Ronald Reagan o el mal de Alzheimer

Ronald Reagan o el mal de Alzheimer

Junto a estas líneas, con un decrépito Bob Hope. En la fotografía de abajo, dos de sus guardaespaldas le ayudan a bajar las escaleras en una de sus cada vez más raras salidas. Era en junio e iba a ver un partido de polo.


Ronald Reagan se pregunta estos días por qué le mira la gente al pasar, por qué insisten tanto en hacerse fotos junto a él, por qué le saludan efusivamente decenas de rostros que nunca ha visto ni conoce. Ronald Reagan se levanta a duras penas por las mañanas y se mira al espejo como quien se asoma a una ventana con vistas a un profundo abismo. A menudo olvida que un día fue el presidente de Estados Unidos.

Con 86 años a cuestas, tres desde que reconociera públicamente que padece el mal de Alzheimer, Reagan es una caricatura de sí mismo, capaz aún de hacerse el nudo de la corbata y de llevarse la cuchara a la boca, pero impedido para la conversación más trivial y cada vez más inexpresivo y ausente.

Reagan se apaga, aunque el deterioro físico no sea aún tan evidente como el mental. Al parecer, se encuentra ya a caballo entre la segunda y la tercera fase de la fatal enfermedad, cuando las pérdidas de memoria se intensifican y la desorientación comienza a ser preocupante: se empieza perdiendo la noción del tiempo y del lugar y se acaba sufriendo alucinaciones, comportándose como un niño, haciéndose sus necesidades encima.

Hiperprotegido. De momento, Reagan todavía alcanza a vestirse por sí mismo, con la ayuda inestimable de Nancy, ángel custodio y enfermera para todo (dos asistentes sanitarias la relevan ocasionalmente). Su afán hiperprotector, con el que tanto se especuló mientras estuvieron en la Casa Blanca, ha servido para construir un telón de acero en torno a su marido.

Nancy quiere preservar su imagen ante todo, y aunque ocasionalmente permite que se le haga alguna fotografía -las dos últimas, el pasado verano-, nadie puede acercarse a hablar con él, día y noche protegido por los seis miembros de su séquito personal.

La casa de los Reagan en Bel Air, la zona residencial de las estrellas en Los Ángeles, recibe todos los días la visita de un par de autobuses de turistas (el tour Home of the Stars) que disparan discretamente sus cámaras desde el otro lado del cristal. Un muro de piedra rústica y arbustos protege la intimidad del ex presidente frente al asedio de los curiosos. La actividad que se percibe en la finca, 668 St. Cloud Road, es mínima.

Nancy ha cerrado las puertas hasta a los amigos más íntimos. Solamente los hijos, Maureen y Michael, y algún que otro familiar próximo tienen derecho a profanar el refugio, no tan secreto, del Gran Comunicador.

Edmund Morris, su biógrafo oficial, ha sido uno de los pocos en mantener un contacto continuado con él hasta hace unos meses: "En estos dos últimos años, se ha ido apagando poco a poco. A mí me viene la imagen de la Luna, que en cuanto deja de recibir la luz de la Tierra se queda inexpresiva y fría... Por supuesto, cuando era presidente, Reagan era el Sol".

Sin "pegada". Morris no quiere entrar en detalles sobre hasta dónde llegan su lapsus de memoria o si es incapaz de hilar una sola frase con sentido: "Ha perdido su capacidad de pegada, esa habilidad que tenía para capturarte con una ocurrencia en cuanto abría la boca".

George Shultz, su ex secretario de Estado, ha declinado comentar a esta revista su impresión sobre el último Reagan. Hace tres semanas, sin embargo, Shultz revelaba al The New York Times una estremecedora anécdota...

Ocurrió en febrero pasado, cuando Nancy le invitó por última vez a tomar el té en la mansión de Bel Air. En un momento de la visita, Reagan abandonó la estancia en compañía de una enfermera. Al pasar por una foto en la que estaba él mismo, posando junto a Nancy en plena luna de miel presidencial, le preguntó a la enfermera: "¿Quién es ese hombre que está junto a Nancy en el sofá. Creo que le conozco. Es un tipo muy famoso".

