11.000 Km a través de África


11.000 Km a través de África

Capital de los esclavos. Zanzíbar, la ciudad de piedra, en la costa este africana fue hasta 1870 uno de los centros mundiales de venta de esclavos.

LA FRONTERA SUR África, el continente con forma de corazón humano, bombea vida y muerte. Algunos dicen que es capaz de transformar a los hombres en naturaleza, para que se comporten con su fría agresividad. Otros creen que lo que hace es quitarles la moral, la filosofía, el alma, y cambiarlos en sentidos. "Este lugar convierte a los hombres en animales y humaniza a las bestias", llegó a decir Richard F. Burton. Walt Whitman llegó más lejos en su Canto a mí mismo: "Creo que podría vivir con los animales; son tan plácidos y cabales. / Me detengo a mirarlos largamente. No sudan ni lamentan su condición, / no yacen despiertos a oscuras, llorando sus pecados". Ni el explorador británico ni el poeta norteamericano debieron presenciar jamas el África profunda: la carga de un león, partiendo de un zarpazo el espinazo de un jabalí verrugoso para, inmediatamente, morderle en el cuello hasta que deje de respirar. O el ataque de un grupo de perros salvajes (licaones) a una cebra, desgarrando sus entrañas a bocados y esperando pacientemente a que se desangre, se debilite y muera.

Kenia, sumergida en una profunda crisis económica y navegando sin rumbo hacia ningún lugar, ya no es lo que era. Afortunadamente, su naturaleza sigue siendo única. Estamos en el Arca de Noé. Cruzar el país de Oeste a Este supone contemplar la mayor explosión de vida, y de muerte, de todo el planeta: cables plagados de martines pescadores y alcaudones a ambos lados de las carreteras, las mismas que un grupo de elefantes cruza al trote a la altura del Parque Nacional de Tsavo. Las gacelas de Thomson saltan alegremente en las orillas del lago Nakuru. Y los flemáticos hipopótamos, de mirada bovina e instinto asesino, abren sus negras bocazas en las aguas de cualquier charca.

Los hipopótamos, herbívoros aparentemente inertes, son los animales que producen más muertes a seres humanos en toda África. Capaces de correr a la misma velocidad que un caballo, fuera del agua siguen unos senderos perfectamente marcados, y arrollan a todo aquel que se atreve a cruzarse en su camino. Durante la noche, mucha gente los confunde con simples rocas. Cuando se dan cuenta de su error es tarde. "No hay nada tan aterrador, como la carga de un hipo", dice Samuel Kevorki, uno de los últimos cazadores blancos de la región. "Ni la embestida de un búfalo ni el ataque de un leopardo asesino o de toda una manada de leones... El hipopótamo te convierte en una hamburguesa, en auténtico puré".

Una sensación parecida te queda en el cuerpo después de recorrer, en motocicleta o en coche, la carretera que va desde Nairobi a Mombasa. Son apenas 300 kilómetros, pero los baches, los animales y los camioneros suicidas convierten ese recorrido en una larga y peligrosa aventura de 12 horas. Si hay un camino al infierno, debe ser parecido a éste: agujeros capaces de engullir un neumático, puentes que se tambalean con el paso de una bicicleta, bandidos armados hasta los dientes, rebaños de jirafas al galope...

Cuando cae la noche, esta carretera recuerda las más aberrantes escenas de las películas de la saga Mad Max. Luces fugitivas de trailers tuertos, remolques ardiendo a la luz de la luna, esqueletos de coches cubiertos de hierba. En uno de los obligatorios frenazos para abordar un colosal bache se encienden las luces interiores del todoterreno. Unos encapuchados han abierto la puerta trasera, y sacan a toda velocidad los equipajes lanzándolos hacia la oscuridad de los arcenes. "No es de la peores maneras en que uno puede ser robado en esa carretera", nos consuela un italiano propietario de una agencia de viajes en Mombasa. "Das un acelerón y estás a salvo", continúa, "mientras que lo normal es que pongan una pistola en la ventanilla, obliguen a la gente a bajar y a desnudarse, y se marchen con el coche, las ropas... La semana pasada mataron a dos franceses que se resistieron".

