadelfia el ?0 de octubre, al anacrónico escenario del Tower Theater, donde pretenden que nos quedemos sentados. Julian sale a escena tal y como le recordábamos unos días antes. Camisa gris de recogedor de basura, vaqueros negros y deportivas rojas hasta los tobillos. Flequillo impeinable, gesto desganado y cansino. Voz envilecida por el humo y la cerveza.

La banda arranca a palo seco con uno de los temas nuevos, Between Love and Hate, y Julian lucha por abrirse un hueco entre las guitarras sincopadas de Nick Valensi y Albert Hammond. Las piezas no encajan, The Strokes quedan en evidencia después de la lección de potente directo de sus teloneros sureños, Kings of Leon. Pero Julian se entona trago a trago, pitillo a pitillo, ya le vamos conociendo. Una pieza de las viejas (Hard to Explain) le basta para encontrarse a sí mismo y con los otros cuatro, que suenan impecables. The Strokes, en directo, quedan a expensas de la noche que tenga Julian: si se despereza o no se despereza, si fuerza la voz o arranca por letanías, si se traga el micrófono o lo vomita.

A LA TERCERA DA EL DO DE PECHO . What Ever Happened?, el corte que abre el nuevo elepé, suena como si lo llevaran tocando toda la vida. El mismo ímpetu de sus primeros temas, pero un paso más allá. Algo así es lo que querían, ¿no? El público se rinde sin condiciones. Volveremos a Filadelfia...

Ahora estamos en Nueva York, agosto de 2001. Se publica Is This It, su debut, una semana antes del mazazo del 11-S, que les cerró temporalmente las puertas de su ciudad-fortaleza tras un año trabajándose como nadie la noche. Pero el terreno estaba ya más que trillado en Londres y sus afueras, donde les recibieron como los nuevos salvadores del rock, con esa mezcla del punk neoyorquino de los 70, tamizado por el sonido Mad- chester y por un rosario de influen- cias, desde The Cars a Pearl Jam. Nada radicalmente nuevo, pero sí una música y un espíritu reconocibles en dos acordes y una personalísima voz, la de Mr. Casablancas, al que volvemos a tener ahora frente a frente en aquella terraza-bar del Soho. El Empire State a lo lejos y a dos palmos, la camarera.

¿Qué queda de aquella banda de cinco amigos que repartían flyers de sus propios conciertos a la entrada de los garitos neoyorquinos? Por primera vez, nuestro hombre se concentra en la respuesta. «Nos queda todo, o eso espero. Las reglas han cambiado un poco. La cosa es más seria, tocamos en escenarios grandes, pero intentamos que la historia no se nos escape de las manos. Tampoco es que nos haya sonreído el éxito de la noche a la mañana, ni que nos hayamos convertido en una banda de masas».

A Julian le pueden confundir aún por la calle con uno de tantos chavalotes espigados de la New York University, con esa pinta desaliñada y resacosa y las últimas erupciones del acné a cuestas. Pero la fama con mayúsculas llama ahora a sus puertas, cumplidos los 25, y sabe por su padre, el descubridor de supermodelos e infatigable casanova John Casablancas, que el mundo no volverá a ser el mismo en cuanto le persigan los fotógrafos.

«No es que queramos rehuir el éxito, pero nos gustaría conservar un punto underground... Quiero decir, que mandaremos nuestro nuevo vídeo a la MTV, pero si deciden no emitirlo, como hicieron con el primero, pues allá ellos. Tenemos otras maneras de llegar a nuestra gente». Julian no marca las típicas distancias de estrella. Te tantea de entrada y, si le coges el envite, te pasa la mano izquierda por la espalda (la misma que lleva cosida de pulseras) y te trata como un colega... «Y más viniendo de España, de donde eran mis abuelos... A ver si esta vez voy con tiempo para ver a mis primos y a mi familia. Chapurreo algunas palabras en español, pero no lo hablo. La verdad es que no soy de esos tipos que se dedica a explorar sus raíces... Pero me siento bien allí. Lo pasamos cojonudo en Barcelona y esta vez tenemos una razón poderosa para quedarnos más tiempo: Ryan, nuestro mánager, se ha echado allí una novia».

CONFLICTO GENERACIONAL. Hablamos de su padre, recuerda sus broncas y su desaparición de la escena... «Ahora anda en Florida, tostándose al sol, y no sé si acabará marchándose a Brasil o qué. No es que el tiempo nos haya ido acercando, pero creo que llega un momento en la vida en que uno decide hacer las paces con sus viejos y dejar atrás los malos rollos. En esa fase estamos».