Nancy, 74 años, lleva con envidiable entereza el drama familiar. En los últimos meses ha renunciado prácticamente a toda actividad que no sea velar por su "inseparable mitad"; le programa los días y las tardes con el mismo celo que cuando ocupaba el despacho oval.

Por las mañanas, nada más levantarse, media hora de ejercicio en el gimnasio que tienen instalado en el sótano. Después, algún tipo de terapia mental (los medicamentos probados hasta la fecha no han dado aparentemente resultado alguno). A veces, un paseo por el parque de Armand Hammer o por la playa de Santa Mónica.

Casi todos los días entre semana, sin un horario fijo, Reagan se sube a la limusina que recorre los cinco kilómetros que le separan de su despacho oficial, en el número 2121 de la Avenida de las Estrellas. Allí, en un rascacielos de 34 pisos, comparte sitio, entre otros, con Magic Johnson.

El conserje del edificio, con marcado acento hispano, asegura que apenas puede verle de cerca: "No te dejan acercarte a él. Viene todos los días, de lunes a viernes, siempre a horas diferentes y rodeado de seis agentes, y se marcha cinco horas más tarde, pero nunca he podido hablar con él. También vemos pasar a Magic Johnson, pero él sólo viene una vez a la semana".

George Sha, un egipcio de 34 años que consiguió la ansiada tarjeta verde gracias a la amnistía de ilegales firmada por Reagan, es uno sus más devotos admiradores en el edificio: "Tengo ya tres fotos con él en el salón de mi casa; en todas le doy la mano y le sonrío, pero aún no he tenido la oportunidad de darle las gracias porque no nos dejan hablarle".

Un vez en su despacho, con la ayuda de sus asistentes, Reagan despacha el correo (más de un centenar de cartas diarias) y ojea los periódicos (el verano pasado todavía era capaz de leerlo en voz alta y pausada). A veces echa una cabezada en el sofá, o se queda abstraído mirando la ventana, o recorre la galería de fotos como si quisiera empaparse de sus recuerdos perdidos.

Joanne Drake, su jefa de personal, se niega a comentar el estado de salud del presidente diciendo que "está tan bien como pueda esperarse". Drake asegura que Reagan continúa atendiendo numerosos compromisos: "Recibe todo tipo de visitas, desde admiradores de su tierra natal (Dixon, Illinois) a escolares de Los Ángeles, pasando por algún remitente cuya carta le ha llegado de un modo especial. De vez en cuando sorprende a un niño o a alguno de sus seguidores enviándoles una foto por correo".

Niños. Reagan quiere estar rodeado de niños. El pasado mes de julio, accedió a posar gustoso junto a un tal Rostik Denenburg, de 12 años, en un parque cercano a su casa. La foto dio la vuelta al mundo: Reagan, vestido informalmente y con una gorra de béisbol, se sentó en un banco e intercambió una leve sonrisa con el chaval. Su afición por los deportes sigue todavía viva. No en vano, su época como comentarista deportivo de radio (el trampolín que le abrió las puertas de Hollywood) ha dejado una profunda huella en él.

Algunos fines de semana puede vérsele, discretamente, entre los espectadores de un club de polo local. Y al menos dos veces por semana acude todavía al Los Ángeles Country Club, el club de golf más prestigioso de la costa oeste, apenas a cinco minutos de su oficina.

"Aquí sólo hay old money (dinero viejo), y todo Hollywood está a raya", asegura Mike, un ruso de 35 años empleado en las instalaciones. Reagan tuvo que sudar la camiseta en su día para conseguir entrar en el club. Ahora le reciben con alfombra roja: aunque a veces se atreve a pisar el green, normalmente se queda lanzando bolas contra la red en la pista de entrenamiento.

En ocasiones especiales, y sin avisar, el ex presidente se desplaza hasta su biblioteca, un edificio de estilo colonial español -tejas rojas, patio central y fuente- enclavado en las estériles colinas de Simi Valley, área suburbana del noroeste de Los Ángeles.

Dicen que los Reagan miran con nostalgia el áspero paisaje de cactus y arcillla que se divisa desde estos 29 acres de puro oeste americano, especialmente desde la decisión de Nancy de vender el Rancho del Cielo (Santa Bárbara), donde el viejo cowboy se desvivía por sus caballos. Uno de los objetos más preciados que Reagan guarda en su biblioteca presidencial es un pedazo del muro de Berlín de algo más de un metro de ancho por tres metros y medio de alto, pintado con una flor y una mariposa y donado al ex presidente en abril de 1990 "por su lucha contra el comunismo".

