De vuelta a China

Por Carlos Fresneda

En el camino de regreso a casa, acariciado por las autoridades chinas desde hace veinte años, Hong Kong puede quedarse sin sus últimas adquisiciones, las libertades democráticas de las que disfruta desde hace un exiguo lustro. Es el único miedo. Lo demás seguirá igual, al menos hasta que todos dejen de mirar hacia ese rincón de Asia y se olviden las promesas chinas.

No retumbarán los fuegos artificiales hasta el mismísimo instante en que el yate real británico, con el gobernador Patten a bordo, se hunda en el horizonte.

Al menos ésa es la primera promesa que han hecho oficialmente los chinos: esperar a que los gweilos (diablos extranjeros) desaparezcan del mapa para iniciar la fiesta. Si no cumplen su palabra, muchos lo interpretarán como un mal agüero, el peor de los presagios de lo que pueda pasar en Hong Kong a partir del 1 de julio.

Más que suspense o miedo, lo que se respira a pie de calle es ansiedad, una ansiedad galopante que seguramente se prolongará mucho más allá de la hora H, porque si los chinos tienen alguna sorpresa preparada se la guardarán en la manga, para cuando el mundo entero se haya dejado de preocupar por el destino incierto de esta espina clavada durante siglo y medio en la espalda del dragón.

Aparentemente, poco o nada cambiará esa misma noche, al fragor de los petardos, las linternas rojas y los fuegos de artificio.

La ciudad no dormirá, como acostumbra, aunque la policía estará más al acecho que nunca, no vaya a ser que Martin Lee y su Partido Democrático decidan jugársela a la grande y se lancen a la calle con pancartas alusivas a la masacre de Tiananmen o al temido recorte de las libertades.

Podrían suceder imprevistos, pero lo normal es que todo discurra según el guión concebido y escrito antes de morir por Den Xiaoping. Y es que Beijing lleva más de veinte años instalando sus torres y alfiles sobre el tablero hongkonés, allanando el terreno al virrey Tun Chee Hwa y a su Consejo de Notables (elegidos a dedo desde el otro lado de la frontera).

Los comunistas han comprado -o se han vendido a- la sociedad del Rolls Royce, que seguirá paseando su opulencia y rigiendo los destinos económicos de la ciudad a golpe de dólar.

La emergente clase media no parece interesada más que en acumular. Y el sufrido trabajador cantonés seguirá, mientras le dejen, practicando con devoción religiosa su diario ritual de doce, trece o catorce horas entre toldos y salazones.

No, el futuro económico del Hong Kong chino no será muy distinto al del Hong Kong británico: intentar ponerle cadenas al mercado más libre de la Tierra sería como tratar de aplicar un bozal a un perro rabioso.

La temida fuga de inversores extranjeros se quedó en vapor de agua. La ciudad es un enjambre de andamios de bambú: rascacielos en construcción y obras de infraestructura de tres billones de pesetas, incluido un nuevo y sofisticadísimo aeropuerto. La Bolsa sube que sube, hasta cuotas insospechadas. El crecimiento anual vuelve a estar por encima del 7%. El mercado inmobiliario, por las nubes: recién comprado el piso más caro del mundo, 10.000 millones de pesetas...

¿Quién da más?

A medida que pasan los días, parece más a mano que nunca la utopía de Deng: "Un país, dos sistemas".

Pero el gran error sería juzgar únicamente el éxito de Hong Kong por el rasero pecuniario y macroeconómico. Aparte de la libertad de comprar y vender, sus habitantes llevaban cinco años saboreando otro tipo de libertades, tan accesorias como fundamentales. Muchas de ellas, si no todas, quedarán aparcadas hasta nueva orden bajo el mandato de Beijing y ante el silencio cómplice del amigo americano y sus aliados, más preocupados por hacer negocio redondo en China que por defender la incipiente y frágil democracia hongkonesa.

Ya lo ha advertido el virrey Tung Chee Hwa: "No quiero ver un Hong Kong permisivo hasta el punto de que esté en riesgo el orden social". Dicho lo cual, sin decirlo, queda reprimida la libertad de manifestación, proscrita la libertad de asociación, restringida la libertad de expresión...

Dice Tung Chee Hwa que su plan de choque no es autoritario, que los hongkoneses, bajo su mandato, no serán menos libres que los americanos. Pero de momento se atiene a la Ley Básica y se reserva el derecho a convocar elecciones, tal vez la próxima primavera: "Mis amigos occidentales nos siguen mirando con cierto escepticismo. Todo lo que puedo decirles es: `Venid a vernos dentro de un año'".

"China acabará imponiendo en Hong Kong la represión y la corrupción, por este orden", proclama Martin Lee, el líder del Partido Democrático, en libertad vigilada a partir del 1 de julio: "Me sentaré a esperar, a ver qué pasa, aunque no creo que vengan a detenerme esa misma noche. Tal vez más tarde, no lo excluyo".

"Todo el mundo en China es corrupto", sigue diciendo Lee mientras le dejan. "No creen en Dios, ya han dejado de creer en el comunismo, y ahora sólo creen en el dinero. Los ministros son corruptos, los funcionarios son corruptos, hasta los bedeles son corruptos... Ése es el sistema que intentarán imponer en Hong Kong".

Las mafias chinas ya han abierto sucursal en el puerto más bullicioso del mundo. La inmigración ilegal está volviendo a crear bolsas de pobreza erradicadas hace más de una década. Los planes de vivienda social creados por los británicos pueden quedar en barbecho. Y encima, el nuevo Gobierno de Hong Kong predice un aumento de la población de seis a ocho millones de aquí a veinte años. ¿Lo celebrarán también con fuegos artificiales?



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