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ECUADOR | EL TRIUNFO DE UNA INDÍGENA
Nina ha tardado 500 años en ser ministra Su nombre significa en quechua “Fuego de Amanecer”. Nina Pacari, ministra de Exteriores de Ecuador, es la primera indígena americana en llegar a un puesto de tanta relevancia. Nada más tomar posesión del cargo, dos reporteros de MAGAZINE la han acompañado hasta su tierra para recibir el homenaje de los suyos y han compartido sus primeras horas en el despacho. Exigente y tenaz, no deja de vestir el traje tradicional para hacer frente a una formidable labor: luchar contra 500 años de explotación.
Por sus venas corre la sangre de los indios que acompañaron a Francisco de Orellana en su travesía por el Amazonas; la de aquéllos que, ante la inminente llegada a Quito de Sebastián de Benalcázar, general de Pizarro, quemaron sus casas para entregar a los españoles una ciudad destruida. O la de los que trabajaron como esclavos en las enormes plantaciones de caucho, expuestos al látigo y a las enfermedades. Tras 500 años de explotación y discriminación, ignorados y despojados de cualquier instrumento de poder, ahora una mujer quechua accede a un puesto de gran responsabilidad cerrando, por fin, el largo paréntesis que se remonta al gran Atahualpa o a Rumiñahui. A Nina Pacari, 42 años, le han encargado la cartera de Asuntos Exteriores, como querían sus compañeros del Pachakutik, el partido indígena, miembro de la coalición que llevó a Lucio Gutiérrez al poder. Gutiérrez conoce de cerca a los indígenas, sobre todo desde que apoyó, como coronel del Ejército, el levantamiento de enero de 2001 contra el Gobierno. Ese poderoso movimiento popular tomó, de forma pacífica, el palacio presidencial y destituyó al entonces presidente Jamil Mahuad. Y contribuyó a que un independiente e inexperto ex coronel derrotara a los partidos tradicionales para gobernar Ecuador con la vista puesta en los pobres, que representan al 80% de la población del país. Tan sólo tres días después de su nombramiento, acompañamos a la nueva ministra al homenaje que le rindió el pueblo de Otavalo, el más importante para su etnia. Allí llegó en su coche oficial, junto a su edecán –el coronel responsable de su seguridad– y una asistente. La alcaldía puso a su disposición una escolta, un coche de policía, aunque en Ecuador los ministros no suelen llevar más de un par de guardaespaldas. Recorrió las calles, repletas de gente, hasta la Plaza de los Ponchos. Alguno de sus vecinos se atrevió a acercarse hasta ella y darle un abrazo, aunque los indígenas no suelen ser muy expresivos en sus muestras de afecto. “Es un orgullo para nosotros”, era el comentario más oído en la población. “Al menos conoce nuestros problemas. Veremos qué puede hacer”. Sonriente en todo momento, Nina llegó hasta la sede de la asociación indígena local, donde le impusieron la Insignia del Sol, símbolo de identidad nativo. Como parte del homenaje, comió el plato de los invitados de honor: cuy, una especie de conejo local, pollo, arroz, yuca y garbanzos. La ministra sabe que su nombramiento es un paso más en el largo camino hacia la igualdad de los pueblos, que aún debe derribar muchas barreras y superar recelos y estigmas. La semana pasada, un diplomático europeo le preguntó si conocía su país o algún otro de nuestro continente. Ella, ante la cara de asombro de su interlocutor y de otros colegas, le recitó algunos de los países y ciudades que ha recorrido desde que, siendo universitaria, comenzara a viajar por el mundo, primero con sus ahorros y más tarde por razones de trabajo. “Les sorprende hasta que distinga el gótico del románico”, dice. También conoce los chistes que circularon por internet cuando su nombre sonó como ministrable. “Dicen que Lucio Gutiérrez ha llamado a Nina al Palacio de Carondelet para un puesto”, comienza uno de ellos. “¿Le va a ofrecer ser asistenta o fija?”