Hong Kong, del opio al dolar

 Hong Kong, del opio al dolar


Poco podía imaginar aquel anónimo monje del Monasterio de San Millán de la Cogolla lo famoso que se iba a hacer su trabajo 1.033 años más tarde. Debía de ser principiante o poco aplicado porque sembró el volumen que copiaba de incorrecciones, palabras escritas en romance hispánico intercaladas en el latín del original. Esas palabras deslizadas en el que se conoce como Códice 46 han servido a dos investigadores para poner una fecha precisa, tras dos años de trabajo, a los primeros términos escritos en castellano: año 964 después de Cristo.

En los montes de antaño, cuando saltaba una liebre siempre el imperio británico se quedaba con una tajada. Huesuda o jugosa, inútil o aprovechable, cocinada o podrida... Raro ha sido el rincón del mundo que no dejó un jirón del pellejo entre las garras de piratas, lanceros, exploradores enmascarados, marinos regulares, diplomáticos conquistadores, misioneros anglicanos o avanzados cualesquiera al servicio de su majestad, cualquiera majestad que fuese... Cuando hace un par de años un grupito de periodistas españoles quisimos hacer una malévola comparanza entre Gibraltar y Hong Kong al que era ministro de Economía de esta colonia, sir Hamish MacLeod, el estirado caballero respondió con una sonrisa de disgustada indiferencia y dejó viajar los ojos por las paredes de su austera sala de visitas. El hombre estaba resignado, por mandato superior, a enfundar su espada en ese grano que cuelga de la inmensa panza china (pero a mantenerla bien en alto, desde luego, y mientras pudiera, en el rabillo rocoso andaluz).

Hace siglo y medio, Hong Kong era apenas una hebra correosa de la gran liebre china. Hay ahora en la hinchada ciudad un hermoso museo que recoge reliquias de cinco mil años de historia del lugar y hasta han aparecido por allí pinturas rupestres, pero la isla no valía un comino: pescadores muy pobres que vivían en balsas, campesinos habituados a la miseria y un puerto donde a veces recalaban barcos a aprovisionarse de agua... Pues conviene advertir que lo que hoy se llama Hong Kong es propiamente una isla, y bastante pequeña, apenas la décima parte de los terrenos que a partir del primero de julio próximo volverán a la soberanía china. Quince por once kilómetros de lado a lado: 76 kilómetros cuadrados en total. Colonos cantoneses, los Cinco Grandes Clanes, se habían establecido allí y en la costa continental mil años antes que los británicos.

En su puerto, apenas visible hoy con tanto tráfago naval y a la sombra de los rascacielos, se acogieron los barcos británicos y los comerciantes de opio que habían sido expulsados poco antes de Cantón. Aunque querían otras islas junto al Río de las Perlas, se dieron pronto cuenta de que la situación y el gran calado de aquel Puerto Perfumado (así llamado no por las humaredas de opio, sino por la enredadera llamada bauhinia) les venía muy bien a sus negocios. Un día de 1839, el 10 de marzo, el funcionario imperial Lin Zexu exigió a los extranjeros que le entregasen todo el opio que poseían: 20.000 cajas. Las arroja al mar por las buenas y a continuación autoriza de nuevo aquel infame comercio que desde el siglo XVIII hacía millonaria a la Compañía de las Indias Orientales, es decir, a la Corona británica, y arruinaba la mente de los chinos. Cultivaban las amapolas en la India y, desde Cantón sobre todo, las distribuían por toda la China adormecida y cerrada a cambio de seda, especias, plata, jade y otras joyas. En Inglaterra sentaron muy mal aquella ofensa de Zexu y las leyes del emperador Dao Guang para frenar el terrorífico comercio; los barcos de su majestad, enviados a Hong Kong en acción de represalia, destrozaron a la endeble armada china en noviembre de aquel año. Luego bombardearon Cantón, ocuparon Shanghai y llegaron hasta Nankín. La Historia resume todo esto como la Guerra del Opio.

Una primera Convención en Chuen-pi (1841) obliga a una China frágil a entregar la isla semidesierta al imperio británico. El posterior Tratado de Nankín (agosto de 1842) le cede la isla de Hong Kong a perpetuidad, además de privilegios comerciales, una fuerte indemnización y la apertura al comercio de cinco puertos. Es la primera derrota internacional china y la obligada apertura a Occidente de aquel mundo hasta entonces hermético.

Pero Hong Kong, en cuyo interior los nuevos propietarios ponen en cuarentena a los leprosos, es demasiado pobre y pequeña para su expansión comercial en Asia. En 1860, un nuevo tratado otorga a los británicos la península de Kowloon, a tiro de piedra frente a la isla. Como todo en China, también el nombre significa algo y tiene su historia. Cuentan que 700 años antes había llegado allí el emperador niño Ping huyendo de los mongoles. Vio ocho colinas y aseguró que eran ocho dragones. Su primer ministro, un cobista, dijo que el chiquillo era otro dragón más. Kow Lung significa, pues, Nueve Dragones. La frontera estaba en la actual Boundary Street, al extremo de la gran calle comercial de Nathan.

