Amaron a su manera

Amaron a su manera

Simone de Beauvoir y Jean Paul-Sartre. Una relación de 50 años basada en la independencia económica, sentimental y sexual.


¿PUEDE ALGUIEN IMAGINARSE AL ÁNGEL AZUL, a la hierática diosa Marlene Dietrich, persiguiendo a un hombre por toda Europa y sin éxito? ¿Habrá gente capaz de imaginarse sin sobresalto a la temperamental bailarina Isadora Duncan dejándose zurrar por un poeta ruso proclive al alcohol y el mal genio? ¿Y no es sorprendentemente enternecedora la imagen de Arnold Schwarzenegger declarándose a María Shriver a bordo de una pequeña embarcación que surca un lago austriaco? ¿O patéticamente denodados los esfuerzos del seductor Clark Gable por sobrevivir junto a Carole Lombard en un mundo sin Viagra? En cualquier caso, amar profundamente es lo que hicieron ellos y las 100 parejas que aparecen reflejadas en este libro de Florence Montreynaud, Amar, cuyo subtítulo reza: Un siglo de memoria y pasión.

Es curioso que más de la mitad de las parejas escogidas no hayan tenido descendencia. A veces por incapacidad, pero en muchas ocasiones por propia elección; generalmente la de ella (la bailarina Ruth St. Denis; la escritora Lillian Hellman, mujer de Dashiel Hammet, Anaïs Nin, quien consideraba la maternidad como "inmolación suprema del yo" o Simone de Beauvoir, la cual precisaba: "Las relaciones sexuales no me interesan tanto como las caricias", aunque esto no fue óbice para que existieran hombres que también colaboraron en el descenso de la natalidad, caso de Richard Burton o Richard Gere.

Muchos de los personajes que aparecen en el libro se adelantaron a su tiempo, fueron pioneros sentimentales para su época. Y, de nuevo, especialmente las mujeres. Piénsese, por ejemplo, en Alexandra David, que se casó en 1904 "más por maldad que por ternura" con Philippe Néel para, siete años más tarde, emprender un viaje de 14 años por Oriente durante los cuales no vaciló en pedirle dinero y en asegurarle que quería regresar, pero "a condición de que pueda levantarme a las tres y acostarme a las nueve, y de encerrarme durante una o dos semanas cuando tenga ganas sin que yo te moleste a ti ni tú me molestes a mí". O en la escritora Gertrude Stein y Alice Toklas, dos mujeres que vivieron su amor entre 1907 y 1946 reproduciendo casi con absoluta fidelidad los roles que dispensa el matrimonio. Y no nos olvidemos de Gala, musa de Dalí, rodeada de un harén masculino en Port Lligat, de Ingrid Bergman desafiando al mundo por su romance con Roberto Rossellini, o de la antropóloga Margaret Mead, que filmó en 1939 el nacimiento de su propia hija para poder enseñárselo al padre ausente -el también antropólogo Gregory Bateson-, con quien compartía más la pasión por las tribus de Oceanía que la apacible vida doméstica.

LA MUJER

Disculparán que este análisis tenga en el sexo femenino su epicentro, pero es que resulta difícil no estar de acuerdo con Louis Aragón cuando, inspirado por Elsa Triolet, aseguraba que "el porvenir del hombre es la mujer". A pesar de que ciertas mujeres pensarán justo lo contrario sobre sí mismas. Zelda Fitzgerald, por ejemplo, puso como condición para ostentar ese apellido que su Scott triunfase literariamente. Eleanor Roosevelt soltó amarras táctiles en cuanto supo de los devaneos presidenciales, pero mantuvo la alianza política con su esposo (algo similar a lo que está haciendo hoy Hillary Clinton), Yoko Ono -viuda de Lennon- se especializó en lavados de cerebros, Cindy Crawford considera a los hombres como "adolescentes con tarjeta de crédito" y Edwina Mountbatten, en un arrebatador todo por la patria, siguió los consejos de su Lord -por cierto, de escurridizas vertientes sexuales- y se lió la manta a la cabeza con Jawajarlal Nehru a fin de engrasar en lo posible la independencia de la India.

Lejos de lo prosaico relucen sin embargo numerosos ejemplos de devoción y de abnegación que aturden. No hace falta llegar a los extremos de Jeanne Héburtene, musa de Amedeo Modigliani, que se suicidó dos días después del fallecimiento del pintor, el 24 de agosto de 1920, estando embarazada de nueve meses. El compositor Benjamin Britten se negó a ser enterrado en la abadía de Westminster, el Panteón de los británicos, para yacer junto a su gran amor e inspirador de tantos éxitos, el tenor Peter Pears. Diego Rivera unió para siempre sus pinceles junto con los de su atormentada compañera Frida Kahlo. Edith Piaf desgarró sus canciones, su espíritu y su cuerpo por la desaparición del boxeador Marcel Cerdan. Juan y Eva Perón se idolatraron y se fagocitaron hasta la extenuación. El duque de Windsor renunció a todas las coronas del mundo para amancebarse con una divorciada estadounidense... Y quizás habría que mencionar también a esos discretos acompañantes con los que nunca sabe qué hacer el protocolo, caso de Denis Thatcher o Enrique, rey consorte de Dinamarca, autor de esta sentencia: "Es muy duro para un hombre el no ser considerado al mismo nivel que su mujer".