. Nina tuerce el gesto y recuerda una de sus discusiones a causa del racismo. “Un día en un bus, cuando estaba en la universidad, oí a una pareja comentar que mi mamá debía de ser blanca, porque yo iba limpia y bien arreglada. Me pasé tres paradas, pero les dije lo que opinaba sobre su comentario”. O la indignación que sintió el pasado diciembre cuando a su hermana Blanca Matilde, abogada en Quito, no le dejaron alquilar un despacho en un buen edificio. Le dijeron que no podían hacer el contrato porque era un lugar muy exclusivo y lo iba a llenar de indios. De nada sirvió su larga trayectoria profesional ni su vínculo con una futura ministra. Pero la discriminación hacia ella y sus hermanos no ha hecho mella en el carácter de Nina. Pudieron más los consejos de su padre, José Manuel Vega, y la educación que dio a sus ocho hijos, que una sociedad que sigue mirando al indio por encima del hombro. FUEGO DE AMANECER. A los 18 años, en cuanto la legislación ecuatoriana eliminó la paradoja de permitir nombres anglosajones de telenovela pero ninguno de lenguas vernáculas, cambió su nombre de pila, María Estela, por el quechua Nina Pacari (Fuego de Amanecer). No ha querido abandonar la vestimenta tradicional por la occidental. Sus padres lucharon contra las normas que obligaban a utilizar uniforme y ganaron. Por eso, siempre lleva la camisa blanca bordada, la falda negra y blanca rematada por una faja tejida de colores, alpargatas, las pulseras de coral rojo y la huelca, varias gargantillas de oro que en su día, según el grosor, hablaban de la riqueza de quien las lucía. Tiene una seguridad aplastante en sí misma y el orgullo de alguien que ha llegado a la cima gracias a su propio esfuerzo. “Nuestro padre nos educó igual a mujeres y hombres; quiso que todos estudiáramos, aunque él no pudo terminar ni la primaria”, recuerda su hermana Claudia. “Siempre decía: ‘Quiero que ganen plata con su sola firma’”. Por eso, a costa de tejer y vender jerséis y otras prendas de lana los sábados en el mercado artesanal de Otavalo, uno de los más famosos del continente, consiguió mandar a los cinco mayores a la universidad. El resultado fueron dos abogadas, dos ingenieros y una médico. Para su disgusto, los menores prefirieron seguir otros caminos: dos son comerciantes como él y uno, músico. Pero ahí no acabaron los consejos paternos, inusuales en una sociedad tradicional y machista como la de Cotacachi, población de 7.000 habitantes situada entre montañas verdes a dos horas de la capital y a 20 minutos de Otavalo. “Si tu marido te trata bien, te quedas con él; si no, lo dejas. Si algo le pasa, aquí siempre tienen su casa”, solía decir José Manuel Vega. Esa casa familiar es tan humilde como las del resto de Cotacachi: una puerta de hierro, pintada de granate; un patio al que dan la pequeña sala de estar, la cocina y el taller; en la segunda planta se sitúan las habitaciones, con las paredes blancas casi desnudas y alguna fotografía descolorida. Indio quechua de los otavalos, considerados como los fenicios de Ecuador debido a su espíritu comercial y viajero, Vega, muy aficionado a la política, transmitió esa pasión a su hija mayor, a la que ponía como ejemplo de persona responsable ante el resto de sus hermanos. Él creó la primera sociedad deportiva indígena en Cotacachi y se involucraba en cuanta iniciativa social surgiera. Y a todas las reuniones se llevaba consigo a Nina, para que tomara notas. “La aspiración de papá era que llegara lejos”, rememora Claudia. La hija dilecta siguió al pie de la letra los dictados paternos y con los años escaló los peldaños que se fijaba como meta. Estudió Ciencias Políticas y Derecho, ejerció como abogada y activista indígena, comenzó a participar en la política ecuatoriana, ganó un escaño, se convirtió en la primera mujer de su país en ser vicepresidenta del Congreso, es miembro de numerosas organizaciones no gubernamentales internacionales, sobre todo de aquéllas dedicadas a la defensa de los derechos humanos y, además, permanece soltera. “Es que mujeres como ella necesitan extraterrestres para que estén a su nivel”, comenta con sorna Ana Miranda, una vieja compañera del Pachakutik. “Es muy estricta, exigente, tiene un gran equilibrio y analiza todo con racionalidad”, agrega Miranda. “Es una negociadora nata, la buscan para mediar en conflictos”, añade Janneth Villareal, su asistente. “Vive todo intensamente; cuando es bailar, baila; reír, ríe de adentro; cuando se enoja, es explosiva. Te hace sentir todo lo que ella siente, disfruta cada minuto de su vida. Además, es incorruptible”. Si no fuese por su procedencia, a nadie sorprendería su nombramiento. Al poco de conocerla, Nina Pacari deja evidencia de su inteligencia, serenidad, preparación, amabilidad. Es una mujer seria, pero también alegre y cálida. Tiene una voz clara que refuerza la firmeza de sus ideas. Da la impresión de que sabe bien hacia dónde camina y su posición actual –dicen los que la conocen– no es sino la lógica conclusión de una carrera jalonada de éxitos. Para ella no todo es trabajo. Su segunda pasión son sus dos familias