Pequeños Placeres
Pequeños Placeres
Pequeños Placeres


A MEDIDA QUE UNO ENVEJECE, los placeres tienden a estabilizarse: no son ni grandes ni pequeños ni medianos. Son simplemente placeres de tamaño normal, lo que ya es más aceptable aunque sólo sea a efectos estadísticos. Pero también ocurre que las intensidades placenteras se empiezan a estancar en un nivel que ronda la "aurea mediocritas" horaciana, cosa que tampoco tiene por qué suponer ninguna avería sensitiva. Parece evidente que con la edad, uno se va volviendo más escéptico, más desganado, incluso puede llegar a adquirir cierta inclinación a la abulia, y ese sí es un síntoma preocupante. Por lo demás, las relaciones con el placer suelen ser en estos casos bastante fluidas. Las deficiencias de la pasión quedan compensadas con los sobrantes del conocimiento.

Es posible, sin embargo, que cuando se ha llegado a esa situación, la memoria actúe como un baremo implacable, provocando comparaciones más bien desmoralizadoras. Quien uno fue increpa a veces sin ningún miramiento al que ha llegado a ser. No es una experiencia grata, aunque existen medicaciones que neutralizan adecuadamente esos baches; entre otras, la muy acreditada de infundirse valor por medio de algún prudente veneno. No es raro que se obtengan muy llamativas remuneraciones después de esas audacias -digamos- domésticas.

Mis placeres particulares comparten rasgos muy generales. No soy nada excéntrico en eso, salvo operaciones de mayor cuantía. A veces, incluso propendo a vincular el placer con alguna variante extrema de la comodidad. Pondré un ejemplo. Yo he sido siempre un fiel devoto de la navegación a vela. He brujuleado por mares diversos en diferentes barcos, pero hace ya tiempo dispuse de mi propia embarcación, un modesto velero encabinado, con vela de cuchillo y orza abatible. Navegar por la mar de Cádiz y zonas aledañas era para mí, sin ninguna reserva, un placer inmejorable. Solía embarcar con algún amigo o alguno de mis hijos, no sólo en razón de la compañía sino porque yo solo tampoco podía atender por junto a la caña del timón y las escotas de las velas. Disfrutaba de veras con todo eso, hasta que un día, no hace mucho, descubrí que el deleite mayor se había reducido a navegar con el viento en la popa, es decir, mecido por esas empopadas en que el velero planea suavemente sobre las olas y no hay más que abandonarse a la somnolencia. O sea, que el placer -el recreo, la voluptuosidad- dependía de la inacción. Enseguida comprendí que había envejecido.

Debido quizá a que cada vez detesto más minuciosamente -pongo por caso- las algaradas deportivas, las basuras comestibles americanas, el gregarismo, los malos modales o los viajes, estoy ingresando en una cierta fase de refundación de mis placeres. Quiero decir que vuelvo a cultivar con dedicación acérrima algunos gustos muy comunes: la buena mesa (con su buen vino), las andanzas con amigos noctívagos, las soledades fértiles, los cuidados del jardín, la vida contemplativa. También atravieso por júbilos sigilosos cuando me doy cuenta de que estoy escribiendo lo mejor que sé o cuando en noches como ésta me llegan desde Doñana lo que podrían llamarse los antaños gozosos de mi biografía. Así al menos, a través de esas tácticas placenteras, trato también de ir sorteando las periódicas batidas del Dios de los ejércitos.

José Manuel Caballero Bonald es escritor. Su último libro publicado es "Copias del natural" (Alfaguara).



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