Abundan asimismo las muestras de complementariedad casi absoluta. Tampoco coloquemos en primer lugar a Lila Bell Acheson y De Witt Wallace, que tienen el honor de haber fundado el Reader's Digest y se comportan tal y como su publicación prescribe. No hay que excederse. La curiosidad, y, cómo no, la envidia más o menos sana, nos empujan sin dudarlo hacia gente como Humphrey Bogart y Lauren Bacall, "una gran pareja" que vivió armoniosamente 12 años de felicidad. Cuando Bogie murió de cáncer, la rubia del bucle demoledor escribió: "Mi razón de ser había sido Bogie. ¿No era nada por mí misma?". Otro tanto podría decir Joanne Woodward de su relación con Paul Newman. Ambos han batido todas las marcas hollywodienses de estabilidad matrimonial. Y hay muchos más. Desde Pierre y Marie Curie, pasando por Emma Goldmann y Alexander Berkmann -anarquistas estadounidenses que defendían el amor libre, y cuyos atentados fueron la argamasa de su unión-, hasta Simone Signoret y Yves Montand, reyes de la pantalla francesa y de los compromisos políticos, Sofía Loren y Carlo Ponti -maestros de la ternura y la comprensión- o Paul y su mujer Linda McCartney.

Permitan un apunte sobre este asunto de la estabilidad. Son escritores de éxito; además, él llega a ser ministro de Exteriores británico, aunque abandona el cargo para estar cerca de ella. Ella se llama Vita Sackville-West; él, Harold Nicolson. Ella es homosexual; él, también. Tienen dos hijos. Tras diversos escarceos, llegan a un acuerdo: crear una especie de falansterio en una casa derruida del siglo XVI. Allí, construirán "el jardín de las cuatro estaciones", un prodigio de arquitectura vegetal que aún perdura. En ese fragante entorno querrán "basarse en un amor duradero" y guiarse "por la inteligencia, el respeto mutuo y una escala de valores común". Lo que significa que ambos pueden tener cuantas relaciones quieran, siempre con el consentimiento del otro. No hay problemas porque a Vita lo que le gusta de Harold es que su relación sea "tan fresca, tan intelectual, tan poco física". "Algunos hombres -certifica- han nacido para ser amantes; otros, maridos. Harold pertenece a esta segunda categoría". Murieron en años casi consecutivos tras haber disfrutado de una gozosa existencia.

Una vez hecha la pertinente reflexión sobre la comprensión entre las parejas, convendría quizá fijarse en dos monstruos pasionales, dos "amantes terribles": Elisabeth Taylor y Richard Burton. Una atracción irresistible que no logra ser hundida ni por océanos de alcohol ni por glaciares de cocaína. "Un día" -le escribe Liz- "algo te hará comprender que no puedes vivir sin mí y te casarás conmigo". Con qué intensidad pueden vivirse las emociones. Hasta el punto de que se puede utilizar como excusa para deshacerse del marido un repentino cambio de cerradura y una nota : "Tu llave ya no entra en mi cerradura". El copyright es de la artista Jeanne Claude Christo, especialista en envolventes.

LA MUJER

Tal vez sea debilidad, pero no sería justo terminar una crónica sobre el amor del siglo XX sin citar a... (no; no a Diana de Gales, aunque también aparezca en el libro) Katharine Hepburn y Spencer Tracy, una relación que podría recordarse como la leyenda del amor silencioso y que se inició con esta conversación: K: "Me temo que soy un poco alta para usted, señor Tracy". S: "No se preocupe, señorita Hepburn, yo puedo tallarla a mi medida". A partir de entonces, y a pesar de que Tracy se negara a divorciarse de su mujer por sus creencias católicas, ambos vivieron una historia de amor inolvidable. Hay quien dice que el único amor perdurable es aquel que nunca ha existido, pero quizás fuera la misma Katherine Hepburn la que tuviera razón cuando dijo algo menos drástico como (y esto no viene en el libro): "A veces me pregunto si el hombre y la mujer están hechos realmente el uno para el otro. Quizá sería mejor que vivieran cerca y se visitaran de vez en cuando".



Reportaje

Cien parejas para diez décadas



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