Pequeños Placeres
Pequeños Placeres
Pequeños Placeres


SE TRATABA AQUÍ DE HABLAR de placeres, claro. Y ahora que empiezo mi artículo, caigo en la cuenta de que este placer sobre el que voy a hablar está a punto de convertirse en una preocupación. Porque eso es lo que me ocurre todos los veranos: abandono mis plantas con la incertidumbre de su futuro.

¿Qué será de ellas todas esas semanas que tendrán que vivir sin mí? ¿Cuántas de mis hortensias, hibiscos, lilas, drácenas, orquídeas, peonías, rosales, jazmines, ponsetias, bromelias, retamas, ficus, calas, yucas o violetas sobrevivirán a mi ausencia? (Por cierto, ¿han visto ustedes qué hermosos los nombres de las plantas?) De vez en cuando, a lo largo del tiempo de vacaciones, me asalta su imagen. Tumbada junto al mar, encaramada en lo alto de un monte o pedaleando en mi bici -otros placeres importantes de mi vida- las recuerdo de pronto, achicharrándose en el calor de Madrid y solas. Y les confieso que siento una leve molestia en la boca del estómago, cierta inquietud y hasta un algo de pena.

Claro que siempre hay alguien que se ocupa de su cuidado. Pero eso es casi como no decir nada. Con los años he descubierto que las plantas son muy sensibles a las personas que las atienden. Así que no basta con decirle a tu amiga X o al portero del edificio que vaya y riegue, éstas todos los días, aquéllas sólo cada dos... Es igual.

Siempre habrá alguna particularmente nostálgica o acaso caprichosa a quien no le caerá bien la persona en cuestión y que se empeñará en amustiarse, perder las hojas o dejarse invadir por algún hongo inexpugnable. Dada mi propia experiencia, he de confesar que me creo a pies juntillas la historia que me contó mi profesor de jardinería, la del experimento del asesino. Pues verán: un hombre entró un día en una habitación donde dos plantas habían crecido y vivido juntas, aisladas del resto del mundo. El hombre asesinó a una de ellas. La otra fue conectada luego a un sistema de sensores y sometida a una serie de visitas de personas diversas. Cuando el asesino reapareció en el lugar del crimen, la planta se puso como loca y sus sensores se dispararon...

Está claro que, aunque parezca cosa de chiflados, yo considero a las plantas verdaderos seres vivos, entes sensibles que, simplemente, pertenecen a una esfera distinta de la mía y con los que sin embargo puedo llegar a entenderme maravillosamente bien. A medida que pasa el tiempo, llegamos incluso a establecer verdaderas relaciones de afecto. Algunas me enternecen porque me recuerdan a la persona querida que me las regaló, o ciertos momentos pasados de mi vida (por ejemplo, la drácena que me traje del Brasil hace 18 años y que ha sido mi inseparable compañera a través de ciudades, casas, amores y trabajos diferentes). Las hay que me hacen sentirme orgullosa por la dificultad de su cuidado, como esas orquídeas a las que, año tras año, logro hacer florecer dentro de casa. Otras me gustan por su fragilidad, o por el color de sus flores, o por el tacto de sus hojas, o por su raro dibujo en el aire, o por su generosidad exuberante. Todas me conmueven por su silencio, ese don misterioso que adoro en ellas. Y por su extraordinaria belleza, y porque son un trocito de verde -el que llevo incrustado en la memoria de mis genes campesinos y asturianos- en medio de la grisura del asfalto. Y también porque veo en ellas la vida, la vida que empuja fértil y poderosa, a menudo incluso contra todo pronóstico. Claro que también está la muerte, pero ésa no es más que la otra parte de la historia. Y, en cualquier caso, siempre existe el placer, el que me procuran sus cuidados y su compañía. Y de ése bien que disfruto.

Ángeles Caso, periodista y escritora, es autora de "El resto de la vida"



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