Ahora que se cumplen tres años exactos desde que su llorada confesión pública -"Me han dicho los médicos que soy uno de los millones de americanos que padecen el mal del Alzheimer... "-, vuelve a arreciar la polémica sobre si Reagan estuvo expuesto a la demencia senil cuando todavía era presidente.

"Rotundamente no", contesta John Hutton, el doctor que le atendió personalmente desde 1984 hasta el final de su presidencia. "La primera evidencia del Alzheimer no la tuvimos hasta 1993, más de cuatro años después de que abandonara la Casa Blanca".

Los vacíos mentales de Reagan alimentaron todo tipo de rumores durante su presidencia. Él mismo bromeaba sobre el hecho, como aquella vez que entró en el botiquín de la mansión presidencial y le dijo al doctor Lawrence Mohr: "Tengo que consultarle tres cosas. La primera es que a veces me falla la memoria; de las otras dos no me acuerdo".

Chistes aparte, "Reagan estuvo seriamente preocupado -especialmente durante los dos últimos años de su presidencia- porque su madre, Nellie, había arrastrado la demencia senil durante varios años antes de morir a los ochenta" (lo cuenta su biógrafo oficial, Edmund Morris).

Vitaminas. Durante años, el ex presidente tomó vitaminas suplementarias para alimentar su frágil memoria, que ya comenzó a jugarle malas pasadas durante su época de Gobernador de California y estuvo a punto de dejarle en evidencia en un momento decisivo del debate presidencial para la reelección en 1984.

En 1990, meses después de dejar la presidencia, en una declaración ante el comité que investigaba el escándalo Irán-Contra, Reagan fue incapaz de recordar el nombre del jefe de la Junta de Estado Mayor, general John Vessey.

Superado aquel desliz, Reagan no pareció resentirse y se embarcó en una exagerada operación comercial de autopromoción, urdida por su esposa. En un año, a siete millones por conferencia, fue capaz de recaudar unos 250 millones de pesetas por abrir la boca, sin perder un ápice de su habitual destreza de charlatán.

No fue hasta 1992, en un discurso de apoyo a la candidatura de Bush, cuando su voz parecía otra y su sonrisa ya no despedía la jocosa malicia de su época de actor.

"Por aquel entonces", recuerda Edmund Morris, "empezó a suceder que iniciaba una conversación y al poco tiempo perdía el hilo y cambiaba de tema".

En el 93, en un chequeo rutinario en la Clínica Mayo, le detectaron los primeros síntomas inequívocos. En febrero del 94, con motivo de su 83 cumpleaños, Reagan tuvo que intervenir ante 2.500 personas y tomarle la palabra a Margaret Thatcher. En el intervalo, un silencio de muerte que hizo temer lo peor... Pero el ex presidente logró superar la ausencia con su varita de prestidigitador.

Meses más tarde, en el entierro de Nixon -prácticamente, su última aparición oficial-, a Reagan le flaquean no sólo las neuronas; también las piernas: en ese momento fue consciente de su fragilidad.

El 5 de noviembre de 1994, la famosa carta, escrita con mano temblorosa: "Ahora comienzo el viaje que conduce al ocaso de mi vida, sabiendo como sé que para América habrá un brillante amanecer por delante".


Trozos de
REAGAN

La buena salud
BUSH



El secreto de "Médico de familia", por Emilio Aragón/ La vida empieza a los cincuenta/ A la caza del furtivo / Glenn Close sobrevive a los campos de concentración/ Ronald Reagan o el mal de Alzheimer/ Arturo Pérez Reverte/ Katharine Hepburn/ Climatología: Un Niño terrible / Psicología: Por la cara / Familia: Cachete, ¿sí o no? / Comer y beber: Dos mujeres/ Recetas: Aromas del bosque/ Las buenas formas/ La buena forma: También en el trabajo / La mirada de Francisco Umbral/ Gentes/ Almanaque/ El tablón/ En pocas palabras: Nacho Duato/ Horóscopo/


TOP LA REVISTA  VOLVER