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M A G A Z I N E 
180   Domingo 9 de marzo de 2003
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ECOLOGÍA | “INVENTO” EN NAMIBIA
Pescar agua de la bruma

Atrapar el agua de la niebla es algo que hacen infinidad de plantas e insectos. Sin embargo, para el ser humano era hasta hace pocos años una quimera. Gracias a unas tupidas redes especiales, baratas de mantener y sencillas de instalar, la tribu de los “topnaar”, que habita el desierto de Namibia, sobrevive. Este ingenioso mecanismo, creado por Carlos Alberto Espinosa, que posteriormente donó la patente a la Unesco, también funciona con éxito en el desierto de Atacama, en Chile. La propuesta se extiende por el mundo y ya ha llegado hasta las Islas Canarias.

 
 
 
 
 
Una vida tranquila. Imagen de Soutriver, la aldea donde viven los “topnaar”.
 
 
El ejemplo animal. El top tokee, un coleóptero del desierto, vive del agua que consigue atrapar en los días de niebla.
 
 
El hombre blanco. Joh Henschel, director de la Fundación Namibia de Investigación del Desierto, en medio de la zona de redes
 
 
Fácil mantenimiento. Cualquiera puede reparar una avería.
 
 
Almacenando el tesoro. El agua recogida se deposita en unos aljibes.
 
 
Viejos depósitos. Fueron construidos cuando el antiguo río llevaba agua.
 

por Juan Carlos de la Cal fotografías de Jean-Claude Coutasse


Atrapar la niebla y convertirla en agua es como atrapar un sueño y convertirlo en vida. Y si ambas cosas se consiguen en medio de un desierto, donde la existencia orgánica parece más un capricho de la naturaleza que una consecuencia lógica de la evolución, la fórmula es mágica. En siete países ya lo han conseguido –Chile, Perú, Ecuador, Cabo Verde, el sultanato de Omán, Namibia y España– y otros 47 lugares del planeta esperan poder hacerlo dentro de no mucho tiempo.

Todos tienen en común estar situados en zonas extremadamente áridas, cercanas a un océano atravesado por una corriente fría, que genera un viento fuerte y húmedo que favorece la aparición de una densa neblina sobre la costa.

Uno de estos espacios es el desierto más antiguo del mundo: el del Namib –80 millones de años y 23.000 km2 de superficie–, en plena África austral, bañado por las aguas del Atlántico y que da nombre al país que pasó a la Historia por ser la última colonia de este continente: Namibia. En un punto perdido en el mapa, no muy lejos de la frontera con Sudáfrica, vive la tribu de los topnaar, en una aldea llamada Soutriver. La denominación de aldea puede resultar incluso generosa: apenas una decena de casas levantadas con corteza de madera y viejas uralitas, entre la arena y las piedras, donde vive el medio centenar de miembros de esta tribu.

La lógica dice que la mayoría de ellos tendría que haber emigrado hace tiempo ante la escasez de agua potable de la zona. Y, sin embargo, viven inmersos en ella. ¿En pleno desierto? Sí, desde que se pone el sol, una espesa niebla surge del mar y envuelve las dunas que rodean el lecho seco del río Kuiseb, donde los topnaar tienen unos paupérrimos corrales para guardar sus cabras y almacenar las semillas de nara, una especie de melones nativos de esta región y que después venden en los mercadillos locales. Esta niebla se produce cuando el aire cálido del desierto entra en contacto con la corriente gélida del Atlántico –denominada Benguela y procedente del Polo Sur–, lo que provoca que la humedad se condense formando una inmensa nube. Es un fenómeno sorprendente y más propio de un paisaje londinense que de un desierto africano.

Los topnaar se quedaron sorprendidos, casi alucinados más bien, cuando hace unos años un grupo de científicos canadienses, guiado por Joh Henschel, director de la Fundación Namibia de Investigación del Desierto, se presentó en el enclave cargado con sofisticados aparatos para medir la densidad de la niebla que les envolvía todas las mañanas desde que se instalaron en este territorio hace más de un siglo.