Llegamos a Tiwi beach, una playa al sur de Mombasa, y creemos pisar el paraíso. Arenas blancas, palmeras plagadas de monos de cara blanca, aguas iluminadas por un radiante sol invernal... "No se confíen", finaliza el italiano, "porque es normal que los mismos propietarios de los bungalós y cámpings organicen un asalto cada dos o tres meses...".

EL REFUGIO

La costa africana del Índico es la puerta de Zanzíbar. Una puerta amplia, abierta, luminosa. Decidimos atravesarla de la manera más sencilla: bajando hasta Dar es Salaam, la capital tanzana, y cruzando hasta la isla en barco. No contábamos con cuatro horas de carretera infecta, una aduana especialmente perezosa (Kenia-Tanzania) y los imprevisibles cambios en los horarios y fechas de los jetfoil (transbordadores).

Dar es Salaam, el Refugio de la Paz, con su tráfico denso pero amable y sus hordas de hindúes, se muestra como una ciudad pequeña y en cierta medida acogedora. Sus dos millones de habitantes parecen concentrarse en el imaginario vértice formado por la estación de trenes, la Morogoro Road y el puerto. Los edificios de hormigón, las abandonadas calles y los bulliciosos comercios se encargan de recordarnos que un día no muy lejano, en la década de los sesenta, Tanzania trató de construir su futuro sobre una política socialista, basada en el modelo comunista chino. "Un sueño que fue bonito mientras duró", afirma Milton Dareda, profesor de enseñanza media en un colegio del centro. "Recuerde que cuando Tanganica logró la independencia del Gobierno británico y se convirtió en Tanzania, en 1961, en todo el país sólo había 120 licenciados universitarios. Necesitábamos una oportunidad".

Dos masai, miembros deteriorados de la etnia más orgullosa del mundo, venden paraguas y polos Lacoste falsos en la entrada de la catedral. Un escuadrón de leprosos sale de la misa de las siete de la mañana, la primera del día en suajili. A sólo 50 metros de donde se desarrolla la dantesca escena tomamos un barco que, dos horas después, alcanza las costas de una isla que huele a incienso, aceite de coco y especias.

Cae la noche sobre Zanzíbar. Las sombras nos recuerdan que la oscuridad maltrata a un continente, África, que es luz sobre todas las cosas. Hay que esperar a que llegue el amanecer. Sólo a esta hora transparente del día es posible admirar toda la belleza de uno de los pocos lugares verdaderamente mágicos del mundo: corte de sultanes y palacio de princesas, centro comercial de tráfico de esclavos, cartel general de los exploradores más grandes de la historia, crisol de culturas e idiomas... Zanzíbar es mucho más que "una formación de coral con conglomerados de gres silícea", la definición que de ella hizo Livingstone. Zanzíbar es historia. Fue, gracias a los 200.000 esclavos que llegó a importar y distribuir anualmente en sus momentos de mayor auge comercial, la ciudad más importante de la costa Este de África en el siglo XIX. Y la morada de los sultanes omaníes, bajo protectorado británico hasta 1964.

La voz nasal del almuecín, convocando desde la torre de una de las 50 mezquitas a los fieles musulmanes para la oración, resuena como un trueno en el laberinto de callejuelas de la vieja Ciudad de Piedra. Estos sinuosos y estrechos pasillos, corazón y alma de la isla, hace mucho tiempo que vivieron sus mejores momentos. Los balcones colgantes se han venido abajo, las cubiertas de coral de las casas han sido sustituidas por otras de chapa, y las puertas de madera y bronce se deshacen devoradas por la carcoma. Algunos edificios parecen haber sido bombardeados, y no es raro encontrar ratas muertas en mitad de las plazoletas.

Zanzíbar sobrevive a su deterioro, al descuido con que es castigada, sin grandes problemas. Un paseo al atardecer, escuchando cómo la música taarab se funde con el sonido de los timbres de las bicicletas y de las fichas de damas golpeando el tablero, supone un retorno al pasado. Una vuelta al mundo de ensueño de Las mil y una noches. Zanzíbar, país de negros en persa, es sinónimo de leyenda, como Samarcanda o Tumbuctú. Y meca de viajeros independientes, como lo fuera Katmandú. La vieja Zanzíbar, que sobrevivió a negreros, sultanes y colonos, resiste ahora a la amenaza de las agencias de viaje. "Les gustaría invadir la isla, y convertirla en una colmena para turistas", asegura uno de los taxistas que hace los tours de las especies. "No lo lograrán: los espíritus de los esclavos que murieron aquí cuidan de nosotros".

