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ALIMENTACIÓN | LA VACA Y EL CERDO (I)
Elogio a la carne ¿Por qué comerla se ha convertido en algo políticamente incorrecto? Primero fue el miedo a las grasas; luego, las “vacas locas”. A ello se ha sumado el atractivo de la dieta vegetal para legiones de adeptos. En España, la carne lucha por recuperar el prestigio que tuvo a partir de la dura posguerra, cuando era un lujo. Conocerla mejor a través de sus cortes más deliciosos y del testimonio de una ex vegetariana rendida a sus virtudes son parte de este homenaje.
por Llum Quiñonero. Ilustraciones de Victoria Martos La escena transcurre en un convento de monjas, a finales de los años 60. La madre Sagrario, octogenaria, agoniza rodeada de un grupo de hermanas que rezan mientras esperan que, de un momento a otro, entre el sacerdote a administrarle la Comunión. Cuando finalmente llega el cura, la madre superiora se incorpora y acercándose al oído de la moribunda le dice: “Madre, madre, mire qué le traen: lo que usted más desea”. La madre Sagrario abre los ojos y todas la oyen decir, mientras el cura sostiene la sagrada forma ante su lecho: “Sí, sí, una pechuga de pollo”. Pocas horas después, la madre Sagrario pasó a mejor vida. Probablemente su deseo de carne formaba parte de un recuerdo asociado a momentos memorables de su existencia. Con esa ilusión se fue al otro barrio. La reacción de la monja no es excepcional. Para la inmensa mayoría de españoles, que vivieron la posguerra, la carne –vacuna, ovina, caprina, de ave o de cerdo, incluso de conejo o de caza– había sido, durante décadas, poco frecuente en la dieta. Y las mujeres aún la habían comido menos que los hombres, para quienes iban destinados los mejores cortes y los más grandes, cuando los había. Pero el hambre de carne no es una experiencia exclusiva de los más pobres de las tierras de España. ¿Quién no recuerda la secuencia de La quimera del oro en la que el británico Charlot mete su bota de cuero en la cazuela, atada por un cordel, para hacerse un caldo mientras dice sonriendo y relamiéndose: “Alguna vez fue vaca”? Comer carne fue el sueño de los pobres en toda Europa hasta hace muy poco tiempo. Grande Covián, en su libro La alimentación humana, afirma: “El consumo de carne aumenta al elevarse el poder económico de la población”. Los estudios alimentarios así lo ponen de manifiesto. Lo cierto es que entre los años 60 y 90 destaca notablemente el aumento de su consumo en la mesa de los españoles. Sin embargo, a partir de los 90, su carrera ascendente por colocarse en los platos de todas las comidas echa el freno. Según datos del Ministerio de Agricultura, se mantuvo una caída prolongada hasta i995, que batió el récord de bajada. Desde el año 2000 se ha experimentado una leve alza. Cada español consume i00 kilos de productos cárnicos al año. ¿Qué prefieren los hogares nacionales? Sin duda, el pollo, pues cada comensal consume i7 kilos al año, seguido de i6 kilos de cerdo, i0 de vaca, cuatro de oveja y de cabra y tres de conejo. A esto hay que añadir los productos transformados que cada español come al año: salchichas, tocinos, morcillas... En medio de estos vaivenes en el consumo suenan las alarmas provocadas por las vacas alimentadas con piensos animales, la fiebre aftosa, los pollos con hormonas..., y las recomendaciones médicas de disminuir la ingesta de grasas saturadas para prevenir determinadas enfermedades. Con todo ello, la moda de la comida saludable se ha empezado a generalizar, siguiendo el modelo europeo y norteamericano. A lo largo de todas estas décadas, comer carne ha dejado de ser un bien elitista y ya no es signo de distinción, afirma el sociólogo Jesús Contreras, responsable del Grupo de Estudios Alimentarios de la Universidad de Barcelona. Fresca o transformada en chorizo, en hamburguesas o en jamón, está hoy al alcance de cualquiera. Con el desarrollo de la crianza industrial, las vacas, pollos, cerdos... han perdido buena parte de su prestigio. Y ahora lo chic no es deleitarse con una chuleta de ternera sangrante; lo cool es una dieta natural. Pero, ¿a qué se deben nuestros comportamientos alimentarios? Dice Jesús Contreras que “el consumo de carne está ligado a sensaciones de saciedad fuertes y largas, a causa de la dificultad de asimilar las moléculas complejas de los aminoácidos”. Por ello, según el investigador francés J.L Lambert, “las poblaciones que persiguen la saciedad la prefieren a los productos vegetales”. El asunto es complejo, porque los humanos, y en tanto que tales los españoles, somos omnívoros; o sea, que podemos comer de todo. Más aún, podemos elegir qué comemos y qué no. Pero, ¿cuál es el proceso por el que somos capaces de sacrificar a otro ser vivo, partirlo en trozos, condimentarlo y saborearlo con deleite? ¿Por qué los coreanos disfrutan comiendo perro, cuestión que nos repugna a quienes somos capaces de disfrutar de un lechoncito rosado como un bebé o paladear las delicias de unos sesos de cordero, a veces incluso sobre su misma cabeza asada? Jesús Contreras afirma que las preferencias y las aversiones alimentarias respecto a las mismas fuentes de proteínas –insectos, ranas, caracoles, perro, caballo, vaca, cerdo...