y entre ellas reparte su escaso tiempo libre. En cuanto puede, deja su apartamento de Quito, donde vive sola, para reunirse con ellos. La primera, la de sangre, se reúne al completo el día de Todos los Santos, la festividad, junto a la Navidad, más importante en la vida social de Cotacachi. Las familias preparan un picnic que comen en los cementerios, alrededor de las tumbas, acompañando a los que se fueron. CALOR FAMILIAR. Cuando los hermanos están juntos en Cotacachi apenas salen a la calle. A todos les gusta conversar sobre cualquier cosa durante horas o cantar. Nina, a veces acompañada por su hermano menor, coge la guitarra y canta a Pablo Milanés, a Silvio Rodríguez, a los Chalchaleros, a sus compositores locales. En la parte trasera de la vivienda se encuentra el viejo taller de confección, donde aún trabaja el progenitor, junto a dos empleados y los hijos que quedan en la casa. A los ocho hermanos les tocó en su día contribuir a la empresa familiar cuando acababan las clases en el colegio, bien en el taller o bien en el pequeño puesto de Otavalo. A su colorista mercado llegan cientos de indígenas y de turistas los sábados. Fue el padre de Nina el primero en colocar su mercancía en la plaza. Como le daba vergüenza, él se situó en la acera opuesta hasta que vio que la gente se paraba interesada por sus mantas, pulseras, alfombras o blusas. Antes de la grave crisis provocada por la dolarización de la economía, la familia de la ministra tejía hasta tres bultos (sacos) de ropa y casi todos los vendían. Hoy día, hay semanas enteras en que no hacen ni siquiera uno y no sacan más de 60 euros de beneficio. Nina, que acompañó a su padre en sus viajes de vendedor por Colombia, combinó más tarde sus ansias de ver mundo con su compromiso social. En una pared de la sala de estar cuelga una vieja foto en la que aparece saludando a Fidel Castro. “Yo tenía 24 años. Me invitaron a una conferencia y pronuncié un discurso que fue muy comentado. Era crítico con la izquierda porque, a mi juicio, marginaba a los indios”, explica. Ahora quiere llevar a sus sobrinas, Maicito de Oro, Inicio de Vida, Tierra del Amanecer y Princesa de la Alegría, a otros lugares, para que amplíen su mente y conozcan, de paso, las huellas de su civilización. La segunda familia de la ministra reside en Riobamba. La forman la hermana Julia, misionera seglar de la Caridad, nacida en Gacíaz, Cáceres, que llegó hace 20 años a Ecuador; Jácome, religiosa ecuatoriana; y dos jóvenes, Daniel y Coco, de la etnia puruhá. Se incorporaron al grupo hace ya 17 años, al fallecer su madre. Entre las tres los criaron y para Nina son ya parte de ella. “Conocí a Nina porque yo buscaba un abogado para unos indígenas, ya que el bufete que nos ayudaba no hacía nada. Ella estaba terminando la carrera y aceptó de inmediato”, recuerda la hermana Julia. “Mirando atrás era impensable tener una indígena en el Gobierno y máxime en Exteriores. Es un animal político y su mayor preocupación es dar una vuelta al país para transformarlo por completo. Tiene la tenacidad de sus ancestros; es lectora compulsiva y aprende rápido”. Consciente de que su nombramiento ha levantado muchas expectativas, su propósito ahora es ver cómo la traduce en ventajas para su objetivo de construir una nación y un mundo igual en su diversidad. “Nos ven como piezas arqueológicas, como fuimos hace 500 años, y ahora sólo somos mano de obra barata. Pero seguimos vivos y aún podemos, incluso, seguir construyendo templos”. Este año proyecta levantar el Templo al Sol en Cotacachi, un sueño que comparte con su cuñado, Auki Tituaña, alcalde de la localidad y premiado varias veces por la eficiencia y transparencia de su gestión. Será un centro del conocimiento y la sabiduría indígena, de enseñanza de la cosmología y de investigación de los saberes de una cultura ancestral. Además del mundo de los suyos, Nina Pacari tiene una visión amplia de la realidad ecuatoriana e internacional. “Los pueblos indígenas han tenido que luchar para recuperar los espacios perdidos. Pero mi propuesta no se dirige sólo a ellos, sino al conjunto de la sociedad ecuatoriana”. Durante el homenaje que recibió en el pueblo de Otavalo, fuimos testigos de cómo recogió de los suyos el bastón de mando, un símbolo de gran valor entre los indígenas. “No es para ejercer el poder sin más”, explicó el aki (alcalde), “sino para que sea consciente de la responsabilidad que adquiere con sus semejantes”. |
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