¿Aquién amaba Shakespeare?

¿Aquién amaba Shakespeare?

Retrato de William Shakespeare. Galería de Retratos. Londres (Inglaterra).

SI PARA HABLAR DE AMOR resulta imprescindible la experiencia amorosa, parece obvio que William Shakespeare estuvo enamorado. La cuestión es: ¿de quién? Y no tiene respuesta fácil.

James Joyce aseguraba que hablar de la vida de Shakesperare era como "reunir a un comité de eclesiásticos para discutir la historicidad de Jesús". Del autor apenas sabemos algo más que sus obras, y éstas no iluminan otra cosa que lo dicho entre telón y telón.

Puede que el amor sea una enfermedad o un chisporroteo bioquímico de duración y efectos imprevisibles, y puede que sea una suerte de sabiduría confusa, tornadiza, contradictoria, arañada y espasmódica cuyo conocimiento sólo se haga posible en la intransferible experiencia amorosa. Lo pasmoso sería, entonces, el sagaz talento de Shakespeare para hacer manifiesta hasta la empatía esa condición de intransferible. Aquel hombre sabía contar lo inexplicable.

Y lo hacía no desde el punto de vista de uno sólo de los sexos, desde la limpia o turbia pasión del hombre o de la mujer. Sobre cualquier lectura de sus obras flota siempre la impresión -entre otras fascinaciones del alma- de que William Shakespeare hablaba desde los dos sexos, o sabía deslizarse con soltura de uno a otro como nadie desde entonces. Podía ser el amante de los sonetos cuyo dolor reconoce que "la mentira de tu mirada forja anzuelos en los que se agita el juicio de mi corazón", y Cressida cuando advierte a su enamorado Troilo: "Tengo una especie de tierno `yo' que reside en vos, pero tengo también un perverso `yo' que desearía mancharse para ser la loca de otro". No hay investigación erudita que acredite en la experiencia sentimental de William Shakespeare los pilares de su sabiduria poética. El enigma sentimental de su vida es un territorio del que cada explorador regresa con la reclamación de una mina de oro sobre la que aporta muchas más convicciones que evidencias. Desde la posibilidad de que evitó ciertos temas a partir del supuesto asesinato político de su amigo Cristopher Marlowe (cuyo trabajo como espía al servicio de su majestad hay también que suponer), hasta su propia muerte, rico, alejado del teatro y -de nuevo- supuestamente aquejado de una enfermedad venérea, después de una tremenda borrachera con Ben Johnson. Y entre ambos episodios se intercalan las peripecias -no menos supuestas- de una vida amorosa en la que, salvo el bestialismo, cabe de todo, aunque lo único que se sabe con certeza es que nunca amó a su mujer en el sentido de la apasionada emoción que es el amor en sus obras. Shakespeare se casó a los 18 años con Anne Hathaway, de 26, preñada de cinco meses, con la que tuvo tres hijos. La respetabilidad de una familia y del dinero que ganaba su marido hicieron de ella una mujer encopetada, de carácter antipático y con una actitud vital en la que un superávit de celo religioso desplazó la fogosa destreza de su juventud. Y algo tremendo debió de pasar entre ellos para que Shakespeare -al morir él primero- expresara el deseo de evitar que los huesos de su viuda descansaran algún día con los suyos.

Shakespeare se fue a Londres y se hizo el dueño del mundo. Ganó dinero con el teatro sin desdeñar otras actividades. Hay críticos que aseguran que practicó la usura y otros que juran haber visto los documentos que acreditan su enjuiciamiento y condena a ser azotado por el delito de robar ganado. Fuera de eso, su golfería y entusiasmo sexual son artículos de fe para sus estudiosos, por más que se estrellen con la discreción del poeta.

¿Fue Shakespeare una especie de donjuán británico, experto en seducir por igual a mesoneras y damas de compañía de la reina, o fue un homosexual de lo más encarnizado en aquel Londres renacentista e isabelino donde nada más normal que la "ferviente amistad" entre los hombres? Quienes optan por el golfo heterosexual apuntan, entre otras cosas, la precisión con que señala las tarifas de las putas en Bien está lo que bien acaba. Quienes lo tienen por homosexual aportan, quizá con mayor rigor, la clave de los sonetos dedicados a un misterioso "W. H.", aunque también bajo el hechizo de una "dama oscura" no menos misteriosa.