– nos remiten a diferentes formas de adaptación al medio. Los tabúes alimentarios se explican por la proximidad o la lejanía de cada animal con los seres humanos. La carne, en relación con otros alimentos, tiene un estatus considerablemente particular y su consumo sólo habría sido posible pensando en ella como algo extraño a lo humano. Pero, tal vez, esa percepción de extrañeza esté también cambiando porque los datos señalan un punto de inflexión en su consumo. Según un informe de la Fundación Foodways, desde i985 a i992, en sólo siete años, el número de personas vegetarianas pasó en Estados Unidos de seis millones a 12,5 millones. Este fenómeno, que se produce también entre nosotros, aunque todavía con menos contundencia que en el mundo anglosajón, parece estar relacionado con “un cambio de sensibilidad en relación con la muerte, el sufrimiento, la violencia, los desperdicios, el contagio”, asegura Contreras. “En fin, con los animales mismos, a los que cada vez reconocemos como hermanos inferiores, capaces de sentir placer y dolor. Así, se produce una paradoja de la modernidad: en el momento en el que la ganadería industrializada cosifica a los animales, la civilización individualista los humaniza”. Y miles de personas se suman a una alimentación que busca las maneras de prescindir de la carne; en las ciudades se multiplican los comercios que venden productos para la cocina vegetariana y los restaurantes que no la sirven empiezan a tener las mesas llenas de comensales que disfrutan con una dieta vegetal. El objetivo principal: comer sano, asegurar que el cuerpo recibe una dieta saludable. Pero hay más; del lado de quienes defienden una alimentación sin carne, se sitúan corrientes políticas críticas con la crianza intensiva del ganado, con el maltrato al ganado y con un sistema agrícola que da prioridad a los cultivos destinados a los animales en detrimento de la agricultura para los humanos. Ya lo decía el naturalista y geógrafo alemán Alejandro Humboldt: “La misma extensión de tierra cultivada con hierba para apacentar ganado que será el alimento de i0 personas, si fuera cultivada con lentejas, frijoles o guisantes podría dar de comer hasta a i00 seres humanos”. O sea, que ser vegetariano, aunque de moda, no es moderno. “¡Oh mortales! No sigáis envenenando vuestro cuerpo con un alimento tan repulsivo como la carne”, exhortaba Pitágoras a quienes querían escucharle. Ya en el siglo VI a.C. la salud física, la responsabilidad ecológica y razones éticas y filosóficas respecto a los animales y la naturaleza servían de argumentos para defender una dieta vegetal. Eso, sin que estuviera el prión por en medio. También fue vegetariano Ovidio, el poeta del arts amandi; y el cordobés Séneca, Voltaire, Shopenhauer o Gandhi. De Platón a Mark Twain, de Einstein a Leonardo Da Vinci y al mismo padre de Don Quijote, hay muchos sabios de nuestra civilización que han prescindido de ella, incluidos cantantes como Ringo Starr o Peter Gabriel. En Europa, la prestigiosa Vegetarian Society del Reino Unido estima que más de 2.000 personas se suman a la dieta pitagórica cada semana. La mayoría, con estudios universitarios y que tienen ingresos altos. Los investigadores tratan de completar el puzzle de las tendencias alimentarias, de señalar las causas de los comportamientos de los consumidores, de trazar el camino que nos conducirá a una alimentación saludable también para el medio. Y el esfuerzo obtiene resultados: el consumo de carne, tras algunas leves caídas, tiende a estabilizarse. Sin embargo, perduran algunos desequilibrios. La ingesta de vacuno en España es de las más bajas en Europa, un 75% de la media comunitaria. Esto se ve compensado por el consumo de cerdo y otras carnes menos apreciadas como la de oveja y cabra, que triplica la media mundial. Por comunidades, se sitúan a la cabeza Castilla y León, Galicia, Asturias y Madrid, y en la cola Andalucía y Canarias. Cada isleño sólo ingiere 35 kilos de productos cárnicos al año. ¿Queda entonces cerrada la crisis de la carne? Más bien, “parece que sus efectos de fondo se manifestarán a medio y largo plazo, en cambios más profundos de lo que pareciera en un primer momento”, dicen los analistas Cáceres y Espeitx. La industria y la Administración están tomando posiciones. La búsqueda de mayores rendimientos y la reducción de costes más allá de lo razonable llevó a alimentar a herbívoros con piensos animales. No fue un despiste, ni la acción de uno o varios estafadores, sino la decisión de todo un sector, avalado por la ciencia y la tecnología que transgredió el orden natural de la alimentación y convirtió a herbívoros en carnívoros. ¿Hay entonces un nuevo camino? La Administración y la industria lo buscan. Ponen en marcha nuevos sistemas de control; lo llaman trazabilidad, y lo definen como el intento de garantizar el origen y cada uno de los pasos por los que atraviesa el ganado antes de llegar al matadero y a la carnicería. Los filetes con marca, con denominación de origen, están llegando a las cocinas. Se evalúan también las ventajas de una ganadería sostenible, con mayor calidad aunque de menor producción, como afirma Amado Millán, de la Universidad de Zaragoza. Es decir, cuidar con más mimo a la cabaña española: 24,2 millones de ovejas, 2i,6 de cerdos, seis de vacas y 2,6 de cabras. Pero los resultados están por llegar. Mientras, nos seguimos sentando a la mesa, confiados en tomar las decisiones correctas, comiendo lo que consideramos adecuado. Pero a estas alturas tiendo a pensar que ni Chaplin cocería una bota para deleitarse con su caldo, ni ninguna madre Sagrario soñaría con paladear una pechuga de pollo como última voluntad. |
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