Los Guggenheim

Los Guggenheim
Peggy Guggenheim se instaló en Venecia.
Por su palacio Venier pasó la flor
y nata del arte.

"El arte es cuestión de personalidad", decía Marcel Duchamp. El arte que nos ocupa es cuestión de dos personalidades, tan familiares como distantes: Solomon y Peggy Guggenheim, tío y sobrina, sangre de inmigrantes judíos que empezaron como vendedores ambulantes y se hicieron de oro con el cobre, la plata y los nitratos. Portadores de un apellido que comparte honores con los Rockefeller y los Ford en el capítulo de grandes constructores del imperio americano. Justamente reconocidos como los Medici del siglo XX.


Peggy siempre tuvo algo de renacentista en su actitud hacia el arte y hacia la vida. Su renacimiento particular sobrevino a los 39 años. Hasta entonces se había entregado con pasión al punto y a la calceta. Su corazón de mujer indómita latía bajo el disfraz de madre sumisa (dos hijos, un matrimonio roto, seguido de una relación atormentada), y así le vino la idea de abrir una galería en Londres.

El arte dejó de ser su afición secreta y se acabó convirtiendo en su droga, enajenante y adictiva. Soñaba con artistas, comía con artistas, dormía con artistas. Amaba doblemente el arte, y para los autores y sus obras aplicó el mismo criterio: "This is good, this is bad". Consiguió fabricarse un personaje inimitable y mítico, a medio camino entre Gertrude Stein y Casanova.

Peggy acabó interpretando el papel de enfant terrible de la familia, anclada en su palacio veneciano y en su mundo como de película, transitado por personajes como Samuel Beckett, Jacques Braque, Marcel Duchamp. En su vida no había espacio para hombres tan sesudos, tan de carne y hueso como su tío Solomon, el buenazo de la familia, décadas consagrado a la explotación de sus minas hasta que un día, cumplidos los 65, decidió explorar filones más fluidos y sublimes.

La responsable de su conversión fue una excéntrica baronesa, Hilla Rebay Von Ehrenwiesen, quien le hizo caer en imperdonables locuras y en memorables aciertos. En apenas 23 años, amasó la mayor colección privada de artistas del siglo XX.

Solomon estuvo siempre anclado en Nueva York, y aunque se tuteó entre otros con Kandinsky, se siguió moviendo con mayor soltura en el mundillo de los nitratos que en el de los lienzos. Fue de algún modo un mecenas a la antigua usanza, esforzándose siempre en mantener una prudente distancia.

Peggy, en cambio, hizo de correa de transmisión entre el viejo y el nuevo continente. Vivió el arte desde muy dentro: fue amante del surrealista Tanguy, íntimo de Duchamp, llegó a casarse con Max Ernst, a quien le abrió las puertas de América, y catapultó hasta lo más alto a Jackson Pollock, ignorado por su tío.

Solomon y Peggy se hablaban lo justo; se ignoraron mutuamente en vida. Peggy ridiculizó en público más de una vez los gustos artísticos de Solomon y solía referirse al museo diseñado por Frank Lloyd Wright como "el garaje de mi tío".

Fue mucho después de la muerte de Solomon cuando Peggy entró en razón y se dejó cortejar por su primo Harry, el nuevo patriarca de la familia. Su colección se unió patrimonial y sentimentalmente a la de su tío, para mayor gloria de los Guggenheim. Con una condición: "Que mis cuadros se queden en Venecia. A no ser que se hunda Venecia..."

Las raíces de los Guggenheim hay que buscarlas precisamente a menos de 500 kilómetros de Venecia, en un pequeño pueblo de Suiza llamado Lengnau. Allí vivía Simon Guggenheim, un humilde sastre que, hastiado de la vida en el gueto, decidió embarcarse con su familia en busca de la tierra prometida.

Dos meses tardaron en llegar a América; en la travesía les trataron como auténticos esclavos. Una vez en Fidalelfia, interminables penurias. El único modo de ganarse la vida era la venta ambulante: alfileres, cordones de zapatos, especias, cualquier cosa.

Hasta que Meyer, el más avispado de sus hijos, descubrió el huevo de Colón: con la ayuda de un amigo químico, consiguió inventar un líquido milagroso que limpiaba hasta el último rastro de carbón de las manos. En plena fiebre de la antracita, la fórmula no tenía precio. Esta fue la primera piedra del imperio.


Simon Guggenheim, un humilde sastre suizo, emigró a Amé rica en busca de un futuro mejor. Vivió de la venta ambulante hasta que Meyer, el más avispado de sus hijos, invirtió la situación financiera negociando con metales. La familia amasó una inmensa fortuna con la que consiguió adquirir la mayor colección privada de arte del siglo XX.


Meses después, Meyer consiguió extraer la esencia del café y popularizó la "bebida de los ricos" entre los menos pudientes. Luego se lanzaría al comercio de especias, y después al de bordados y encajes.

Familia unida. Prosperan sus negocios y crece al mismo ritmo su familia: once hijos en 19 años. Siete de ellos, los siete magníficos -William, Murry, Isaac, Daniel, Solomon, Simon y Benjamin-, lo aprenden todo del padre, quien les dice: "Actuad como si fuérais uno". Crean un imperio de minas que llega de Alaska hasta Congo, pasando por Chile y por Utah. En México explotan la fundición de metales. Se hacen inmensamente ricos.