Tras unas semanas de comprobaciones, los científicos propusieron a los miembros de la tribu “una solución eficaz, económica y de fácil mantenimiento para acabar con el endémico problema de la sequía”. Evidentemente, los topnaar dejaron hacer a los hombres blancos y en los días siguientes contemplaron cómo éstos convertían el milagro en una realidad instalada sobre su sedienta tierra: unas redes de malla muy fina (entre la trama apenas cabe la punta de un lapicero), tendidas y tensadas sobre dos postes y conectadas a un pequeño tubo, encargado de conducir el precioso líquido a un bidón de plástico. Cuando después de la primera noche comprobaron que cada red –de un metro cuadrado aproximadamente– les había proporcionado una media de tres litros de agua (la más pura que jamás habían bebido), pensaron una vez más que, a pesar de todo, sus colonizadores blancos seguían teniendo buenos contactos con la magia de sus dioses.

“Cuando Namibia se independizó hace 10 años, una de las primeras medidas del Gobierno fue apostar por este tipo de tecnología sencilla para solucionar la escasez de agua. Después de aquel experimento, cambiamos las redes pequeñas por otras de grandes dimensiones –hasta 48 m2–, que han llegado a producir 200 litros cada noche. Dado que tenemos como media 120 mañanas de niebla al año, bastaría para satisfacer el consumo de agua de la población. De esta forma, además de luchar contra la desertización, evitamos que los topnaar tengan que emigrar a las ciudades”, asegura Henschel.



EL ORIGEN. Aunque los resultados de las redes atrapanieblas son recientes, este dispositivo vio la luz hace casi medio siglo. En 1956 la ciudad chilena de Antofagasta, en el desierto de Atacama, sufrió una gran sequía que la dejó sin agua potable durante semanas. El país entero se movilizó en su ayuda y hasta allí se desplazaron los mejores especialistas hídricos en busca de una solución. Uno de ellos fue Carlos Alberto Espinosa, investigador de la Universidad Católica de Santiago quien, con la ayuda de un jesuita y un ingeniero, instaló un primer panel fabricado con hilos de nailon. El dispositivo no llegó a resolver el problema –la mayor parte del agua se perdía– pero sirvió al menos para comprobar que la teoría era aplicable si se encontraban los materiales adecuados. Por si acaso, y aunque nadie más volvió a realizar el experimento, Espinosa y su equipo patentaron el invento en 1963 y lo cedieron gratuitamente a la Unesco.

Pocos años después, la científica sudafricana Mary Seely estudió las razones por las que algunas plantas del continente Africano pueden resistir temperaturas que, en ocasiones, superan los 60 grados centígrados. Y, para su sorpresa, descubrió que muchas aguantaban gracias al agua que lograban captar de la niebla. Su investigación se dirigió entonces al mundo animal y concluyó que muchos insectos de la zona, como arañas y escorpiones, sobrevivían sin problemas empleando el mismo procedimiento. El top tokee es un ejemplo. Cuando se forma la niebla, este coleóptero se sube a la cresta de las dunas y se queda quieto frente a la brisa con la cabeza hacia abajo, esperando a que la niebla, al tocar su cuerpo, se transforme en agua. Se forma entonces una gotita que se desliza despacio por su cuerpo inclinado hasta caer directamente en su boca. La lectura de los trabajos de Mary Seely puso sobre la pista a los investigadores, que se preguntaron: ¿Por qué no reproducir para los humanos este ingenioso sistema?

Dicho y hecho, a comienzos de los años 80 los científicos del Atmospheric Environment Service de Canadá perfeccionaron el invento de Espinosa al hallar el sistema para que las minúsculas gotitas de agua de estas nubes, que no caen por su gravedad debido a su escaso peso, pudiesen ser captadas en las redes atrapanieblas sin pérdidas significativas. Por fin, en i992, las primeras redes fueron colocadas en la aldea chilena de Chungungo, también en el desierto de Atacama.

