El Bajo Ampurdán

El Bajo Ampurdán

Recorrer un territorio andando es como observarlo al microscopio: plantas, individuos, esencias y paisaje palmo a palmo. Un viaje minimalista a flor de piel -con el cuerpo al viento, vehículo sin carrocería- del que se recuerdan puntos muy concretos siempre ligados a sensaciones.

El café caliente al borde del acantilado y el sol sobre las islas Formigues, un archipiélago minúsculo sobre el Mediterráneo. Desde esa punta de Calella, se ve también el puerto pesquero que parece un sitio de antes: el frente de casas de colores, alguna de los años 20, y en la arena las barcas varadas en revoltillo con los turistas.

El camino va costeando bajo los pinos, suavizado artificialmente con escalones y miradores románticos. Así, en cuatro zancadas se llega a Llafranc. El escritor Tom Sharpe se dirige a su casa ensimismado, con andares de noctámbulo. Acostumbrado a la belleza del lugar no mira al mar con sus yates tan blancos y nadie le mira a él que ya forma parte del paisaje.

A pesar del asfalto, la subida al faro de San Sebastián deja sin resuello a los fumadores. De allí parte la senda, una raya apenas, y el deambular más autónomo en otras soledades. El bosque y el mar enteros, sin rotos ni construcciones: en plena Costa Brava no hay caminos ni cultivos ni casas ni diques. La vereda entra y sale al mar, que remansa en los entrantes que él mismo ha horadado. Se baja como las cabras por los escarpes y se flota como Popea en el azul. Nadie inventará nunca un jacuzzi semejante.

La costa no siempre es transitable y hay que adentrarse. Huele a romero y se escucha un hilo de agua que escurre por la riera. Gracias a ese riego y a la lluvia de aluvión que caracteriza al Mediterráneo, el barranco está invadido por una maraña de higueras silvestres, pino, acebo y laurel. Enredaderas como cascadas penden de los árboles y tapizan el suelo como una plaga de la que sólo se salvan las pitas y las chumberas, que paren sus higos rojos hasta en el desierto. El torrente vegetal desemboca en Cala Pedrosa, una playa de chinos gordos y grises que la espuma lame. En el centro del día -mitad encendida y mitad en sombra- parece una plaza de toros, ruedo vacío para tres solitarios: el chiringuito cerrado, una sola gaviota y un velero que cruza bogando.

El acantilado, antes cortado a pico, ahora se allana en grandes plataformas que se adentran en el mar. Desde allí se ve Tamariu como el refugio de pescadores que fue. Una ilusión óptica: el trayecto descubre villas maravillosas, escondidas entre los pinos, con todo el mar para sí; y en su playa mínima siempre hay turistas que le dan a la paella con fruición. Por bosques y prados el camino lleva hasta Fornells. Entre los chalés desperdigados, una masía con ermita románica y la única casa de pescadores que queda, en la orilla, son el último testimonio de la vida antigua. Desde el espigón, la puesta de sol es de un bicolor increíble: sobre el mar, las nubes carmín y el agua cárdena, como una salsa de vino; sobre el verde del monte, el último estertor de luz prende todo el cielo de un amarillo apabullante. Lo que andando fueron cinco horas, en coche apenas se tarda treinta minutos y volvemos al punto de partida, un paseo de ida y vuelta, sólo para vivir cómo se mantiene una tradición. En Calella, ron cremat y habaneras cantadas en catalán, en un local famoso donde va todo el mundo. La Raquel, antigua dueña y personaje muy popular, no se pierde una cantada rodeada de muchas caras conocidas de la vida política y social.

Con un amanecer espléndido que promete calor, reiniciamos la marcha cubiertos con lo mínimo. Si la suerte deparó un atardecer de color asombroso, el paisaje de Platja Fonda le corre parejo y además siempre está igual. Al borde del mar azul: el agua verde esmeralda de una piscina natural excavada en la roca raya lo inverosímil. Y en la playa volcánica: las olas dejan un blanco puro sobre el lapilli negro como el carbón.

La ascensión hasta Begur es empinada y hay que hacerla más despacio y en zigzag. A medida que avanza el día y, a pesar del esfuerzo, se empieza a sentir frío y un olor a tierra mojada muy sospechosos. Desde la cima se divisa todo el llano y un cielo negro con cortinas de agua en el horizonte que amaga con avanzar. En el centro, el primer objetivo: el pueblo medieval de Pals, conjunto monumental amurallado con su magnífica torre románica que actúa como señal. Pero entremedias hay que atravesar varios kilómetros de pinar espeso y dunas, traídas de la playa por la tramontana.

El hambre acucia pero las nubes más y cruzamos el pueblo como una exhalación. Desde que lo dejamos, se ve nítida a la distancia la masía del siglo XVIII convertida en hotel de lujo, sola en el campo, llamando. Relampaguea. Baño, calor, comida dice el cerebro al aparato locomotor. Abandonamos el camino y enfilamos en línea recta, campo a través por las trochas. Alcanzamos el elegante Mas a la carrera, con una pinta de lo más fuera de lugar. Sudorosos, en pantalón corto y camiseta con un frío que pela, como Tintines que al fin encuentran el palacio del rajá.

Los perros aúllan presagiando la tormenta como en una novela gótica. No acabamos de tomar posesión de nuestras habitaciones cuando, entre truenos y centellas, cae una manta de agua como no hay en los escritos. Detrás de los cristales llueve y llueve lavándolo todo: los campos tan ordenados vallados de cipreses, el impresionante yacimiento ibérico de Ullastret y los muchos conjuntos medievales que pueblan el Ampurdán. Y dentro, cava brut e higos negros como preludio de un festín de vida muelle.


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