La llegada al poder de los talibn acab con la guerra civil, pero instaur en el pas un rgimen islmico fundamentalista que ha sembrado el terror entre la poblacin que no confiesa con ellos.
 
 
Afganistán ha sufrido durante su historia multitud de invasiones y guerras. Los últimos 23 años de lucha han dejado 50.000 muertos.
 
 
Desde 1993, el año en que terminó el conflicto, el país ofrece el mismo aspecto de destrucción y desolación.
 
 
Cualquier ciudadano que incumpla alguna de las estrictas normas decretadas por los talibán es susceptible de recibir un castigo severo.
 
 
Muchas afganas mueren porque las médicas no pueden ejercer y los hombres sólo pueden atender a mujeres de su propia familia.


Crisis mundial

LA PAZ DEL TERROR

La periodista Anna Tortajada ha recorrido Afganistán oculta tras un burka, la prisión de tela que las mujeres deben llevar. Su testimonio, que ha plasmado en el libro “El grito silenciado”, es sobrecogedor. En el reino de los talibán se vive como en la Edad Media. Es la zona más conflictiva del planeta. fotografías de John Reardon

Hace apenas un año yo estaba en Peshawar, una ciudad paquistaní situada muy cerca de la frontera con Afganistán. Un lugar en el que la mitad de la población está formada por refugiados afganos. Hombres y mujeres que se han visto obligados a abandonar su país en oleadas sucesivas a lo largo de los últimos 23 años. Hace apenas doce meses, yo estaba en Kabul, la destruida capital de Afganistán, el país que las grandes potencias de todos los tiempos han querido conquistar, anexionarse o destruir.

Fui allí después de conocer, en marzo de 2000, a una refugiada que estuvo en España, y que me contó la situación extrema en que vivían sus compatriotas en su propio territorio y en los campos de refugiados de Pakistán. Me impresionó la sobriedad con la que esa mujer hablaba de las imposiciones de los talibanes y de la represión brutal a la que sometían a la población civil: de las condiciones infrahumanas en las que sobrevivían los refugiados. Le propuse escribir un libro sobre ello, que contara la versión afgana de los hechos.

Me fui con otras dos mujeres que también querían conocer de cerca esa realidad silenciada. Teníamos como objetivo común poder denunciar, con conocimiento de causa, lo que el pueblo está sufriendo desde hace años, ante el silencio impasible del mundo entero y con la connivencia y la participación directa o indirecta de nuestros gobiernos. Fuimos a título personal, sin representar a nadie, sólo a nosotras mismas. Tres ciudadanas corrientes. Convivimos con los refugiados y conseguimos entrar en territorio afgano con visado de turista extendido por el consulado talibán en Pakistán. Este país ha reconocido al régimen talibán como el Gobierno legítimo y, por tanto, tiene allí embajada y consulado.

Ya en Afganistán, escondidas bajo un burka, esa prenda que las mujeres se ven obligadas a vestir para salir a la calle y que las cubre de la cabeza a los pies, vimos cómo viven esos hombres y mujeres. Los talibán ejercen un régimen de terror sobre la población civil. Tras su aparición en 1994, ocuparon las grandes ciudades en un rápido avance. Las tropas de las otras facciones fundamentalistas que luchaban entre sí por el poder en una guerra civil en la que la violación de los derechos humanos de la población era constante, se retiraron o se unieron a ellos. Los ciudadanos creyeron, en un primer momento, que con el nuevo régimen llegaría la paz, pero trajeron la paz talibán, la paz del terror.

Sometidos al poder. No hubo más combates en la mayoría de las zonas sometidas, pero sí una represión feroz. Después de desarmar a los ciudadanos, impusieron sus decretos. A través de sistemas de megafonía y de su emisora, Radio La Voz de la Sharia, la única que se puede escuchar desde la llegada al poder del régimen talibán, se dieron instrucciones a la población civil: tenían 15 días para bajar a la calle los aparatos de televisión y de vídeo para que fueran destruidos; quedaba prohibido escuchar música, celebrar fiestas, leer libros que hubieran sido censurados, hacer fotografías o dejarse fotografiar; jugar a las cartas o al ajedrez, jugar con muñecas o hacer volar cometas.

Se impuso a las mujeres la obligación de llevar burka y de ir acompañadas por un miembro varón de su familia para salir a la calle. Tuvieron que abandonar sus puestos de trabajo y se les prohibió ejercer cualquier tipo de profesión o actividad laboral. Las escuelas para niñas se cerraron y se les negó el derecho a asistir a la universidad o recibir cualquier otro tipo de formación. Serían castigadas si se reían o hacían ruido al andar, si usaban cosméticos o se vestían con colores alegres. Se prohibió cualquier tipo de relación entre hombres y mujeres que no pertenecieran al mismo grupo familiar.

Sinrazón. Una de las consecuencias de esta imposición ha sido funesta para la población femenina, ya que automáticamente se le negaba el acceso a la atención médica. Ningún hombre médico podía atender a una enferma que no fuera su madre, su hermana, su hija o su esposa. Y a las médicas se les había prohibido ejercer. Muchas afganas están muriendo por complicaciones en el parto o por enfermedades no necesariamente mortales.