DAMA OSCURA

George Bernard Shaw identifica a esa dama oscura como Mary Fitton, una explosiva belleza de la época, ardiente más allá de toda mesura, que podía ser Cleopatra, Lady Macbeth y Julieta al mismo tiempo, sin perder por ello de vista al caballero al que engañaría después bajo cualquier otra de sus múltiples personalidades, todas seductoras. Doncella de la reina desde los 17 años, se había casado a los 16 de una enrevesada manera relacionada con un desparpajo sexual que la llevó a un nuevo matrimonio y a un hijo ilegítimo con William Herbert, conde de Pembroke. Y éste, el conde, es quien complicará las cosas.

Frank Harris estima que Pembroke es el "W. H." al que están dedicados los famosos sonetos cuya "dama oscura" sería Mary Fitton.

El turbulento amor de Shakespeare por la cautivadora Mary necesitó, al parecer, de William Herbert para recomponer las cosas tras una de sus disputas. La dama recibió al mensajero de la reconciliación, se acostó con él y así dio comienzo un triángulo cuya sombra se agita entre las líneas de Romeo y Julieta, donde Mary Fitton sería, según Harris, el punto de partida de Rosalind, la novia de Romeo anterior a la aparición de Julieta.

Pero otras interpretaciones resuelven el misterio de la dedicatoria a "W. H." como la cifra inversa de las iniciales de Henry Wriothesley, conde de Southampton, presunto amante y colaborador literario de Shakespeare.

Ninguna de las identificaciones satisfizo a Oscar Wilde, para quien "el amor que no osa pronunciar su nombre" sería la pasión de Shakespeare por otro "W. H.", esta vez un actor llamado William Hughes. De un modo u otro, las vicisitudes sentimentales de Shakespeare no dejarían de ser la maraña derivada de una serpenteante sexualidad con tantos polos como dictara el objeto de pasión. Una homosexualidad, heterosexualidad o bisexualidad tan discreta, celosa de sí misma y consciente de sus especulares argucias como comprensiva hacia las trampas, regates y emboscadas de los demás encartados y encartadas.

Porque Mary Fitton no fue la única. A ella se añaden tres damas, por lo menos, con desigual consistencia.

Elizabeth Vernon es la de paso más tenue, una aficionada a la vida entre bambalinas, actores, poetas y demás gente estrafalaria y moderna, y de la que se supone que fue amante de algunos de los muchos que se mencionan -Francis Bacon, entre ellos- al establecer la lista, más o menos probable, de quienes mojaban la pluma en el mismo tintero que Shakespeare al recorrer una extensa galería de amantes compartidos o en disputa. En cualquier caso, Elizabeth Vernon sería el cuarto vértice del cuadrado amoroso definido por Gerald Massey entre Pembroke, Southampton, la propia Elizabeth y Lady Penelope Rich, con quienes Shakespeare jugaría el papel de amante ocasional y travieso, algo perfectamente plegado al carácter de Lady Rich.

SONETO DELICADO

Penelope Rich es la Stella del soneto Astrofel y Stella, escrito en su honor por su devoto poeta, Philip Sidney, autor de la Arcadia de donde Shakespeare habría tomado el conflicto paterno-filial que despliega en El rey Lear. Una genuina estrella errante, hermana de Robert Devereux, conde de Essex, casada con Lord Robert Rich y abiertamente liada hasta las cejas con Lord Mountjoy, con quien tuvo varios hijos antes de verse abandonada por su marido legal al ser ejecutado su hermano, Essex, cuya historia con la reina Isabel I ya no cabe en este espacio y casi en ninguno.

Hay, finalmente, una última mujer cuya historia de amor con Shakespeare ya no transcurre entre lupanares, teatros y tabernas de Londres, sino a medio camino entre Londres y la casa del poeta en Stratford-on-Avon. Es la dueña de una hostería de Oxford en la que Shakespeare pasaba unas noches antes de afrontar la visita a su legítima mujer y sus hijos. John Aubrey asegura el amor de Shakespeare por la mesonera, con la que habría tenido un hijo, el poeta William Davenant quien, a su vez, hizo todo lo posible para que sus colegas se creyeran la historia.

Lo nutrido de la lista asegura su verosimilitud, pese a no proporcionar certidumbre alguna. Ésta, la certidumbre, si hay lugar para ella, puede encontrarse, más bien, entre lo único que Oscar Wilde daba por seguro: "¿Qué nos dicen de Shakespeare sus sonetos? Sólo que fue el esclavo de la belleza".

En cuanto al propio William Shakespeare, que del amor dejó dicho cuanto sabemos de tan extraño fenómeno, únicamente se puede asegurar lo que afirmó en su obra Twelfth Night: "El amor solicitado es bueno, pero el que se da sin que medie solicitud, es mejor". Quien sepa en qué lugar de la frase se colocaba el poeta, tendrá en su mano todos los naipes para entender su jugada. Sólo le faltarán los comodines.


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