No reniega de su papá rico ni de las buenas escuelas donde le llevó (y donde conoció por cierto a los otros cuatro Strokes), aunque de todo aquello no queda casi nada. Su madre, Jeannette Christansen, danesa, se casó en segundas nupcias con un artista de Ghana, Sam Adoquei. El chaval pudo ensanchar su geografía emocional... «Sam ha sido mi maestro en todo lo importante en esta vida. Él influyó mucho en mis gustos musicales, me ayudó a componer mis primeros temas y a encontrar las claves que hacen que una canción funcione. Me enseñó a perseverar y me inculcó la manía de trabajar duro, porque es la única de manera de llegar lejos... La inspiración está muy bien, pero si no te pasas ?0 horas al día ensayando, llegas al concierto y haces el ridículo».
Julian no tiene planta de sargento, pero admite que varias veces ha tenido que sacar la correa en el parto doloroso del segundo elepé: «Nick se quejaba porque trabajábamos como soldados. A ratos nos vinimos abajo y pensamos que no íbamos a dar la talla. Pero la presión nos ha venido bien... También lo hemos celebrado, no creas».

Se encerraron en el estudio de grabación en marzo de este año, casi al mismo tiempo «de ese simulacro de guerra con Irak en el que nos metieron». Mientras tanto, se fue larvando otra guerra, que acabó dos meses después con la baja prematura del productor de Radiohead, Nigel Godrich. El quinteto tuvo entonces que llorarle a Gordon Raphael, el padrino de su debut, para que volviera. «Estábamos empezando a sonar demasiado limpios y tenía miedo de que acabáramos haciendo la música de cualquier otro grupo menos el nuestro».

Otro fantasma empezó a pulular entonces por el estudio: el miedo a sonar a más de lo mismo. Julian volvió a componer y recomponer canciones, apoyado en la inventiva del guitarrista J.P. Bowersock, alabado en las carátulas como el gurú de The Strokes.

Albert (madre argentina, padre inglés) y Nick (padre tunecino, madre francesa) dialogan a dos guitarras. Nikolai Fraiture (padre francés, madre rusa) marca el bajo y Fabrizio Moretti (madre brasileña, padre italiano) lleva dándole a la percusión desde los cinco años. Todos, hijos putativos del crisol neoyorquino de clase media-alta, se conocen desde la adolescencia, que tampoco queda tan lejos.

«Somos un puñado de viejos amigos que hemos ido madurando juntos, como tipos y como músicos. Nos conocemos muy bien y eso evita los malos rollos. Y tenemos un pique muy sano entre nosotros, así es como las cosas van saliendo. Además, como somos cinco personalidades bien definidas, siempre puedes quedarte con uno y odiar a los otros».

AL BORDE DE LA DISOLUCIÓN . Claro que no es todo alquimia; también hay explosiones como la que estuvo a punto de dinamitar el grupo en Hawai, verano de 2001, a la salida de una gira agotadora que les dejó sin pilas justo antes del lanzamiento de Is This It. O en el tour de 2002, que les dejó como zombies, salvados in extremis por aquel concierto ante 60.000 personas en el festival de Reading (Reino Unido), donde la banda tomó por primera vez conciencia de su pegada en directo.
«Las giras te chupan la sangre, hermano. Acabas física y mentalmente exhausto y crees que nunca más vas a volver a encontrar el momento para sentarte con la guitarra y buscarle la gracia a unos acordes, o escribirle una canción de amor a la chica del bar».

Pero aquí están de nuevo, en el Tower Theater de Filadelfia, afrontando el tema más potente del segundo álbum, ese Reptilia que nos trae recuerdos lejanos de Pixies y donde el concierto alcanza su primer clímax, alargado por la casi balada Automatic Stop y otro de los nuevos temas fuertes, atención al título: Meet Me in The Bathroom. Casablancas se marca el paseíllo de la noche por el patio de butacas, con el permiso de los fornidos gorilas que contienen a la muchachada, aunque no evitan el contacto directo y sudoroso con el lampiño aspirante a ídolo: «¡Juliaaaaaan!».

Dieciesiete temas y ni un discreto bis. The Strokes se marchan a la francesa, como si salieran corriendo de esa Habitación en llamas que da título al nuevo CD... «A veces me da por pensar eso, qué me llevaría si tuviera que dejar atrás mi habitación ardiendo. Tal vez es que me estoy haciendo viejo».

Le preguntamos por su fascinación por la Nueva York de finales de los 70, más o menos cuando vino al mundo, y parece que los hubiera vivido: «Ah, aquella época. Imagínate a Ramones, Patti Smith, a la Velvet y a Television, tocando todos en el CBGB... Entonces sí que se podía hablar de la escena neoyorquina, y no hoy. Ahora hay bandas buenas, pero todas las que me gustan son de fuera. Eso de que somos el grupo-bandera de la nueva ola neoyorquina es un cliché que os habéis inventado la prensa, como ese otro de que vamos a salvar el rock and roll... A lo máximo que aspiramos es a seguir haciendo buena música unos cuantos años. Quiero creer que esto es sólo el principio».



 
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