La población masculina también veía restringidos sus derechos. Se prohibió el uso de ropa occidental y se impuso el uso de la vestimenta tradicional, cubrirse la cabeza y dejarse crecer la barba. Cualquier patrulla de las que recorre las ciudades en imponentes Toyotas todoterreno puede parar a un hombre en la calle, medirle la barba y darle una paliza si no cumple los requisitos impuestos. Deben acudir a la mezquita cinco veces al día, donde se controla su asistencia y se penaliza su ausencia. Las escuelas para niños no se cerraron por decreto, pero dado que la mayoría del profesorado eran mujeres que ya no podían trabajar, también se clausuraron. Las que permanecen abiertas se han ido reconvirtiendo en escuelas coránicas, eliminando del programa el resto de asignaturas. Los padres preferirían que sus hijos no asistieran a esas escuelas, porque son muy conscientes de que allí sólo se les va a inculcar la doctrina oficial del régimen. Pero incluso en esto, la población civil está atada de pies y manos. Es rehén de los talibán.

Nunca ha sido un país rico, pero ahora está completamente arrasado tras 23 años de guerra. La agricultura, que les permitía autoabastecerse, se ha perdido. Muchos de sus campos están minados, otros se han reconvertido al cultivo del opio que financia a los talibán. Y la sequía que azota al país desde hace tres años ha hecho el resto. La incipiente industria ha desaparecido. Las escasas fábricas de las afueras de Kabul están bombardeadas y en ruinas. Las infraestructuras también han desaparecido. Las carreteras han sido bombardeadas. Las centrales eléctricas están averiadas y abandonadas. Ni siquiera existe el servicio de correos. Los edificios, museos, monumentos y cines muestran el grado de destrucción en que se encuentra sumido todo Afganistán.

Los talibán, que pretenden ser el nuevo Gobierno, no han reconstruido ni una acera, ni siquiera han retirado la chatarra bélica de carreteras y plazas, desechos de batallas que se libraron hace más de siete años. No gobiernan el país, se limitan a ocuparlo por medio de la violencia. No tienen ningún programa de gobierno, ningún proyecto de futuro. Son una facción violenta, formada en su mayor parte por hombres muy jóvenes y analfabetos cuyo único trabajo es patrullar, sembrar el terror y la destrucción y combatir en el frente que mantienen contra las tropas de la Alianza del Norte lideraba por Masud, asesinado pocos días antes de que se perpetraran los atentados en suelo estadounidense. La Alianza del Norte aglutina lo que queda de las otras facciones fundamentalistas que contribuyeron a la destrucción del país, luchando entre sí, y masacrando a la población civil.

En este territorio, desde hace años, reina el terror, el hambre y la desolación. La población sobrevive gracias a la esperanza de un futuro mejor. Es cierto que el número de suicidios, sobre todo entre la población femenina, es enorme. Pero también es cierto que hay mujeres y hombres que ante esta situación siguen trabajando por el futuro. Conocí a mucha de esa gente. Mujeres que, con el apoyo incondicional de los hombres, organizan escuelas clandestinas para niñas en sus propias casas. Mujeres analfabetas que deciden aprender a leer y a escribir y reciben formación en cursos de alfabetización y salud básica que les imparten antiguas maestras. Mujeres que trabajaban en el ámbito de la sanidad, que arriesgan su vida haciendo visitas a domicilio, sin medios, sin instrumental, sin medicamentos. Mujeres que se reúnen clandestinamente el 8 de marzo para celebrar el Día de la Mujer Trabajadora. Mujeres que se citan con periodicidad para hablar del futuro, de la democracia y de sus derechos. Mujeres que nos preguntaban en qué quedó aquella hermosa campaña del 98 encabezada por Emma Bonino, cuyo lema era “Una flor para las mujeres de Kabul”. Algunas nos decían: “Nosotras estamos peor que entonces, nos llenó de esperanza saber que desde fuera alguien iba a echarnos una mano, porque nosotras, aquí, no podemos hacer más de lo que estamos haciendo”.

Posibles soluciones. Yo he conocido a esas mujeres y a esos hombres. He estado en sus casas. He tenido largas tertulias con todos ellos. La población hace años que reclama la atención de la comunidad internacional, exigiendo que acaben las injerencias extranjeras; que se desarme a las dos facciones fundamentalistas en guerra, tanto a los talibanes como a la Alianza del Norte, haciendo hincapié en que ninguna de ellas está legitimada para hacerse con el Gobierno del país; y que se convoque la Gran Asamblea, la Loya Jirga, la tradicional institución afgana, formada por representantes de todos los grupos de población y cuya función es tomar decisiones consensuadas en cuestiones que afectan a toda la nación. Sólo la Loya Jirga puede decidir cuál será el futuro Gobierno de un Afganistán que recupere su Estado de Derecho, su Constitución laica y democrática que, aprobada en 1964, ya contemplaba la igualdad de derechos de hombres y mujeres.

Pero no se ha hecho nada. En cambio, se ha dado apoyo, desde diversos países democráticos de la comunidad internacional, a las facciones fundamentalistas que masacraban a la población. No se han tenido en cuenta los derechos humanos de los ciudadanos ni tampoco se han respetado ni priorizado desde nuestros gobiernos democráticos, que ahora dan su apoyo a la venganza de los Estados Unidos, disfrazada de lucha antiterrorista. Hay que juzgar y hacer cumplir la pena que le corresponda al responsable de los atentados. Hay que desmantelar las redes terroristas del mundo. Todas. Pero con la ley en la mano. No se puede lanzar una operación bélica de castigo contra la población inocente de un país sometido a un régimen de terror que da protección al presunto autor de los atentados.

Anna Tortajada es autora de El grito silenciado: diario de un viaje a Afganistán (Mondadori). Su precio es 16,23 euros (2.700 pesetas).

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