En su último diario, escrito en 1866, Livingstone dice: "He visitado el mercado de hombres, y he visto a unos 300 individuos a la venta. Les miraban los dientes y les levantaban las ropas para examinarles las piernas; después tiraban un palo para que el esclavo fuese a cogerlo y todos pudiesen observar sus movimientos". La esclavitud no se abolió hasta 1870.

ESCLAVISTAS

El también explorador Richard F. Burton, experto en culturas árabes pero no tan antiesclavista como Livingstone, escribió en Zanzíbar mientras seleccionaba los miembros de una de sus expediciones: "El estudio del negro es el estudio de la mente rudimentaria del hombre. Parecería una degeneración del hombre civilizado más que un salvaje que accede al primer escalón si no fuera por su total incapacidad para mejorar. Todo indica que pertenece a una de esas razas aniñadas que, sin elevarse nunca al estado de hombre, se desprenden como eslabones gastados de la gran cadena de la naturaleza animada". La mayoría de las grandes expediciones victorianas partían de las costas frente a Zanzíbar. Nosotros iniciamos en ese mismo lugar la recta final de nuestro viaje. Hemos recorrido ya alrededor de 8.000 kilómetros. Los motores de coches y motos carraspean, y los amortiguadores crujen tanto como nuestras articulaciones. Los últimos 3.000 kilómetros prometen ser duros y, en ocasiones, tediosos: las grandes rectas de Tanzania, Malawi, Mozambique y Zimbabue se convierten en una dura prueba para unos nervios anestesiados y unos cerebros derrotados por los kilómetros y las escasas horas de sueño.

Nadie puede conciliar el sueño mientras atraviesa zonas como Mikumi (Tanzania), las roídas orillas del lago Malawi y los bosques de Kasungu (Malawi), Gorongosa (Mozambique) y la región que linda con el parque nacional Kruger (Sudáfrica). Son fabulosas reservas de fauna y flora que, salvo Kruger, no han alcanzado todavía renombre internacional. "El aislamiento es la mejor política de conservación", asegura el dueño de una finca que linda con este parque sudafricano. En sus tierras se crían vacas, se cuida a los rinocerontes y se mata a los elefantes, "tal y como exigen las modernas técnicas de protección de la naturaleza".

DESTINO FINAL

En una gasolinera en la entrada de Pietersburg, a poco menos de dos horas de Johannesburgo, nuestro destino final, un surafricano blanco compra una revista de armas, una bolsa de biltong (carne seca) y una cerveza. Su tosca y arrogante forma de dirigirse a la cajera, una oronda y sonriente negra, y el recuerdo de los también sudafricanos con los que acabamos de compartir miles de kilómetros, me confirma el perfil del bóer (blanco descendiente de los colonos holandeses del XVII) trazado por Mark Twain en su libro Siguiendo el Ecuador: "Es profundamente religioso, profundamente ignorante, obtuso, obstinado, bigotudo, sucio en sus hábitos, hospitalario, honesto en sus negocios con blancos, duro con sus sirvientes negros, vago, buen tirador, buen jinete, adicto a la caza, amante de la independencia política, buen marido y padre, contrario a vivir en las ciudades y partidario de vivir alejado de los otros en los grandes espacios vacíos".

Pero África, como hemos podido comprobar a través de 11.000 kilómetros, es mucho más que Sudáfrica. Es la belleza y la crueldad en estado puro. Y la naturaleza en sus formas primitivas. Tal vez la última oportunidad de sentir en la piel la inmensa libertad que sólo puede ofrecer el continente que vio nacer al hombre.

Utalii Tours & Safaris organiza, con la logística de Tours For Africa, viajes por el sur del continente africano. Teléfonos: 91 578 34 33/929 05 74 05.


Reportaje

Reportaje Fotográfico

Henry Morton Stanley



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