Luego vendrían los celos familiares y las inevitables rupturas. Daniel conserva el timón moral de la dinastía y sale mucho en los periódicos por su labor como impulsor de la aeronáutica. Benjamin, el padre de Peggy, encabeza la lista de ilustres víctimas del naufragio del Titanic. Solomon, casado con Irene Rothschild, amasa millones con la misma facilidad con que los dispendia, instalado en la suite más cara del Hotel Plaza de Nueva York.

En el fondo, Solomon siente una sana envidia de su hermano Daniel y anda buscando la manera de robarle un pellizco de fama. Con 65 años, cuando ya parece resignado al segundo plano, pasa por su vida un vendaval, de nombre Hilla Rebay von Ehrenwiesen, que le arrastra a un mundo hasta entonces insospechado.

El arte, para Solomon Guggenheim, empezaba y acababa entonces con los viejos maestros. De la mano de Hilda descubre a Kandinsky y comienza a interesarse por el universo abstracto. Subasta su colección de arte antiguo y accede gustoso a todos los caprichos de Hilla (incluidos decenas de cuadros de su amante Rudolph Bauer).

En 1939 reúne ya suficientes obras como para montar su Colección de Arte No Figurativo en la calle 54 de Manhattan. Hasta allí se llegaría un buen día su sobrina Peggy, que después de sus devaneos por Londres y París, andaba rumiando el salto a la Gran Manzana, huyendo de la guerra.

A Peggy no le gustó nada el mini-museo de su tío: "Un desastre". Sí le agradó, y mucho, su colección privada en la suite del Hotel Plaza: Picassos, Braques, Kandinskys, Klees, Chagalls... "Le dije a mi tía Irene que le hiciera un favor a mi tío", cuenta Peggy en sus memorias. "Que quemara todos aquellos Bauers con sus horribles marcos de plata".

Peggy aterriza finalmente en Nueva York y monta su galería particular (Art of this Century) a tres manzanas de la colección de Solomon. Al pomposo estreno, muy en su estilo, asiste con un pendiente diseñado por el pintor Tanguy y otro por el escultor Calder. Tenía que demostrar su amor compartido por los surrealistas y los abstractos. A esta bigamia consiguió serle fiel, lo que no hizo con sus maridos.

Se casó con Max Ernst y, cuando la relación hizo aguas, se consoló artísticamente con Jackson Pollock, que conquistaría el mundo de su mano. Con Pollock, según Peggy, se cierra el catálogo de los diez grandes genios de este siglo (entre los que, por supuesto, figuran Picasso y Miró).

Peggy decide volver a Europa y echar anclas en Venecia, con su valiosísima colección a cuestas. Allí vuelve a darle nuevas pinceladas a su estrambótico y entrañable personaje... "Era una mujer frágil y conmovedora", recuerda el escritor José Luis de Vilallonga. "Sus ojos eran de un azul diáfano, pero éramos muy pocos los que lo sabíamos, pues los disimulaba tras unas inmensas gafas negras que le daban un aspecto de gato faraónico y alucinado".

Peggy se convierte en leyenda viva. Su palacio Venier es el punto de mira de incontables artistas. En Venecia la conocen como la última Dogatessa, una dama como de otro tiempo, siempre rodeada por sus inseparables perros falderos y embarcada en grandes proyectos (ayudó a lanzar la prestigiosa Bienal). Solomon, mientras, acaricia el sueño de un museo en la Quinta Avenida de Manhattan. Su mujer, Irene (¿o fue Hilla?) le sugiere un nombre para darle forma: Frank Lloyd Wright, considerado unánimemente como el mejor arquitecto del siglo XX.

Wright se entiende con Solomon. "Es el único millonario que conozco que, en vez de dejarse enterrar por el pasado, prefiere afrontar con audacia el futuro", llega a decir de él. El célebre arquitecto le presenta la maqueta de su revolucionario proyecto. Solomon da vueltas y más vueltas. Se queda mirando en silencio, hasta que estalla triunfalmente: "¡Esto es lo que quiero!".

El patriarca de los Guggenheim muere de cáncer de próstata a los 88 años, sin poder ver su museo. Estamos en el año 1949, y la polémica acompañaría al proyecto durante una larga década. Harry, el digno heredero, logra imponer su criterio y erige el que luego sería considerado como uno de los edificios más emblemáticos del siglo XX.

En el 69, Harry "el magnífico", como lo llamaban, consigue convencer a su prima de Venecia para que se suba a la misma barca. "¿Asociar mi nombre al del tío Sol?"."¡Jamás!", hubiera dicho Peggy en otros tiempos. "Pero había que resolver el futuro de mi colección y fue un gran alivio. A mis 67 años me sentía como una joven que ansiaba ser pedida en matrimonio por el hombre que desea casarse con ella".

Peggy falleció 10 años después de un ataque de apoplejía. Su muerte fue la consumación del imperio Guggenheim, nacido del que tal vez sea el mayor incesto artístico del siglo.


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