Cuenta la historia que Chungungo era una de esas típicas caletas de pescadores que hay en el norte del país donde el agua potable vale más que el petróleo. Durante años, sus 400 habitantes la consiguieron comprándosela a los propietarios de la mina de hierro de El Tofo, situada a 40 kilómetros, que se la enviaban mediante camiones cisterna. Un día la mina cerró y los pescadores comenzaron a emigrar en busca de un destino mejor. Hasta que la campana les salvó en el último asalto de su supervivencia con la llegada de los científicos y su sencillo invento.

La zona está dominada por una neblina costera, llamada por los lugareños camanchaca, ideal para el objetivo de este sistema. Una década después, hay instaladas 85 atrapanieblas, con una producción mensual de 300.000 litros de agua, equivalentes al transporte de 30 camiones. Paralelamente, se enseñó a los campesinos técnicas de cultivo para sacar adelante sus pequeños huertos con poco riego. Muchos de los que emigraron regresaron al pueblo que, al crecer, fue también merecedor de los tendidos de luz eléctrica. Incluso ahora disfruta de jardines regados por un sistema de goteo.

“Ya sabemos muchas cosas sobre las redes. Pero ahora lo que más nos preocupa es mejorar su resistencia. Las chilenas duran una media de cinco años y las tuberías fabricadas con plástico, io. Pero tenemos que ver la forma de asegurarlas para que aguanten los vientos más fuertes. Porque, salvo esto, el mantenimiento es muy sencillo. Lo único que hay que hacer es procurar que el agua no caiga al suelo. Y en caso de que se rompa una red, una aguja e hilo son suficientes para repararla”, explica Vilho Snake Mtlent, encargado del mantenimiento de las instalaciones de la aldea namibia de Soutriver.

De momento, los topnaar siguen sorprendiéndose cada mañana cuando pueden dar de beber a sus cabras sin moverlas del corral. Atrapar la niebla ha dejado de ser algo mágico para ellos y empieza a ser una rutina. Ahora se preguntan: ¿Logrará el hombre blanco cambiar las dunas del desierto por árboles verdes? Para ellos cualquier milagro es posible.


 
 
 
Cooperación española para los topnaar


La tribu de los “topnaar” es una de las más antiguas de Namibia y la que mejor se ha adaptado al proceso de culturización impuesto durante siglos por los colonos blancos. Son una rama de los Nama, la etnia dominante del país, y se les aprecia por su gran habilidad para la caza y escasa belicosidad. El empresario español José Luis Bastos, que posee en el país africano la finca privada más grande de África, los conoce desde hace tiempo. Acaba de crear una fundación que lleva su nombre y su primer proyecto es un programa de formación básica para enseñar a los miembros de esta tribu todo lo referente al ecoturismo. Ya ha conseguido de la Agencia Española de Cooperación Internacional 250.000 euros y se espera que la primera generación de “topnaaras” esté capacitada para recibir turistas en un año.
 
 
 
 
La experiencia canaria


La investigación de la técnica de captación de brumas en el mundo nos lleva hasta el archipiélago canario, en constante estado de emergencia por la escasez de agua. De hecho, la isla de El Hierro es la única donde se han registrado muertes por este motivo. Basta un año de sequía para que los nacientes de los ríos se consuman. El Cabildo de Tenerife y la Fundación Empresa de la Universidad de La Laguna han obtenido resultados satisfactorios en la experiencia piloto desarrollada en el Parque Rural del Teno. Las 28 redes colocadas entre los 680 y 1.340 metros de altura recogieron una media diaria de cinco litros de agua por metro cuadrado, aunque en una jornada se llegaron a captar 51. El proyecto partió de Carlos Sánchez Recio, investigador madrileño afincado en Tenerife. Desarrollado por el Instituto Tecnológico de Canarias ha sido financiado por la empresa de Aguas del Garoé.
 
 
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