En fin, en 1898 un nuevo tratado en Beijing permite a los colonizadores alquilar por 99 años los que se llaman Nuevos Territorios o, simplemente, NT's: tierras del interior, otra península y un total de 235 islas, pequeñas casi todas, pero alguna (como Lantau) más grande que la propia Hong Kong. Hasta no hace mucho, la patética alambrada comunista era un objetivo turístico y tumba de muchos fugitivos al fondo de los apacibles huertecillos de esa añadidura. Jamás pagaron los ingleses el alquiler, pero, en todo caso, la colonia siempre se apellidó así. Más aún, hacia los años setenta perdió el ignominioso nombre y fue apodada, ya con corrección política, British Administered Territory. Sólo durante la ocupación japonesa de 1941 se mantuvo en suspenso esa posesiva y provechosa administración.

En sus actuales mil kilómetros cuadrados, la mitad aproximadamente que la provincia de Guipúzcoa, se apiñan casi seis millones de seres. Sólo dos de cada cien son ya ingleses naturales o de origen. Y se baten casi todos los récords. Hay mil familias que poseen más de treinta mil millones de pesetas. Por cada 4,65 metros de calle, un coche; y un aparcamiento cubierto grande como siete campos de fútbol. Tiene la mayor densidad de población del mundo (hasta un cuarto de millón por kilómetro cuadrado; los pisos son carísimos y mucha gente tiene su habitación en minúsculas terrazas... y añádanse siete millones de visitantes al año); récord de número de Rolls-Royces y Ferraris; el mayor cartel publicitario, de Marlboro, con diez kilómetros de tubos de neón; los cien primeros bancos del mundo con despacho instalado; el mayor consumo de coñac por habitante, el edificio más alto de Asia (108 pisos), docenas de altísimos rascacielos como cañas cimbreantes, grandes prostíbulos para japoneses... Las estadísticas asombran y marean, desde luego.

Si el agua y gran parte de los alimentos llegan hoy de China, la producción es frenética: textiles, relojes (falsificados casi todos), joyas, juguetes, electrónica. Y la pura y simple producción de dinero, que parece clonarse a sí mismo. Producción tan frenética como el gasto. Miles de tiendas de toda condición por todas partes; los más honrados han tenido que asociarse y colocar un emblema en sus escaparates para separarse de los timadores... Los locales de juerga y pecado son numerosísimos, espantosamente cutres y fastuosos; y no sólo en el barrio de Wanchai, reino de marineros después de la Segunda Guerra Mundial y escenario de la famosa Suzie Wong del escritor Richard Mason. En fin, si sobra un dólar hongkonés, a hora escasa de barco están los erizados casinos de Macao...

Desde finales de la Segunda Guerra Mundial la población se ha multiplicado por diez, sobre todo durante la guerra civil china y el ascenso de Mao al poder. Emigrados y fugitivos, como siempre: "Desde tiempos muy antiguos -escribía Alain Peyrefitte- la población demasiado densa de las aldeas de los Tres Ríos (los que forman el Río de las Perlas) habían tomado la costumbre de extenderse por la península de Kowloon o alrededor de ella en sampanes. Se exportaban hijos como una especie de seguro, incluidas las jóvenes hijas-esclavas, que continuaban enviando dinero a su casa cuando eran abuelas". E incluyendo más recientemente a los vietnamitas errabundos por el mar. (Hay todavía, una docena de años después, unos cincuenta mil en oscuros campos de refugiados).

Edificios tan altos y jardines tan pequeños, envueltos en el húmedo calor y castigados por lluvias terribles; enjambres humanos, laberinto de pasadizos, pesadilla de neones, Nueva York asiático... Cuando ya se veía inevitable el nuevo rumbo hacia el lema chino de "Un país, dos sistemas", un ejecutivo de diecinueve años (los viejos viven escondidos), colgado de dos teléfonos y vestido de Armani, respondía a la gran pregunta sobre el futuro de su patria: "No problem. Ha valido la pena ser tan ricos".


El año de China. Los reportajes publicados esta semanaconstituyen la tercera entrega de la serie dedicada a China por La Revista. El primero, sobre Hong Kong, fue publicado en el nº 65 (11 de enero) y el segundo, tras la muerte de Deng Xiaoping, en el nº 73 (9 de marzo). Soldados británicos de la guarnición hongkonesa, frente a su tienda. Abajo, una calle de la ciudad en torno a 1900.



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